Y una vez que esta idea se impone –se impone o actualiza, porque la filosofía no ha hecho otra cosa que difundirla desde sus inicios–, la instrucción hará que todo suceda como si ya nadie pudiese aprender nada por sí mismo ni ninguna voluntad fuera capaz de volver a servirse de aquella inteligencia con la que aprendió un día nada menos que una lengua. Lo que esto prueba para Rancière es que la lógica del orden explicador, lejos de ser el acto natural del pedagogo, comporta el mito que introduce un régimen regulado de desigualdad en el seno de la igualdad primera de las inteligencias. Paradójico sería esperar, por lo mismo, que este régimen de desigualdad sea interrumpido por quienes insisten en restituir a las masas la porción de conciencia que les ha sido secuestrada por el arte estetizado o la sociedad del espectáculo. Lo que Jacotot llama “atontamiento” reside justamente en este principio explicador que el arte comprometido quiere aportar a los espectadores.
Jacotot no ve, según Rancière, en el atontador la clásica figura del maestro resentido que utiliza a sus seguidores para imponerles ideas regresivas sobre el mundo; el atontador es un hombre educado, un hombre sensible a quien, precisamente por esto, se le ha vuelto holgada la distancia que lo separa de quienes no han recibido ninguna instrucción. Goebbels también era un hombre educado, además de ser un asesino; pero no todos los hombres educados son como Goebbels. Algunos piensan que el pueblo es susceptible de usos más dignos que aquellos que lo limitan a ser la materia de una ola en el estadio o un poco de barro en las manos del artista. Es el principio el problema: la idea de que el hombre no es capaz de organizar desde sí mismo la interrupción de la cadena que lo oprime, como si fuese su conciencia un vacío contingente que dos manipulaciones contrarias luchan por rellenar.
Lo que menos importa es que una quiera rellenarla con el gas adormecedor de las imágenes del espectáculo y la otra con las coreografías libertarias que lo conducirán a la sociedad sin clases. Ninguna de las dos se ha impuesto a lo largo de la historia y ambas, como si creyesen de mutuo acuerdo que esta conciencia que no han modificado gira al infinito sobre el vacío de su periplo, solo sobreviven en el prejuicio que las une: que el hombre no es capaz de pensar por sí mismo. Por la senda de ese prejuicio el maestro revolucionario –la vanguardia política o artística– se ha acercado demasiado a su oponente: el maestro policía que resguarda la gobernabilidad del orden. Lo que uno de esos maestros propone destruir no prescinde, a fin de que el trabajo quede bien hecho, de la construcción de esa calle de dirección única de la que el otro es guardián y devoto. La destrucción del orden quedará así soldada al infinito, como por lo demás no ha cesado de ocurrir, a la construcción eterna de ese orden con el que llevarla a cabo. En ese mundo arquitectónico ideal, como en aquel otro que el señor Speer proyectó para el mismísimo Hitler y del que Canetti dijo que probaba cómo “el placer de construir y la destrucción, en la imaginación del paranoico, están presentes y actúan uno al lado del otro de una forma aguda”,20 lo que se impone en verdad es una obsesión ilustrada que la policía de gobierno y la del partido comparten: ningún hombre es confiable con relación al camino que traza para alcanzar lo que quiere.
Esta obsesión ilustrada vigila por igual que nadie viva donde no se le ha permitido o tome, a fin de emanciparse, caminos que para acceder a la sociedad sin clases no han sido aún habilitados. Al desatinado prestigio que el método ha solido infundir a la lógica del camino más largo se suma este otro que el dogma revolucionario divulga e impone: estos caminos no son muchos sino uno. De esta división planificada del mundo se aprende, si se logra invertir en algo su funcionamiento, que los hombres no se emancipan más siguiendo como hormigas esa hoja de ruta que el revolucionario de café ha diseñado para ellos que aceptando vivir en la zona de invisibilidad que el poder les depara. La forma invariable que une el camino más largo con el único camino se llama “progreso”, una ilusión de la que los caballos del maestro policía y los del maestro revolucionario tiran con la misma firmeza.
A nadie escapa que lo que está al centro de esta ilusión que sin embargo arrasa, como se comprueba en los funestos procesos de los dos últimos siglos, con los senderos laterales que se desperdigan o con esos laberintos en los que Jacotot invitaba a perderse a sus estudiantes a fin de que potenciaran sus propias capacidades, es la razón como tal. La aporía del progreso consiste en desplegarla cuando lo que en realidad hace es todo lo contrario: frenar su movimiento, interceptar sus extensiones, podar sus experimentos. Lo suyo es dividir los caminos en dos: el de la doxa o el de la episteme, el del sentido común o el de la ciencia, el de quien se pierde en el bosque y el de quien lo atraviesa siguiendo el método. Una vez que este camino se ha bifurcado, una vez que el mundo de la inteligencia se ha partido en dos, ningún perfeccionamiento, piensa Rancière siguiendo a su segundo maestro, podrá ser algo más que un progreso hacia el atontamiento.
10 Rancière confesó en más de una ocasión haberse encontrado con la figura de Jacotot mientras realizaba sus investigaciones para escribir La noche de los proletarios
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