La chica de ayer. Anne Aband. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Anne Aband
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494951992
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como, por segunda vez en su vida, su primer amor se marchaba.

      Diciembre 2000

      Ya sabía que tenía que dejar de fumar, y, sin embargo, no lo hacía. Violeta se estaba poniendo muy pesada con ese tema. En el colegio le habían hablado de que era malo y ahora se tenía que esconder a fumar en el jardín de Vivian, cerca de la pequeña parra. Aun así, la niña la solía encontrar. Demasiado listilla para tener diez años.

      Abrió una de las ventanas de las escaleras auxiliares del hospital para que no se notase demasiado el humo. Una de las puertas de acceso a la planta se abrió, Eva apagó el cigarro rápidamente en el marco de la ventana y sacudió el aire.

      —No se preocupe, vengo por el mismo motivo —sonrió un hombre mientras se acomodada sentado a su lado. Se encendió un cigarrillo y echó el humo hacia la ventana.

      Ella sonrió. El recién llegado era un hombre alto, con el cabello moreno algo descuidado. Seguramente estaría acompañando a alguien. Se veían ojeras en su cansado rostro.

      —No debería fumar, sabe. A ella nunca le gustó —dijo pensativo.

      —¿Tiene algún familiar aquí? —contestó amable Eva.

      —Sí, mi esposa. Ha tenido una recaída en su enfermedad. Está en coma, pero tenía palpitaciones y la tensión muy alta, así que la traje al hospital.

      —Ah, vaya, lo siento —dijo Eva. Se escuchaban muchas historias tristes en ese trabajo. Llevaba casi dos años trabajando como enfermera en urgencias y había visto de todo.

      —Sí, y para colmo la enfermera que la cuidaba ha tenido que viajar a París, su madre está enferma y no sé cuándo volverá. Tal vez usted conozca a alguien…

      —¿En qué consiste el trabajo? —Eva tenía un contrato parcial en el hospital, tal vez fuera posible conseguir un sueldo extra.

      —Es poco trabajo. Hay que venir una vez al día para tomarle las constantes, ver que todo está correcto y administrarle alguna medicación. No más de una hora al día. Y pago bien. —La miró esperanzado.

      —Bueno, yo he estudiado enfermería en la universidad de Pontoise. Cuando acabé hice las prácticas aquí y tengo contrato parcial. Me vendría bien algún ingreso extra, la verdad.

      —Sería estupendo. Espero que en unos días den de alta a Camile y quizá pueda comenzar a trabajar ese mismo día o al día siguiente. ¿Tiene usted vehículo?

      —Sí, vivo con mis tías y ellas no usan su coche. ¿Es que está muy lejos su casa?

      —No, no, para nada. Vivo a las afueras en una casa grande. A mi esposa la cuidan día y noche dos señoras.

      —¿No se ha planteado ingresarla en algún sitio? —preguntó Eva.

      —No —dijo él entristecido—. Ella está en su casa, en su hogar. Sé que ahora no es más que un vegetal, pero siempre queda esperanza, ya sabe.

      —Lo entiendo. A todo esto, me llamo Eva Sánchez. —Le tendió la mano.

      —Soy Jean Paul Duchamps. —Él se la estrechó—. Se lo agradezco. Por supuesto le haré un contrato. No quiero ser indiscreto, pero ¿tiene familia?

      —Sí, tengo una hija de diez años y vivo con mis tías cerca del museo Pissarro, en una casa con jardín.

      —Tome mi tarjeta, piénselo bien, creo que la he cogido un poco de repente —sonrió. Tenía una bonita sonrisa—. Si acepta, llámeme cuando quiera.

      —Gracias, señor Duchamps.

      —Por favor, Jean Paul. Si vamos a trabajar juntos, es mejor así.

      —Tengo que seguir trabajando, muchas gracias por la oportunidad.

      Eva sonrió y se metió en la planta. Tenía guardia de nuevo. Como era el último día del año, se pagaba mucho mejor, y aunque Violeta había protestado un poco por no tomar las uvas con ella, la había convencido diciéndole que en primavera irían a Disneyland París. Si aceptaba este trabajo, podría ahorrar lo suficiente para llevarla. Se sintió feliz por ello.

