Se ha encontrado en todos los grupos humanos que cuando alguien forma parte de un grupo tiende a dejarle el esfuerzo a los demás, “tira con menos fuerza de la cuerda, aplaude con menos entusiasmo, y aporta menos ideas en una sesión de tormenta de ideas, a menos que sus contribuciones al grupo sean registradas”, agrega Pinker (2002), el sabio. También se encuentran, donde quiera que haya seres humanos, la xenofobia, el racismo, la venganza, la hostilidad hacia otros grupos, incluyendo violencia y asesinatos; asimismo, la formación de coaliciones violentas entre varones. Son también universales la prohibición del asesinato y la violación, así como las sanciones severas para los que infrinjan tales mandatos. El localismo y su ampliación natural, el nacionalismo, tan importantes para el éxito de los juegos olímpicos y los deportes profesionales, son epidemias de cubrimiento planetario. Albert Einstein diagnosticaba: “El nacionalismo es una enfermedad infantil. El sarampión de la humanidad”. La figura 7.2 muestra titulares de prensa relacionados con esto.
Figura 7.2 Titulares de prensa
Residuos arcaicos
Existen varias formas de conducta exhibidas por el hombre actual, reliquias de origen prehumano, o humano muy antiguo, que por razón de la lentitud del mismo proceso evolutivo, o por haber tenido hasta hace poco tiempo —en términos evolutivos— alguna ventaja adaptativa, permanecen aún en nuestro genoma. Reconozcamos que la mente humana es una especie de palimpsesto biológico: generaciones y generaciones han escrito en ella, lo más viejo, más borroso y débil, pero siempre presente (esto mismo puede afirmarse del genoma humano).
Darwin (1977) afirmaba: “Los órganos rudimentarios pueden compararse con las letras de las palabras que aún figuran en su ortografía y han acabado siendo fonéticamente inútiles, pero aportan una pista para la localización de su origen”. El aprendizaje molecular o evolutivo es lento, e igualmente lento es desaprender en ese mismo sentido. Las estructuras y características con base genética, desarrolladas para hacer máxima la eficacia reproductiva en un nicho dado, tienden a permanecer por un tiempo adicional y, a veces, más de la cuenta. Raras son las que se extinguen definitivamente, muchas las que apenas se desvanecen y se manifiestan como vestigios, siglos después y cuando ya no presentan ninguna funcionalidad o no aportan nada a la eficacia biológica en las nuevas condiciones.
La mayoría de los mamíferos nadan con soltura sin haber recibido nunca una lección. Es probable que sea un conocimiento de antiquísimo origen anfibio, lastimosamente ya extinguido por completo en el hombre moderno. Lastimosamente, porque muchos niños mueren ahogados cada año a causa de esta lamentable pérdida. La ballena de Groenlandia conserva rudimentos de pelvis y patas posteriores, y lo mismo ocurre con la boa y la serpiente pitón. La foca es un caso tal vez único, que además nos ilustra en vivo los extraños caminos seguidos por la evolución: su arquitectura ósea es la de un típico cuadrúpedo terrestre, pero ahora está adaptada a la vida marina (figura 7.3), sólido argumento contra los creacionistas, quienes alegan que en la naturaleza no existen formas intermedias.
Figura 7.3 Las focas conservan todavía la arquitectura ósea de cuadrúpedo terrestre
Los vestigios arcaicos aún presentes en el hombre moderno son numerosos. El lanugo o vello de los recién nacidos nos recuerda que alguna vez fuimos primates peludos (figura 7.4). Las raíces profundas de los caninos, por su desproporción, nos revelan un pasado remoto de colmillos amenazantes. Las problemáticas muelas cordales son anacronismos dentales que ya no encuentran cabida en un maxilar que se ha acortado demasiado con el fin de liberar espacio al cerebro en expansión. La presencia en nuestro intestino de la enzima trehalosa puede ser otro vestigio, esta vez de un pasado remotísimo, cuando los insectos formaban parte sustancial de nuestra alimentación, pues la enzima tiene la función exclusiva de digerir el azúcar trehalosa, abundante en sus caparazones (Campillo, 2004).
