La hazaña secreta. Ismael Grasa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ismael Grasa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417866990
Скачать книгу
en que uno deba saber apartarse de su modo habitual de actuar. Puede ser preciso, incluso, cierto morir en vida –porque es la muerte lo que nos parece entonces prescindir de aquello–. Uno, como suele decirse, ha de tener el valor de mirar al vacío, a la oquedad a la que ha ido dejando paso a su alrededor. Por recurrir a la metáfora común: no se levanta un edificio sobre suelo raso. En todo caso, aquello que buscamos con nuestra recuperación no es un mero encontrarnos bien, sino el privilegio de estar realmente tristes, aquella puerta a la verdad y al paraíso que contiene la vida.

      Se nos dice que desde la adolescencia los hombres toman decisiones en la vida porque sufren crisis. Por eso, nos explicaban, no se deben evitar los conflictos buscando el cobijo de los falsos refugios. Los pasos equivocados nos llevan a privarnos de cierta tristeza, de una clase de melancolía que es la que nos hace merecedores de la amistad y de la fraternidad. O lo que es lo mismo: no se trata de alcanzar un bienestar o una clase de salud psíquica, por utilizar una expresión actual. Esa salud es sin duda deseable, pero, si hablamos de dignidad humana, no es un fin. El fin es ser un hombre. Porque la dignidad empieza en la consciencia de la muerte y en cierta clase de desesperación. Y así es como buscamos la felicidad.

      Es en ese punto, una vez que hemos dejado un lugar a la desesperación, cuando las personas encuentran la razón de amar a otros, de lavarse la cara en la pila del baño y de ponerse de pie frente al espejo de cuerpo entero del vestidor. Empezamos entonces el día como si realmente fuésemos cierta clase de divinidad, y cada cosa que nos dispusiésemos a hacer fuese algo extraordinario. Esa es la verdad a la que se llega. Un dios, contemplándonos, bien podría postrarse ante nosotros, un gesto que evitaríamos cogiéndole de los hombros e invitándole a tratarnos con camaradería.

      La cita de hoy expresa la idea de que lo realmente extraordinario está en lo inmediato. Es del escritor Mariano Gistaín. Hablando de que cada hombre contiene el universo, dice: “Escuchar equivale a buscar vida extraterrestre,

      pero en la cocina”.

dibujo

      Es preciso sacar un tiempo para leer, pero uno no debe tener los libros por cualquier lado. Se ha de contar con un mueble o, si se puede, con una habitación, una biblioteca, donde guardarlos. En las casas de los lectores los libros no deberían estar dispersos por todas las habitaciones, como si la vida que tuviésemos en ellas no fuese algo real o válido por sí mismo. Las lecturas forman parte de la vida buena, pero, llegado el caso, uno no debe atrincherarse tras ellas.

      Es fácil caer en la tentación de presumir de ser lector, o de sumarse a campañas más o menos públicas a favor de la lectura, cuando quizá la mejor campaña por la lectura sea un hombre que lee a solas y guarda luego su libro, si considera que merece ser guardado, en la balda de su biblioteca. Me refiero con esto a que antes que esforzarnos en que a otros les parezca la lectura algo atractivo, deberíamos ocuparnos de que nuestras vidas –leyendo, sí, tal vez– sean ciertamente atractivas.

      Aunque uno lea en aparatos electrónicos, hay un valor en tener a nuestro lado algunas primeras ediciones en papel o volúmenes que por alguna razón valga la pena conservar. Cualquiera dirá que lo importante es el contenido y no el continente, y no le faltará razón, pero hay que tener presente que el continente, lo bibliográfico, esos objetos que sostenemos entre las manos, son cosas que también nos incumben. El coleccionismo, cuando obedece a un impulso bien ordenado, es un modo de virtud antes que una deformación del carácter. Una casa con una biblioteca, por reducida y sencilla que sea, tiene algo de ejemplar. El dueño ha de saber entonces dar razón de aquellos volúmenes, de cuáles son antiguos o heredados, o raros o valiosos por alguna razón.

