Luego, flotaban en la atmósfera de la cocina una rica variedad de olores. La cafetera empezaba a hervir con su ruido burbujeante, a la vez que el aroma del café llegaba a su cuarto mezclado con la imagen de su padre sentado en la pequeña mesa de la cocina con su bien planchado uniforme, el pelo aún mojado y su tez brillante con olores de loción para después del afeitado. A su madre la veía de espaldas sirviendo el café y poniendo las tostadas en un plato, empapándose de su padre hasta que quizá por la noche volviera a casa. Si Dios quería, como decía su madre.
***
Lo primero que hacía al levantarse era mirar por la ventana con el deseo de encontrarse de frente con el sol y dejar que sus ojos soportaran su luz interminable. Como la presencia del astro era una quimera, se dedicaba a mirar por la ventana tratando de que sus ojos vieran lo que había detrás del muro del cuartel. Apenas se divisaba algún edificio, gris por lo general, algún coche, alguna persona andando, las luces de las casas que comenzaban a encenderse en el inicio de un nuevo día, pero desde el cuartel casi no se veía el mundo. Miraba al bloque de los solteros y veía a un joven guardia sentado frente a la ventana entregando su somnolienta cabeza a otro guardia que le recortaba el pelo de la nuca como si fuera la crin de un caballo. Cada mañana, el joven y Eloy se intercambiaban miradas por la ventana haciéndose un gesto con la mano a modo de buenos días. El cuello del joven guardia parecía demasiado grande para sostener su pequeña cabeza, como si fuera una escultura desproporcionada en la fachada de un decadente palacio. Con su negro y afilado bigote, que sin duda utilizaba para parecer mayor, y sus avispados ojos de color marrón, disimulaba el miedo que les invadía a todos los jóvenes guardias de Inchaurrondo con un porte de guerrero aristócrata al que contribuían su afilada nariz y sus andares orgullosos que tantas veces había visto desde la ventana.
Para ir al colegio, Eloy tenía que atravesar casi todo el cuartel de una punta a la otra y le daba tiempo para comprender que vivir allí era estar enclaustrado en una pequeña ciudad que sólo existía en su imaginario. Vivían apartados de la realidad, de la cruel realidad que les rodeaba, y el cuartel servía para que consiguieran abstraerse del miedo que había en el exterior. Pasaba por el comedor, tenuemente iluminado, con unos cuarenta o cincuenta agentes que estaban desayunando con su uniforme de campaña, y allí veía al joven guardia que le saludaba desde la ventana de su habitación cada mañana. Unos minutos después, el joven y su grupo estaban ya en el Land Rover causándole cierta pena al verlos salir, ya que de sus risas sólo se transmitía el miedo que siente un hombre ante el destino.
El sol comenzaba ya a levantarse en el horizonte, y en la bruma que envolvía a San Sebastián, se adivinaban las primeras nubes que a lo largo del día acabarían convirtiéndose en lluvia, en una pertinaz y juguetona lluvia.
3. Me llamo Ander y soy cojo
Cuando tenía trece años ya era cojo. Sí, me podéis mirar bien. Miradme bien: soy cojo. También algo cabezón y solitario. Vivía en Inchaurrondo y me encantaba la lluvia y el viento. Como a mi aita. Él y yo caminábamos y deshacíamos caminos, rectos, sin atajos. Si hubiera podido me habría pasado la vida junto a él, paseando nuestros cuerpos huesudos y nuestros ojos por cualquier acantilado de Donosti. Pero a medida que iba creciendo, mi sangre y la de mi aita se llenaban de extraños objetos que día a día conseguían oscurecer nuestros ojos y lo que es peor, nuestra mirada. Pero quizá un día nuestros paseos volverían, como empujados por el viento del Cantábrico, como viejas espadas de lluvia que vuelven a aclarar nuestros ojos. Miradme bien: ésta es mi historia y soy cojo.
