La chica de ayer. Anne Aband. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Anne Aband
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494951992
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y sacaba lo suficiente para un mes. Los bares se la rifaban, el escote de Eva era lo más comentado de la noche y los chicos acudían como moscas.

      Se dio una ducha y se desenredó el pelo. Después lo trabajó para que cayera en cascada sobre su espalda y mientras escuchaba la canción Sola de Olé Olé, cantó en voz alta, se puso unos vaqueros pitillo, un cinturón ancho que marcaba su figura y hacía que su abundante pecho sobresaliera más y la camisa blanca de su prima. Se pintó un poco y se puso las manoletinas. Era alta y a los chicos les gustaba que no lo fuera más que ellos. Parecía la inocente Sandy de la película Grease, aunque por dentro era la de las mallas negras.

      Su madre arqueó una ceja al verla, pero siguió sin decir nada. Y, como siempre, su padre ni levantó la mirada, hundido en un libro de los suyos sobre pájaros.

      Ya le daba igual su familia. Hoy estaba dispuesta a triunfar con Nico.

      Nicolás Santamaría era un chico guapo, y no solo eso, sino que lo sabía y se lo creía. No era muy alto, no llegaba al metro ochenta deseado desde pequeño, pero sobrepasaba a la mayoría de las chicas. Algunas de ellas, las que él no miraba, decían que era un poco paticorto. Pero era justo el tipo de chico que a ella le gustaba. Tenía el pelo castaño claro y siempre lo llevaba engominado hacia atrás, lo que hacía que se le oscureciera un poco. Sus ojos eran azul claro y sus labios gruesos. Elena decía que se parecía a Paul Newman, pero ella creía que no. Era más como Charlton Heston, más sexy, más salvaje. Y todas, absolutamente todas, darían su mano derecha por enrollarse con él. Decían que era mayor, pero nadie sabía su edad. Estaba estudiando Empresariales porque su padre tenía un concesionario, el de Mercedes, así que, además, llevaba habitualmente varios billetes de cinco mil pesetas en la cartera.

      Era perfecto. Eva soñaba con ser la novia de un chico así, tan guapo y con dinero. Sería ideal para que su madre viera que no era una oveja perdida. Desde que lo vio por primera vez no había parado hasta descubrir dónde quedaba, qué hacía y, en general, todos los datos que pudo averiguar de él. Hoy sería su representación final.

      Elena se divertía siguiéndola en todas sus locuras. Era como la hermana que nunca había tenido y cuando iba a su casa a comer o a dormir, Eva pedía a sus padres que la adoptaran. Ellos se reían, pero entendían la situación. No prohibían hacer nada a Elena porque confiaban en ella. En su casa tampoco es que le prohibiesen todo, pero el motivo era que no les importaba. Eran profesores de universidad, ella en la facultad de Magisterio, él en la de Derecho, y habían criado a dos hijos sanos e inteligentes. A veces, Eva se sorprendía de que Elena fuera su amiga. Era guapa, inteligente y tan amable y comprensiva que daban ganas de llorar. Siempre estaba tranquila y calmaba el mal humor de su amiga con sus padres.

      Eva vivía en el paseo María Agustín, a quince minutos de su destino, así que se fue andando hasta la plaza Aragón. Recibió algún silbido y dos o tres piropos de los militares que paseaban en grupo por las aceras del paseo Independencia. Estaban de permiso y bajaban en la línea de autobús número treinta desde el cuartel. Se notaba porque iban todos con el pelo rapado y de caza: de caza de niñas pijas con las que enrollarse, y si había suerte, echar un polvo, aunque la mayoría de esas chicas no se dejaban. Era difícil encontrar a alguna que se dejase hacer algo más allá del magreo y los besos con lengua. En 1989, las chicas «decentes» no hacían eso. Hoy no le interesaban en absoluto, así que los ignoró y ellos buscaron otra presa a la que perseguir.

      Elena ya estaba esperando. Vivía en el paseo de la Constitución, a dos pasos de la plaza.

      —¡Estás muy guapa, Eva! Deberías ir siempre así, de pija. Te pega. —Elena abrazó a su amiga, que la miraba enfurruñada.

      —No te pases. Esto solo es un disfraz. Si le gusto, será de Madonna y no de Sandy. —Por fin sonrió, no podía evitar querer a su amiga.

