Pero, por otra parte, nuestra situación es completamente diferente a la de los hombres de la Reforma desde dos puntos de vista. En primer lugar, sabemos ahora que en el plano político, el económico, el social, la empresa de los reformadores tuvo como saldo el fracaso. En su liberación del mundo y su compromiso de tensión con él, desataron al monstruo (creo que tuvieron razón desde el punto de vista bíblico, lo reitero) y el monstruo fue demasiado fuerte para ellos. No pudieron —dentro del diálogo con el Estado— impedir que se convirtiera en totalitario, autoritario, nacionalista. No pudieron, en la elaboración de una ética cristiana, impedir a los cristianos que formaran una economía capitalista y, con ello, dejar libre curso al poder del dinero. No pudieron, en la predicación de la gracia, llevar al hombre a reconocerse como criatura, y entonces el hombre se afirmó como medida de todas las cosas, sin amo y sin deber. Seguramente es el riesgo de cualquier verdadera toma de posición cristiana. Fue el mismo riesgo que en los tres primeros siglos de la Iglesia. Y la reacción de prudencia fue evitar ese riesgo montando la enorme máquina de las leyes, de las reglas, de la moral, de las organizaciones, todo en lo que devino la Iglesia romana. Y fue eficaz. Pero la verdad revelada estaba muerta. No se trata de actuar con prudencia frente a esa prudencia. Los reformadores conocieron el riesgo de la fe. Colocaron a la sociedad en la misma situación de riesgo. La verdad fue reanimada, pero el pecado del hombre volvió amargos los frutos. Ahora todos los sabemos: ya no estamos en la situación de inocencia que fue posible en el siglo XVI. Conocemos el peligro. Somos hijos de esa flama. Ya no podemos comprometernos con la creencia de que las cosas se pondrán bien porque la verdad será proclamada, porque la sociedad será feliz, porque el Estado será justo y fiel. Tal vez tendríamos fácilmente la convicción contraria y de hecho estaríamos inclinados a no mezclarnos en esa aventura, permaneciendo entre nosotros o más aún, adhiriendo al cristianismo a alguna doctrina social que fuera garantía para la sociedad, al mismo tiempo que nuestra fidelidad a Jesucristo fuera garantía para la vida. Esa doctrina podría ser el socialismo o el liberalismo, aunque esa actitud es también inadecuada y conduce a la misma herejía que el constantinismo. La experiencia y el fracaso de los reformadores nos conducen también a mirar dos veces antes de hacer lo que sea, y con frecuencia hemos sido conducidos a no hacer nada.
Nuestra situación es diferente a la del siglo XVI desde un segundo punto de vista. El siglo XVI todavía fue un siglo cristiano; las reglas tenían un punto dominante desde la perspectiva social, económica, intelectual; el cristianismo era un punto de referencia para todo el mundo, prácticamente era el único sistema intelectual global, la única forma de pensamiento posible y aún las tendencias agnósticas se situaban al interior del cuadro cristiano, como lo demostró Febvre. Desde entonces, lo que pasaba dentro de la Iglesia tenía una gran importancia. Todo el mundo tomaba en serio los conflictos eclesiásticos. Todo el mundo tenía una opinión respecto de la conducta (¡no de los dogmas!) de los monjes o de la formación de la Iglesia. Las discusiones teológicas, incluso si no se entendía nada de ello, parecían importantes y tenían repercusiones efectivas en la sociedad y, cuando se producía un cisma o una reforma, la muchedumbre se involucraba, pues ya se había modificado la creencia de los hombres y porque la estructura de una parte esencial de sus vidas también había cambiado. Lo que los Reformadores pudieron entonces decir y hacer teológicamente, tenía repercusiones reales sobre el comportamiento de los hombres.
Pero hoy, el cristianismo es un residuo del pasado, o mejor dicho, los hombres lo consideran como un sistema de creencias y de pensamiento un poco antiguo, con sus cartas de nobleza y situado en una cartografía compleja de millares de sistemas filosóficos, económicos y políticos, y todos tienen su valor y un valor legítimo. Desde un punto de vista muy concreto, la Iglesia —incluso la romana— no tiene gran influencia. Para los no cristianos, aparece como una fuerza que busca mezclarse en lo que no le concierne cuando interviene en lo político y en lo social. Se le quiere dar su lugar, que es en lo espiritual, pero sobre todo que no salga de su ghetto, que no sea para poner un poco de su influencia, al servicio de tal o cual orden de Estado. Es decir: es bueno que la Iglesia ortodoxa apoye la guerra del Estado soviético y el movimiento por la paz. Es bueno que las Iglesias bautistas o presbiterianas apoyen el anticomunismo del Estado norteamericano. Es bueno que la Iglesia protestante alemana no apoye la revolución hitleriana. Pero nada más, nada más allá. Una Iglesia anexa a la corriente político-social dominante, eso es lo que se tolera. En esas condiciones, se comprende mejor por qué las discusiones teológicas no tenían para el hombre del mundo ninguna importancia, y se les veía con una sonrisa de conmiseración: “¡Ah, esos intelectuales!”. Sabemos todo eso muy bien y es justo lo que hace que no tomemos en serio una reflexión como la que aquí planteo. Aun si supiéramos claramente lo que nos hace falta ser, lo que nos hace falta hacer para permanecer fieles a la Revelación, nuestras decisiones, nuestras actitudes, nuestras declaraciones no tendrían un gran valor ni hacia las autoridades, ni desde el punto de vista económico, ni hacia las masas. Eso es lo que es totalmente diferente al siglo XVI. Lo sabemos bien y es lo que nos conduce a un cierto desánimo: “Para qué tanto esfuerzo por pensar con exactitud, para qué buscar la actitud justa de la fidelidad, ya que nada de eso tendrá efecto, ya que nadie nos escuchará, y no podremos comprometernos al diálogo con nadie, y en el plano de la eficacia hemos sido reducidos a nada”. Simplemente quisiera decir que no es en principio falta de eficacia, sino primeramente falta de fidelidad. Lo que importa es la obediencia —hacia la que hemos intentado poco y para nada. Conviene aquí recordar los siglos de silencio del pueblo de Israel: el gran silencio de Dios que fueron como 200 años durante la esclavitud en Egipto entre el periodo de José y el de Moisés, y el gran periodo de silencio de Dios, de casi 400 años, entre Esdras y los últimos profetas, hasta la aparición de Juan el Bautista. La cuestión para Israel era, durante esos siglos de ausencia, mantener a pesar de todo y contra todo, la esperanza y la fidelidad. Esa es ya nuestra cuestión también.
•••