Masculinidades, familias y comunidades afectivas. María del Rocío Enríquez Rosas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María del Rocío Enríquez Rosas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786078616473
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e intersubjetivo de las emociones masculinas. Un elemento muy interesante que surgió en cada uno de los encuentros con ellos, en torno al tema de las emociones, fue su estupor y descolocamiento frente a estas, con algunas risas nerviosas ante las preguntas y otras sensaciones de inseguridad (“primera vez que me preguntan por las emociones”), o no saber qué responder y declararse abiertamente titubeantes (“mmm… emoción ¿no es lo mismo que sentimiento?, ¿una emoción sería como la tristeza?”).

      LAS MASCULINIDADES Y LAS EMOCIONES TUTELADAS

      El binarismo patriarcal: razón / emoción

      La cultura occidental se ha estructurado a partir de la valencia diferencial de los sexos, que para Heritier “traduce el lugar diferente que reciben universalmente ambos sexos en una tabla de valores y marca el predominio de principio masculino” (2007, p.114). Dicha valencia diferencial establece un modelo como construcción sociosimbólica que restringe el pensamiento humano a una concepción de mundo que se conforma a partir de categorías binarias. Estas oposiciones binarias permiten establecer una relación jerárquica entre los grupos humanos que, en general, se constituye bajo la concepción de superior e inferior, un orden social imperante sostenido en la eficacia de los símbolos que parecen estar basados en la naturaleza.

      La dualidad que surge de la diferenciación anatómico–fisiológica se trasfigura en lo social en desigualdad, y se posiciona en el marco de comprensión de lo social como un elemento naturalizado. A la hora de definir lo humano se prioriza la mente (el saber) sobre el cuerpo (el sentir), y se asocia directamente al varón con la parte más valorada y deseada, es decir, con la mente (uso de la razón) y la mujer con el cuerpo, lo natural, con aquello que es infravalorado. Esta realidad jerárquicamente instituida es analizada por Pierre Bourdieu (2000), quien afirma:

      La división entre los sexos parece estar “en el orden de las cosas”, como se dice a veces, para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable: se presenta a un tiempo, en su estado objetivo, tanto en las cosas (en la casa, por ejemplo, con todas sus partes “sexuadas”), como en el mundo social y, en estado incorporado, en los cuerpos y en los hábitos de sus agentes, que funcionan como sistemas de esquemas de percepciones, tanto de pensamiento como de acción (p.21).

      La división dual y jerarquizada con la que se disocia la razón de la emoción, termina configurando cartografías sobre los cuerpos de los hombres que dan cuenta de cómo el discurso hegemónico se posiciona en los movimientos, en las miradas, en los gestos del mundo masculino. Michel Foucault (1987) sostiene que los cuerpos se moldean y se hacen dóciles por el efecto productivo del poder que actúa en los sujetos atravesando sus cuerpos, y en las trayectorias biográficas de los sujetos la concepción sociocultural de género se posiciona en los cuerpos, ubicándose como un punto nodal de los significados sociales. Es así como el sujeto masculino es parte de las sociedades individualistas, como las define Le Breton (1992), donde los cuerpos funcionan como un límite vivo que delimita frente a los demás la soberanía de la persona. Esta distinción de la funcionalidad social del cuerpo contemporáneo nos presenta un cuerpo que prefigura un límite, acto que traduce el encierro del sujeto en sí mismo. Por tanto, estamos frente a un cuerpo que se desplaza y adquiere sus propiedades, formas y atributos respondiendo a la condición de ser hombre y ser mujer, a las formas de tramitar lo posible como ente masculino, de manera que el cuerpo del hombre se dispone en lo social cumpliendo con demarcar y actuar desde sus movimientos cómo debe conducirse un hombre. Al respecto, Bourdieu señala: “no se entra en el juego por un acto consciente, se nace en el juego, con el juego, y la relación de creencia, de illusio, de inversión, es tanto más total, incondicional, cuanto se ignora como tal” (Bourdieu, 2010, p.108).

      Podemos apreciar que la persona hace entrada en el campo de lo social —espacio que le antecede como espacio de producción— y en él se desenvuelve a partir del desarrollo de una conciencia práctica establecida por la reproducción y actuación de los juegos que le corresponden.

      LA CONSTRUCCIÓN DE LA MASCULINIDAD DESDE EL PODER Y EL SENTIDO DE SEGURIDAD DE SÍ

      La calle es una selva de cemento.