El embarazo de mi ama no fue fácil. Nací un poco antes de hora. Habían pasado ocho meses justos cuando el doctor Elósegui decidió sacarme de allí a toda prisa porque mi cordón umbilical, que viene a ser una especie de cinturón que me unía con mi ama, era tan largo y tortuoso que apenas me alimentaba. Mi aita me recordaba constantemente que cuando me vio por primera vez pensó que no había tenido un hijo, sino una especie de alienígena. Pesé muy poco al nacer, pero pronto empecé a crecer, sobre todo mi cabeza, que parecía un melón de los grandes, y con trece años medía casi un metro setenta, superando de largo la tabla de la consulta del doctor Elósegui. Debido a mi considerable cabeza, a mi altura y a mi cojera, mucha gente de Inchaurrondo Alto pensaba que me acabaría convirtiendo en un gigante.
—No pasa nada. Sólo que eres muy alto y que la mala suerte ha querido que andes como Juanjo, el vendedor de cupones. Pero harás grandes cosas en la vida —me decía mi aita.
Yo, sinceramente, le creí. Más que creerme que haría grandes cosas en la vida, estaba convencido de que tuve mala suerte con lo de ser cojo de nacimiento. Creo que es peor ser cojo de nacimiento que haber tenido la oportunidad de saber cómo se ve la vida sin andar a trompicones.
No tengo hermanos pero tenía un perro. La verdad es que nunca he echado de menos la presencia de otro Beguiristain en casa. Sin embargo, compartir la vida con mi perro Dogo fue algo extraordinario. Dogo era un perro negro como el carbón y unos ojos más humanos que los de cualquier habitante de Inchaurrondo Alto. Siempre estaba mirándome por si necesitaba algo de él, cosa que dudo que hiciera un hermano. Se quedaba con la cabeza ladeada y esa mirada penetrante que fue la causante de que mi aita lo recogiera un día de la calle y me dijera:
—Toma, Ander, aquí tienes al perro más listo de Euskal Herria. Me ha mirado y me ha convencido con esos ojos de esperanza angustiada y he sido incapaz de dejarlo ahí. Creo que será un buen amigo.
Dogo era un perro fuerte, con un lomo de guerrero y una raza indescifrable. Hay quien dice que era descendiente de pastor alemán y que quizá la madre fuera un labrador y hasta me han llegado a decir que es un típico perro vasco, fuerte por fuera y muy tierno por dentro. Mi aita lo recogió cuando yo tenía diez años, un mes de abril más lluvioso de lo normal, en uno de esos aguaceros desmesurados como todo lo que ocurre en Inchaurrondo. Aquí nada es normal. O no pasa absolutamente nada y se respira un silencio que te hace daño a los oídos, o de pronto parece que el mundo se vaya a acabar.
Ese día llovía mucho y el barrio se había convertido en un río lastimoso que lo arrastraba todo y hasta los guardias civiles del cuartel de Inchaurrondo estaban codo con codo con los vecinos del barrio achicando agua en unas escenas ciertamente surrealistas. Yo no había visto nunca hablar a un guardia civil con alguien del barrio. Y es algo que me costó entender. A veces me preguntaba si preferiría la camiseta de Arconada o el traje verde que vestían los guardias del cuartel. Me encantaba ese color verde con protecciones por todos los lados que me recordaban a los partidos de fútbol americano que a veces había visto en las películas. Lo que ya no me acababa de convencer era ese extraño gorro negro que llevan. Prefiero el casco de los Yankees de Nueva York.
Dogo llegó a mi vida ese día. A mi vida y a la de aita. Los dos competíamos en darle besos al perro. Dogo lo veía como si fuera su aita. Y a veces tenía que recordarle que Joseba Beguiristain era mi aita. Creo que lo entendió y se conformó con ser un can.
Mi aita era el mejor aita del mundo. Siempre pensé que no había nadie como él. Ni a Arconada, el mejor portero de la liga que jugaba en la Real y que hubiera dado cualquier cosa por conocer, lo cambiaba yo por mi aita. Había nacido en Inchaurrondo, y trabajaba en la tienda que había abierto unos años atrás; era una tienda que tenía de todo, desde jamón, quesos, pan, leche y donuts, hasta lejía, papel higiénico y diarios. De todo, no hacía falta ir a ningún otro sitio para comprar. Se podía venir a mi tienda y salir con todo lo necesario para comer bien, leer lo que quisieras y tener tu casa bien limpia. Yo, los sábados por la mañana, como no podía jugar a fútbol con mis amigos porque ya sabéis que soy cojo, iba a ayudar a mi aita a la tienda.
Me