Figura 7.4 Embrión humano a mitad de la gestación
Hay dos claros vestigios de nuestro paso por la selva: el llamado “reflejo de prensión” o capacidad prensil que exhiben los bebés hasta los seis meses de edad, sin utilidad conocida, y el “reflejo del paracaídas”, que aparece después del noveno mes y que hace que el niño, de manera automática, se prepare para atenuar las caídas. Otro vestigio del pasado es la llamada “respuesta de sobresalto”, el más elaborado de los reflejos: una fracción de segundo después de oír un ruido fuerte e inesperado, los ojos del bebé se cierran, la boca se abre, la cabeza cae, los hombros y brazos se hunden y las rodillas se doblan ligeramente, como si el cuerpo se preparara para absorber un golpe inminente. Otro vestigio notable se relaciona con la natación: los bebés apenas con una semana de nacidos pueden nadar, pero a los cuatro meses pierden tan curiosa habilidad (Morris, 1980), mientras que la mayoría de los mamíferos la conservan toda la vida (figura 7.5).
Figura 7.5 Los niños recién nacidos pueden bucear y nadar
Los músculos para erizar el cabello en momentos de miedo intenso deben corresponder a una adaptación muy antigua, con el fin probable de aparentar un mayor tamaño frente a los adversarios. De la misma época pueden provenir los músculos que erizan los vellos de todo el cuerpo cuando hace frío —“piel de gallina—, con el fin de aumentar la capa de aire retenida entre la piel y el pelambre, y servir así de aislante térmico. Anotemos que al volvernos monos desnudos esta función se ha tornado desadaptativa, pues la tensión de los pequeños músculos significa un desperdicio de energía y los levantamientos de la piel aumentan su área y, con ello, las pérdidas de calor (al aumentar la superficie expuesta). Pero quizás el atavismo más impresionante lo represente el llamado “síndrome del hombre lobo”. Debido a un gen localizado en el cromosoma X, los portadores presentan una excesiva abundancia de vellos en la cara y en el cuerpo: es un regreso al pasado, cuando aún éramos monos peludos.
Temores innatos
No hay ninguna duda, el temor tiene una función adaptativa muy bien definida. Al igual que el dolor, el miedo representa una protección para el individuo. Y el susto aumenta los niveles de adrenalina, y con ello también recibe un acicate el siempre útil aprendizaje de evitación. La tendencia a paralizarse de miedo puede ser adaptativa, un residuo atávico, pues de cierto modo nos hace menos visibles, amén de que detiene la acción, pausa que en más de un caso nos permite tomar una decisión apropiada. Destaquemos que la parálisis como respuesta al miedo es universal y cobija al hombre y a una amplia variedad de especies animales.
La habilidad para desarrollar miedos de manera selectiva es un importante componente del instinto. Quizá se deba a que aún existen imperativos fisiológicos y sicológicos que ningún sistema de aprendizaje borra con facilidad (Dubois, 1986). Se sabe que las fobias responden selectivamente a diferentes drogas, como si fueran administradas por circuitos neuronales diferentes. Pinker (1997) dice: “Los temores aparecen de forma selectiva, a las ratas, por ejemplo, pero no a las gafas. No hay fobias a las tomas eléctricas, ni a los martillos”.
El conjunto de elementos a los cuales les tememos de manera natural es amplio: el fuego, las tempestades, las tormentas eléctricas, las enfermedades, los animales y la muerte. Se destacan tres temores que son ancestrales, compartidos con algunos primates: a la oscuridad, a la altura y a las serpientes. El temor a la oscuridad, experimentado por todos los niños del mundo y por la mayoría de los adultos, es muy explicable y tiene carácter adaptativo en especies de vida diurna y cuyo sentido predominante es la vista. El hombre, debido a su pobre olfato y a su oído de baja sensibilidad, en la oscuridad es una criatura indefensa. Por tanto, una forma de comportamiento que tienda a inmovilizarlo durante las peligrosas horas de la noche tendrá una fuerte repercusión adaptativa y, en consecuencia, puede esperarse que haya sido seleccionada y fijada en el patrimonio hereditario humano. Los especialistas del suspenso en el cine conocen muy bien