      HÉCTOR LAVOE, “JUANITO ALIMAÑA”.

      Vivimos bajo el tutelaje de la masculinidad hegemónica, expresión del sistema patriarcal que se ha conforando durante más de 2,500 años, manteniéndose intacto en nuestros días el concepto de tener que ser hombres poderosos y seguros (Kimmel, 1997; Bourdieu, 2002; Fuller, 1995). Luís Bonino considera que al “ejercer ese poder/autoridad, el varón cumple con lo que considera su ideal de sí, y eso le permite sentir validado su propio narcisismo (imagen de sí)” (2004, p.3); postura a asumir en el mundo y en la vida cotidiana que no se presta a cuestionamiento alguno, por lo que actuar ejerciendo el poder se trasforma en una exigencia, en un mandato que debe cumplirse. En esta cultura patriarcal, ser un varón poderoso y seguro es ser un hombre completo, íntegro. Alcanzar la seguridad en este plano implica actuar y comportarse de manera activa y en lo coloquial remite a la imagen de “tener los pantalones bien puestos”, siendo sancionado el error, negándose la posibilidad al equívoco y estableciéndose un temor inmenso a la pasividad masculina, al punto que Seidler comenta que el hombre “no puede mostrar ningún signo de vulnerabilidad sino que tiene que vigilar sus masculinidades y preservar un cuerpo duro que se ha transformado en un instrumento de poder” (2006, p.159).

      Una primera aproximación a los mundos protegidos de las expresiones emocionales masculinas que emprenderemos es justamente ahondar cómo están estructurados los cuerpos. Las imágenes posibles se nos presentan reducidas a hombres que aprenden a relacionarse con sus cuerpos como si estos fuesen máquinas que necesitan ser controladas: cuerpos sólidos, duros, a la defensiva, productivos, cuerpos condenados a construir una imagen masculina de dominio del territorio que les permita demostrar seguridad, conformando una corporalidad masculina destinada a preservar su condición de identidad, que en América Latina se asocia con la idea de “machismo”; concepto que para Fuller (1995) se caracteriza por “la independencia, la impulsividad y la fuerza física como la forma ‘natural’ de resolver desacuerdos, la dureza como la mejor manera de relacionarse con las mujeres y la fuerza con el modo de alternar con el débil o con el subordinado” (p.244).

      Es así como se construye una imagen de masculinidad que debe rechazar la vulnerabilidad y todo aquello asociado con debilidad, y se tenga que agenciar corporalidades en las que se demuestre la potencia y la superioridad, apoyándose tal mandato en un sistema de heterosexualidad obligatoria que, de acuerdo con Judith Butler (2007), haría surgir una determinada performatividad del género y de las emociones. Por tanto, no se trataría de un acto singular o un acontecimiento, al ser un cuerpo que actúa y responde enmarcado en una producción ritualizada, a partir de una iteración repetida, condicionada y tutelada bajo ciertas condiciones de prohibición.

      Como lo expresan Salas y Campos (2001), las características de los varones inmersos en la cultura patriarcal se manifiestan a nivel afectivo desde la negación de la ternura y la debilidad, pues eso vincula al hombre con lo otro, lo que posee una tonalidad femenina, que se acerca a lo homosexual y dentro del patrón hegemónico de masculinidad existe una heterosexualidad obligada que establece como criterio taxativo el afán de atrincherarse o autorreconocerse en la masculinidad.

      La concepción hegemónica del hombre que se instituye culturalmente como el primer sexo requiere de otros y otras que estén en una posición inferior; tal dinámica social se complementa y enriquece desde el plano ideológico en las sociedades patriarcales donde la competitividad se presenta como un valor supremo, y son el triunfo y el éxito sus máximas expresiones. En este sentido, ser poderoso implica estar arriba y es así como podemos aseverar que en la cultura urbana venezolana se reproducen imágenes que centran el poder en la corporalidad masculina, asociada con una figura de hombre deportista, de hombre motorizado que ocupa la ciudad, con carro que arremete y tiene el dominio de la calle, el abogado que dice cómo deben ser las cosas. En síntesis: es la expresión del hombre como aquel que demuestra tener dominio y control del espacio.

      En cambio, las imágenes que se elaboran de lo femenino se remiten a considerar a la mujer como objeto de belleza, como portadora de un cuerpo escultural. No hay que consignar los datos estadísticos para confirmar está realidad en Venezuela, solo