      Bajó a urgencias donde ya la estaban echando de menos. Se hizo cargo de su ronda y pasó por las habitaciones para comprobar las constantes. La última habitación era de una paciente, miró el historial. Camile Faucher, ¿sería ella?

      Entró en la habitación. Era una mujer que seguramente en su momento había sido muy bella. Estaba consumida por su enfermedad, padecía esclerosis sistémica y ahora tenía insuficiencia respiratoria. Por lo visto, hacía seis meses que había evolucionado y caído en coma. ¿Sabría el esposo que no tenía posibilidad de curación? Eva la miró con pena mientras le tomaba la tensión. Allí estaba, conectada, y él seguía aferrándose a su vida. A veces era mejor dejar marchar.

      La puerta se abrió y entró Jean Paul. Le sonrió levemente.

      —¿Ya ha comenzado a trabajar?

      —Bueno, esto es parte de mi trabajo actual. Ella está bien ahora mismo.

      Eva se retiró saludando con la cabeza. Camile tenía cerca de cuarenta años y parecía que tuviera sesenta. Él no tendría más de cuarenta tampoco y había hipotecado su vida para atenderla. Eso sí que era amor, alguien que no te deja, estés como estés. Eva quitó recuerdos de su pasado con un leve movimiento de la cabeza y siguió trabajando.

      Junio 2002

      Los campos de lavanda recién florecida invitaban a caminar entre las ramas e impregnarse de su maravilloso olor. Ya se conocía esa ruta, la llevaba recorriendo casi dos años, desde su casa a la de Jean Paul. Hoy, una curiosa Violeta la acompañaba, asomando la cara por la ventanilla e intentando coger alguna de las plantas que se mecían por el suave viento.

      —Por favor, mami, quiero coger unas ramitas. Seguro que a la señora que cuidas le gustarán —insistió ella.

      Eva paró el coche en un lado del camino y dejó salir a la niña, que se lanzó por los campos de lavanda, pasando la mano por las flores y frotándose la cara. Sonrió sin poder evitarlo. Cogió algunas ramitas florecidas aquí y allá, aunque la verdad es que Camile no iba a notar el olor. Ya le había explicado a su hija que la señora estaba inconsciente, como dormida. Aunque pareció entenderlo, ahora comprobaba que no lo había hecho del todo.

      Si no hubiera sido porque Vivian y Caroline tenían ese día una excursión a un monasterio y Violeta se había negado a ir, tampoco se la hubiera llevado. La casa de Jean Paul era impresionante, un magnífico edificio familiar que había pasado de su abuelo a su padre y quién sabía hasta dónde se remontaba la herencia.

      Cuando aceptó el trabajo, hacía dos años, no sabía que Jean Paul Duchamps era uno de los empresarios más poderosos del norte de Francia, dueño de una fábrica de algún tipo de material para construcción de pisos, algo así como un aislante, le había explicado. Lo bueno era que la fórmula había salido de su departamento de I+D, que era básicamente él y su hermano. Por tanto, lo patentaron y, a partir de entonces, el ascenso fue imparable.

      Se sintió asombrada y un poco pasmada cuando entró en la casa, tan grande, tan elegante y sin aprovechar. Se habían planteado tener hijos, cuando ella cayó enferma y se acabó. En el fondo, le daba un poco de pena.

      Se encendió un cigarrillo mientras Violeta seguía saltando entre las flores. Jean Paul era un tipo atractivo: encanecido prematuramente, tenía un rostro muy interesante, muy francés, con una nariz prominente y los ojos color acero. Debía ser muy hábil en los negocios, pero cuando se ocupaba de su esposa, era absolutamente tierno y cuidadoso. Y eso la había conquistado.

      Llevaba mucho tiempo sin salir con hombres, porque sí, había tonteado con alguno, pero nunca quiso formalizar ninguna relación. Poco a poco había comenzado a sentir algo por Jean Paul y creía que él también por ella. Sin