      —He pasado por delante del bar Derby y ya está jugando a las cartas. Mira, si quieres hacemos una cosa. Entras tú la primera y te sientas en la barra, yo me doy una vuelta y luego aparezco, así le da tiempo de fijarse en ti.

      —¡Qué enrollada eres! —Eva abrazó de nuevo a su querida y única amiga—. No sé qué haría sin ti.

      Se fueron caminando hacia el bar por la calle Arquitecto Yarza y se despidieron por el momento. Eva entró en el bar donde había un par de grupos de chicos jugando a las cartas. No era un pub, sino un bar normal de los de toda la vida, pero como estaba justo en la zona pija y abría antes que cualquier otro, los que querían echar la partida, iban allí.

      Eva estaba bastante nerviosa, aunque no quisiera reconocerlo. Le sudaban las manos como cuando tenía un examen. Se sentó en una de las sillas altas de la barra y pidió un café solo con hielo. No había ninguna otra chica, así que todos la observaron con detenimiento, seguramente para ponerle nota. El hermano de Elena le había dicho que los chicos hacían eso.

      Nico estaba sentado en la segunda mesa, justo de cara a la puerta, así que tenía que haberla visto entrar. Miró el reloj de pulsera como si estuviese esperando a alguien y después hacia la calle. El teatrillo completo. Allí no pasaba nada. Los chicos siguieron jugando a las cartas sin hacerle ni caso. Tenía que probar otra táctica.

      —¿Los servicios, por favor? —le preguntó al camarero. Este le indicó con la cabeza una puerta que estaba justo detrás de Nico. La suerte quizá cambiara.

      Entonces entró Elena. Se dieron unos besos un poco escandalosamente y todos las miraron. Elena se pidió un Trina de naranja y se sentó en la banqueta de al lado. La miraba de forma interrogativa y Eva negó con la cabeza.

      —Elena, voy al baño, espérame, ¿vale?

      Esta asintió y miró a su amiga. Siempre le decía que valía para actriz. Eva pasó contoneándose hacia el baño, pero de forma natural, como si no pudiera evitarlo. Al llegar donde estaba Nico, se paró delante y sonrió.

      —¿Me dejas pasar al baño? —dijo con suavidad, imitando la dulzura de su amiga Elena.

      Él se levantó caballerosamente, aunque podía haber pasado sin problema. Se miraron a los ojos y Eva pasó dentro. No podía creérselo. Él la había mirado, y apreciativamente, según pudo comprobar.

      Salió enseguida, no fuera a pensar que estaba haciendo algo más que pis y comprobó que él no se había sentado todavía.

      —Gracias, esto…

      —Nico. Soy Nico. ¿Y tú… te llamas?

      —Me llamo Eva. —Se quedó parada sin saber qué hacer, y como él no decía nada más, hizo el gesto de girarse para marcharse con Elena, que la miraba con ojos brillantes.

      —¿Vas a ir luego por Green, por la discoteca? —Nico la paró.

      —Seguramente, nos gusta mucho bailar —contestó Eva tímida.

      —Entonces nos vemos allí luego y te invito a algo, ¿sobre las siete?

      —Quizá… —sonrió, pero no de forma descarada, sino con los ojos bajitos y sin enseñar los dientes.

      Se reunió con su amiga intentando no saltar de alegría y después estar un ratito hablando, pagaron las consumiciones y salieron del bar. Nada más volver la esquina de la calle, ambas comenzaron a dar grititos de emoción.

      —Tía, ¡qué pasada! Te lo has ligado. —Elena la abrazó y después comenzó a saltar sin soltarla.

      —¡Que me despeinas, tonta!

      —Anda, vamos a la cafetería del Corte Inglés a merendar y me cuentas todo.

      —No hay mucho que contar, pero vamos.

      Se dirigieron hacia el Corte Inglés del paseo de Independencia para meterse en uno de los pocos sitios donde se estaba fresco en toda la ciudad. Con treinta y dos grados a las seis de la tarde, las escaleras mecánicas subían y bajaban repletas de gente que pasaba el rato en los grandes almacenes. Subieron hasta la sexta planta, donde estaba la cafetería. Se sentaron en una mesa y se pidieron unos sándwiches