Los papiones y chimpancés, a pesar de vivir en grupos de vínculos estrechos, cuando salen en sus cacerías diarias en busca de alimento dejan abandonados o rezagados a todos los enfermos o disminuidos físicamente, desconsideración que los convierte en presas fáciles para los depredadores. El campamento base, germen de las futuras ciudades, se erige así en un descubrimiento humano de incalculables ventajas adaptativas.
El lenguaje, cualquiera que hubiera sido su forma particular en los comienzos, debió de operar como agente reforzador de los lazos afectivos entre los miembros del grupo. En lugar de pasar largas horas dedicados a la desparasitación y el acicalamiento, como lo hacen todos sus parientes primates, los homínidos pasaban el tiempo de descanso conversando con sus compañeros. Entre parejas, las palabras cariñosas y tiernas crean efectos sicológicos nuevos y mágicos, afrodisíacos en los momentos del amor, desconocidos por completo en el mundo sin palabras de los animales. Los hombres modernos heredamos, indudablemente, esta antigua capacidad, y es así como el conversar por el solo placer de conversar ocupa, después de la actividad de dormir, el mayor porcentaje de nuestro tiempo, mucho mayor que el gastado en comer o en hacer el amor. Algunos dicen que el chisme, al cual somos proclives todos los humanos, sirve de cemento a los grupos sociales. Un antropólogo, Robin Dunbar, resalta el hecho de que los humanos usamos el lenguaje no solo para comunicarnos información útil, sino, más que todo, para el chisme banal. Se pregunta: “¿Por qué diablos en este mundo dedicamos tanto tiempo a tan poco?”.
Desde el punto de vista de la evolución, se abre una posibilidad para la especie: el dimorfismo sexual. Las hembras, libres de la carga física de la cacería, pueden especializarse anatómica y fisiológicamente de acuerdo con las labores que les corresponden. La pelvis se ensancha y las caderas se hacen más amplias para facilitar el parto, en una especie cuyo cráneo es cada vez más voluminoso, paso que compromete un poco el bipedismo, como lo han probado los expertos en locomoción (Napier, 1967). La hembra adquiere un caminado seductor, pero debe para ello rotar un poco las caderas, lo que significa un gasto energético adicional. Los machos, eximidos casi por completo de la carga reproductiva, pueden conservar sus caderas estrechas y obtener así una mayor eficiencia en la carrera y en la marcha, mientras sus espaldas se amplían el ritmo metabólico se incrementa, aumentan el peso y la altura, y los músculos del torso se fortalecen para hacer más potente el lanzamiento de piedras y palos.
En cada sexo se producen modificaciones anatómicas y fisiológicas en la dirección que produce mayor eficiencia en el desempeño de sus funciones naturales. Esas transformaciones dimórficas son las que le dan ventaja al varón en las pruebas atléticas y en las de lanzamiento, pero hacen que sus movimientos sean simples y faltos de gracia. Los de la mujer, por el contrario, son más armoniosos y plásticos, lo que explica su indiscutida superioridad en la gimnasia olímpica. Huesos más livianos y una mayor capa adiposa explican por qué la mujer es casi invencible en las pruebas de natación de largo aliento e intenso frío, como es el caso del cruce del Canal de la Mancha.
A la par que las modificaciones anatómicas y fisiológicas, es normal que se hayan producido también modificaciones sicológicas. La evolución es por principio oportunista e incansablemente perfeccionista. Si se presenta la ocasión para un tipo cualquiera de modificación adaptativa, resulta muy probable que esta ocurra. Todo lo que se pueda dar y sea adaptativo se da. Aquellos cambios sicológicos que en cada sexo mantengan alineadas las preferencias con las necesidades hacen que el aprendizaje y la ejecución de los roles sean expeditos, agradables y eficientes. Por ejemplo, el trabajo esclavizante demandado por los bebés exige recompensas sicológicas intensas, que deben ser, obviamente, suministradas por las mismas criaturas y recibidas por las madres, quienes deben estar sintonizadas emocionalmente para ello.
