Homo sapiens. Antonio Vélez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Vélez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Математика
Год издания: 0
isbn: 9789587149036
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de clases y relaciones, pero sobre los objetos concretos, manipulables: el niño conoce el camino que conduce a la escuela, pero es incapaz de describirlo en palabras. Durante esta tercera etapa el niño puede resolver los llamados problemas de conservación, así: a los 8 años, aproximadamente, puede entender que al deformar un pedazo de arcilla la masa total permanece invariante o constante (“conservación de la materia”). El niño debe esperar dos años más para entender que la arcilla pesa lo mismo antes y después de su deformación (“conservación del peso”). Y para llegar a entender que la arcilla ocupa el mismo volumen (“conservación del volumen”), aunque se la aplaste en formas muy delgadas, se requieren dos años más. Algo interesante de estas tres subetapas de conservación es que muestran una total independencia del contexto cultural, lo que permite inferir que en su base existe una importante influencia genética.

      La última etapa de Piaget comienza alrededor de los 11 años (estas edades son promedios para los niños de Ginebra y pueden diferir un poco en otras culturas) y es conocida como la etapa de las “operaciones formales”. Los niños son ahora capaces de manejar una lógica sobre enunciados verbales, se pueden poner imaginariamente en el punto de vista del otro (los autistas y más de un adulto parece que nunca lo logran) y, en general, son capaces de manipular un conjunto de proposiciones de manera puramente formal y abstracta.

      Innatismos en el gusto y el olfato

      Se han realizado experimentos para conocer si las ratas son capaces de llegar de manera natural a una dieta balanceada. Se les ofrece a los animales bajo control una serie de alimentos muy variados y se lleva un registro preciso de la cantidad de cada nutriente consumido. Como es de suponer, si se acepta el carácter adaptativo de las conductas animales, las ratas, de modo completamente intuitivo, consumen los alimentos en cantidades tales que logran balancear su dieta a perfección. Con humanos también se han llevado a cabo experimentos similares y los resultados han sido muy parecidos. Sería difícil imaginar la supervivencia de una especie que no tuviera programado el mecanismo de balanceo dietético de manera innata. El hombre, en particular, solo en las últimas décadas, ha entendido científicamente lo que significa un nutriente y lo que es una dieta balanceada (en las culturas avanzadas tecnológicamente, claro está); el resto de su historia se las ha arreglado consumiendo lo que su estómago sabiamente le ha sugerido entre la variedad disponible en cada región.

      Las futuras madres suelen tener antojos gastronómicos insólitos. Se han visto mujeres embarazadas raspando cal de las paredes y consumiéndola con deleite, o desviviéndose por una simple y poco apetitosa cáscara de huevo. En Java —se cuenta—, antiguamente las mujeres preñadas consumían con gran apetito bloques cuadrados de arcilla blanca. Se sospecha que algunos de los antojos del embarazo son respuestas automáticas a carencias dietéticas específicas creadas por la gestación. Podría deducirse de ahí que la búsqueda anormal de un nutriente muy específico puede ser la clave que nos conduzca a descubrir una deficiencia nutricional, también muy específica.

      El neurosiquiatra Jacob Steiner realizó, con centenares de niños de diferentes razas, una sencilla prueba de sabores, justo después de nacer y antes de que los bebés hubieran probado la leche materna. Los bebés que recibieron agua azucarada mostraron satisfacción; ante unas gotas de solución de ácido cítrico respondieron con gestos de molestia; y cuando se les hizo probar una solución de sulfato de quinina, de sabor muy amargo, los bebés manifestaron desagrado y rechazaron con energía las gotas suministradas. Dado que los niños sometidos a la prueba no habían tenido tiempo de recibir ninguna influencia cultural, esta experiencia nos demuestra que tanto los gestos de agrado o desagrado, como las decisiones de aceptación o rechazo a los alimentos, son conductas innatas (criterios gustativos preprogramados) a partir de las cuales se construye el rico mundo gastronómico del adulto.

      Nadie discute el enorme peso que tiene el factor cultural en la apreciación de los olores. Esto nos puede inducir a pensar equivocadamente y, de hecho, son no pocas las personas que así lo sostienen: es decir, que en el aspecto olfativo lo agradable o desagradable es una cuestión cultural completamente relativa y arbitraria. Basta que nos habituemos a un olor que en nuestra cultura sea tenido por agradable —dicen los que así piensan— y terminaremos considerándolo agradable; algo similar, se espera, ocurriría con lo desagradable.