      En todo caso, parece que nunca se deba abandonar la actitud de seguir aprendiendo. Esto a menudo se entiende hoy como una gimnasia cerebral para personas entradas en años, una vía de salud geriátrica, pero yo diría que, al margen de la edad, este no detenerse en el conocimiento es ante todo una gimnasia moral. Uno puede estudiar nuevos idiomas o saberes relacionados con su profesión, o puede dedicarse a lecturas literarias, históricas, biográficas... Diríamos que un profesor, por ejemplo, difícilmente puede enseñar algo a los demás si fuera del aula él mismo no hace nada por aprender.

      Copio hoy unas líneas de la escritora Cristina Grande. Relata en uno de sus textos una visita al parque del Monasterio de Piedra. Es otoño y las hojas caen entre los saltos de agua. Escribe: “Y entonces, después de una hora de paseo, sentí una extraña congoja, un sobrecogimiento que casi me impedía respirar. Mi síndrome de Stendhal no se produjo en Florencia, sino frente a un bosquecillo de hoja caduca. Entendí que tanta belleza no podría repetirse nunca y esa sensación de perfección fugaz me puso al borde del llanto”. Cambia luego de tono y se fija en otros visitantes. “Uno de ellos dijo a su mujer: ‘No creas que todo esto es natural, que aquí se ve que el agua está canalizada’. Su mujer lo miró mal

      y a nosotros nos entró la risa, una risa que sirvió para sacarnos del encantamiento que nos impedía encontrar la salida”.

dibujo

      Diríamos que lo que mueve a las personas es cierta clase de fe. Y que esa fe, por ponerle algún nombre, es lo más importante que tenemos. Es una clase de convicción en el bien, en el amor, o como uno quiera llamarlo. Sentimos entonces que no es más firme cualquier fórmula de la física que nuestra fe. Y es otra clase de fe, o quizá la misma, el presentimiento de que un día todo ha de confluir, de que las intuiciones de los poetas y de nuestros corazones son una avanzadilla de las ciencias positivas, la bengala que por

      un instante ilumina la región sobre la que el conocimiento un día encontrará arraigo.

      Es un pensamiento hace tiempo expresado por los clásicos que el bien, la belleza y la verdad forman un uno, y que solo nuestra visión limitada nos hace ver la realidad como fragmentos dispersos. Pensar que la verdad, la belleza y el bien son caras de una misma cosa es algo que siempre ha acompañado nuestra idea de humanidad.

      El hombre feliz no teme a lo que la ciencia y sus herramientas puedan un día descubrir sobre el universo o sobre nosotros mismos. Si la fe de uno le lleva a protegerse del conocimiento o de la investigación, es que su fe no tiene valor ni es la propiamente humana. Además, ¿acaso no hubo momentos de dignidad, y fueron vidas no perdidas, cuando los hombres nacieron y murieron pensando que el universo limitaba con una bóveda, o que las especies animales eran inmutables? En cierto modo, lo esencial es algo que un hombre sabe ya. Y si no, no ha de saberlo nunca.

      Los estoicos decían cosas parecidas a estas, además de su llamamiento a que cada uno se limite a hacer lo que esté en su mano y a despreocuparse de lo demás. No sé si la imperturbabilidad a la que aspira el estoico es ciertamente un ideal, pero su pensamiento de que todo forma una unidad, y de que toda frontera política es artificial, no deja de iluminarnos.

      Copio unos versos de Eloy Sánchez Rosillo. Hay un endecasílabo suyo que trata sobre esa eternidad del presente: “Cuanto existe, existió y será después”. Y se pregunta en ese poema:

      ¿Cómo iba la muerte a poner fin

      a esta fragilidad indestructible

      que en nosotros habita?

dibujo

      A propósito de los poetas, hay que decir que uno de los asuntos de los que tratan es su jardín. Ese jardín no suele ser un lugar concreto, sino que se trata de un símbolo. Ese jardín contiene una rosa que a la vez contiene la belleza del mundo, y la tierra del jardín es la tierra en que seremos enterrados, y es el jardín el universo entero, cercado por su tapia. Nuestra idea de un poeta es la de alguien que vive de un modo itinerante, a la vez que nunca abandona su jardín, por más que coja maletas y siga rutas de migraciones, congresos y exilios. Es alguien que se mueve y es alguien que no se mueve. Y es esta contradicción la propia de todo hombre, que deja de ser hombre si se detiene, a la vez que tampoco lo es si no lleva consigo alguna clase de quietud. Por más que una persona siga una vida sedentaria y común a ojos de los demás, nunca se puede decir que no esté llevando a cabo alguna