El entrenamiento exigente y el estado físico requerido por un prehomínido para poder participar con eficacia en una cacería, solo eran posibles al contar con una gran apetencia por las actividades atléticas, y exigía, además, que dicha apetencia se manifestara desde muy temprano. Jane Lancaster (1975) nos recuerda que las relaciones adaptativas importantes no pueden confiarse a la simple experiencia o evaluación racional; deben estar sólidamente apuntaladas en las emociones.
La caza mayor, practicada por el prehombre y por el hombre primitivo, cuando solo disponían de armas muy elementales, tuvo que exigirles una labor conjunta muy bien coordinada. Una vez capturada la presa, era necesario descuartizarla, prepararla y transportarla hasta los sitios de descanso ocupados por los ancianos, las hembras y sus pequeños. Una presa grande podía servir para alimentar a varias familias y de nada servía guardarla para unos pocos, pues sin medios de refrigeración la carne se descomponía en plazo muy breve. Por eso, la buena acción de compartir se metió de lleno y para conveniencia colectiva en la vida de nuestros antepasados, y la caza fue su pretexto principal. No se pierde lo perdido y se ganan el agradecimiento del prójimo y la probable recompensa futura. Sin excedentes, por el contrario, se debilita el sentimiento de cooperación y se refuerzan los impulsos egoístas. Recordemos que ni los herbívoros ni los recolectores comparten, ni siquiera con sus hijos. Solo el hombre y los carnívoros sociales comparten las presas obtenidas.
El altruismo recíproco, esto es, dar ahora con la esperanza de recibir más tarde, pudo muy bien haber aparecido durante esta fase evolutiva humana, pues tal virtud social le da gran fuerza de supervivencia a quienes la practican; sin embargo, para que funcione con máxima eficacia deben evolucionar, de forma conjunta, la generosidad, apoyada en el sentimiento del placer al dar, y la gratitud, apoyada en el sentimiento de deuda al recibir. Estos dos sentimientos se engranan entre sí, de modo que el altruismo recíproco forma un sólido mecanismo adaptativo que al final, y como subproducto, se encargará de producir una distribución más uniforme de los recursos disponibles y le permitirá de ese modo al homínido sobreponerse a los angustiosos momentos en blanco del azar alimentario.
Para cerrar este capítulo, destaquemos la importancia evolutiva que tuvo la formación de grupos familiares alrededor de los padres. Parece lógico suponer que la familia prehomínida debió de tener una estructura semejante, y que tal organización pudo ser la más apropiada para un eficiente aprovechamiento del nicho de caza-recolección. Algunos antropólogos creen que la familia conyugal es la mejor manera de conseguir que los grupos se mantengan balanceados en cuanto a su composición por sexos, y así puedan aprovechar de manera óptima la división del trabajo. Una familia con muchas hembras y pocos machos, fenómeno muy común entre primates, va a tener exceso de descendientes y deficiencia de proteínas, mientras que la familia construida sobre una pareja macho-hembra produce de forma automática una distribución equilibrada de los sexos y crea, como novedad en el mundo animal, el papel de padre-esposo (entre primates no humanos, los machos solo desempeñan el papel de padre).
Figura 7.0 En la Torre CN de televisión, en Toronto, el visitante puede poner a prueba la existencia del temor natural a la altura, caminando sobre una plataforma de cristal situada a trescientos cuarenta y dos metros sobre el nivel de la calle
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Genoma y conducta
Déjenlos crear tormentas marinas
Con solo agitar sus blancas mantas
O soñar con pájaros no vistos.
O convocar a la noche en pleno día
Con solo esconderse
En lo profundo de un armario
Juan Manuel Roca
Todos los mandatos programados en el genoma poseen una característica que les otorga gran fuerza, aunque sean intrínsecamente débiles: pueden actuar como preceptores sobre el