      Existe realmente cierta relatividad en la apreciación de los olores, fácil además de probar en el laboratorio, pero tiene su rango de validez bien determinado y de ninguna manera es ilimitado ni por completo arbitrario. Lo cultural puede inclinarnos por el olor del pino o por el de la lavanda, puede hacernos preferir el del jazmín al de la rosa e, inclusive, puede hacernos tolerable, y hasta agradable a veces, el olor de los mariscos o del pescado seco (los pueblos pescadores se acostumbran a estos olores y terminan sintiéndolos agradables, o neutros, por lo menos). Pero ¿podrá lograrse, manipulando convenientemente las variables culturales normales, que un ser humano prefiera el olor de la carne en avanzado estado de descomposición al perfume de las rosas? ¿Será posible enseñarle a un niño normal a percibir como aroma agradable el olor de los huevos podridos o el de los excrementos humanos? Es difícil que las respuestas correctas sean las afirmativas. De todo el mundo es bien conocido el universal y enorme desagrado y repugnancia que nos producen los excrementos humanos, para no mencionar los del perro.

      El profesor Steiner, después de la prueba de los sabores, realizó un experimento complementario: sometió a los mismos bebés recién nacidos a una prueba olfativa y encontró que los criterios para clasificar los olores en agradables y desagradables, fragantes o fétidos, ya están preformados al nacer, lo que concuerda perfectamente con las teorías del olor. Se han hecho varios intentos para explicar la forma como percibimos el olor, todos ellos basados en la existencia de sensores olfativos específicos para determinadas clases de estímulos químicos, especies de “olores fundamentales”. Una de las teorías más aceptadas, propuesta por el sicólogo J. E. Amoore (Day, 1977), admite la existencia de un “arco iris aromático” con siete olores básicos, en correspondencia con siete clases de sensores olfativos, localizados en las fosas nasales y que funcionan selectivamente de acuerdo con las propiedades estereoquímicas (tamaño y forma de las moléculas) de las diferentes sustancias olorosas. Entre los siete olores básicos se encuentran el perfume de las flores, el olor de la menta y el olor a podrido. Debe añadirse que en las otras teorías propuestas siempre aparecen como básicos el olor fragante de las flores y el apestoso o nauseabundo de los productos orgánicos en descomposición.

      El olor a tostado produce gran placer, mientras que el olor a quemado —para no hablar del humo— dispara de inmediato nuestras alarmas —y las de multitud de animales— y nos dispone a buscar la causa o a salir huyendo. Con muchos animales coincidimos en la apreciación de los malos olores, como si hubiera olores universalmente desagradables. La mofeta o zorrillo se caracteriza por el olor fétido de una sustancia que procede de sus glándulas anales y que expele cuando se siente amenazada. Algunas especies giran su espalda, elevan sus colas y disparan la sustancia olorosa a distancias de entre dos y tres metros. Es tal el desagrado que produce el olor de las sustancias pestilentes de las mofetas, para todos sus enemigos, incluidos los humanos, que con eso les basta para no ser atacadas. Una defensa similar la utiliza el milpiés Julus terrestris, animal que exuda una sustancia maloliente para el olfato humano y también para el de sus enemigos naturales más frecuentes, por lo cual le sirve de eficaz defensa contra ellos.

      Puede encontrarse una razón adaptativa para explicar la no relatividad ilimitada de lo olfativo. Sabemos que el consumo de productos descompuestos o contaminados con excrementos conduce con bastante frecuencia a resultados fatales, aun en pleno siglo xxi, cuando contamos con recursos médicos tan avanzados. Recordemos que, para el cólera, las aguas y los alcantarillados hacen el papel de intermediarios. Al aumentar la virulencia, la diarrea aumenta, y así aumenta también la propagación por intermedio de las aguas negras. Tampoco olvidemos que el virus del ébola se transmite a través de los fluidos corporales y los excrementos de una persona infectada. Como sucede con otras fiebres hemorrágicas, las víctimas suelen sufrir sangrados masivos, por lo regular letales. No nos extrañe, entonces, la repugnancia natural —universal humano ya comentado— a todas las sustancias que emanan del organismo: excrementos, orina, flema, pus...

      El olor de los huevos podridos y el de la carne en descomposición produce en todos los humanos