Por el contrario, debemos intentar salvar de nuestro tiempo, algunas adquisiciones que ellas también están amenazadas, pues precisamente por su debilidad y su humildad, son verídicas y justas. Como cristianos y, además, cristianos reformados, nos hace falta estar ligados a la democracia. ¡No porque ella sea un régimen cristiano ni porque sea ideal, ni porque presente más virtudes que cualquier otro gobierno! Es precisamente su debilidad, esa posibilidad de desorden, de incertidumbres, en esa posible ineficacia que aparece el más humano de los regímenes, el más susceptible de respeto por el hombre, el más abierto y, ahora, el más humilde. La democracia no es buena en sí misma pero no tiene la pretensión del orgullo y no cree ser la verdad y la justicia en sí misma. ¡Dios nos guarde de cualquier régimen que pretenda ser la Verdad, la Justicia y el Bien! La democracia es relativa, ella se sabe relativa y es eso mismo lo que debe atarnos a ella seriamente. Ella se ofrece con un inmenso abanico de tendencias expresadas y permite que las posibilidades del hombre, no sean ahogadas desde el principio. Y es por esa misma razón que debemos defender la laicidad frente a los Estados que pretenden encarnar la verdad y discernir lo absoluto; es para nosotros los cristianos (pues la verdad ha sido revelada) un deber dentro de la sociedad civil, sostener la ausencia de una verdad humana y gubernamental o, para tomar un aspecto positivo, sostener la laicidad. Nos hace falta tomar muy en serio todo lo que está contenido en ese término y que enumeraré en cuatro proposiciones: ningún poder en el mundo puede expresar una verdad en sí mismo, porque el hombre no reconoce nada más que verdades, y solo fragmentos, jamás lo absoluto; y dentro de esa opinión del hombre, solo hay parcelas de las verdades humanas; desde ahí, todas las opiniones deben expresarse libremente en la sociedad. No podemos pedir al Estado que asuma cualquier forma de verdad cristiana: es al Estado al que se le encarga la misión sin ayuda externa; el Estado, siendo laico, no tiene el deber de volverse absoluto, pues no puede jamás tomar partido en el debate sobre la verdad y desde ahí, no puede absolutamente jamás contradecir a sus sujetos; un Estado laico es, forzosamente, un Estado limitado, un Estado moderado.
Por último, de las adquisiciones del mundo que se va, yo retendría la Razón. Cosa extraña, pues los cristianos de hoy ¡deberían ser defensores de la Razón! Pero todo ello ya está en la tradición reformada, oponiéndose a la magia, a los misterios, a las credulidades populares, y reclama el ejercicio de una razón recta en la aprehensión misma de la Revelación. Así que, en el tiempo que viene, asistimos al desencadenamiento de delirios, de la negación de la Razón; que en Occidente se trate de la mentalidad gregaria y colectiva, de la obediencia a las corrientes sociológicas, del llamado furioso a las fuerzas oscuras de la inconsciencia, de la propaganda y, en la sociedad comunista, del desarrollo de esquemas, de estereotipos, de prejuicios, de creencias irracionales (sobre las que descansa todo el comunismo) al final por todas partes es una negación del uso simple, firme y modesto, pero riguroso, de la razón. Necesitamos, en medio de ese desencadenamiento pasional, llamar de nuevo al hombre a la razón; y el fracaso del siglo XIX nos demuestra que nos es tan fácil. Así, lo que hace más difícil la cosa, ¡es que las palabras han perdido su sentido! He dicho Democracia, Laicidad, Razón y ¡quién no estaría de acuerdo con ello! ¡Todo el mundo está por la democracia, la laicidad y la razón: Hitler como Stalin, Kruschev como Dulles, Debré como Mollet! Las palabras ya no tienen sentido. Y quizás aquí tenemos los cristianos, como cristianos de la Reforma, una vocación muy singular. No debemos olvidar que somos los hombres de la Palabra, que para nosotros la humilde palabra humana está revestida de una gravedad única pues es a través de ella que la Revelación se ha hecho escuchar. ¡La Palabra recibió esa dignidad fundamental porque el Hijo mismo fue llamado el Verbo! No podemos aceptar que el lenguaje sea una simple convención. No podemos aceptar la decadencia del lenguaje ni que las palabras ya no tengan sentido y que se le pueda decir a cualquiera cualquier cosa. Es a nivel de la Palabra que se juegan la verdad y la mentira. Y desde ese hecho, debemos ser muy rigurosos en el uso de las palabras. En el diálogo con los hombres, nos hará falta siempre testimoniar lo serio de la palabra, así esta sea simplemente humana, nos hará falta recordarle a esos hombres el valor de las palabras que emplean, el compromiso que adquieren en tano usan lo que para ellos se ha convertido en una cómoda fórmula. Nos haría falta ser bastante valientes para denunciar la mentira fundamental de aquellos para quienes la palabra no es más que un sonido —“evidentemente les es permitido hacer un régimen de adhesión, un régimen de plebiscito al 99%, un régimen en donde la sinceridad no tiene derecho a hablar, donde la divergencia de opinión es un crimen, y el pueblo debe solamente recibir y aprobar. Pero entonces no hablen de democracia. Ahí está la mentira. Les está permitido tener una doctrina exclusiva, tener un Estado que pretende detentar la verdad y explicarla a todas las edades de la vida y por todos los medios, pero entonces no hablen de laicidad. Ahí está la mentira”.
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Este rigor concerniente al valor de las palabras, esta exigencia de que nuestro interlocutor