El autobús de la miel. Meredith May. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Meredith May
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788417893774
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en el desierto de Big Sur) y luego se reunían todas las noches en la mesa donde él comía en silencio mientras ella daba una conferencia sobre una lista interminable de temas. El abuelo admiraba su mente, aunque él también tenía un apetito olímpico y podía llenar su plato cuatro veces de una sentada. Esto lo convirtió en un excelente escucha.

      Ajustarnos a los horarios de nuestros abuelos no nos tomó mucho tiempo a Matthew y a mí. La abuela prefería tomar su coctel de la tarde recostada. Después de un día entero de enseñarle gramática y aritmética a una sala llena de estudiantes de quinto grado, su primera tarea del día era prepararse un Manhattan y reclinarse sobre la alfombra anaranjada de la sala de estar, con la cabeza apoyada en una almohada y con el periódico extendido ante ella. A estas alturas, ella me había enseñado a hacer su bebida y me agradaba el ritual de cada día casi tanto como a ella. Vertía bourbon marrón en un vaso alto de plástico azul hasta que alcanzaba dos dedos de altura, le ponía algo de vermut dulce de la botella de vidrio verde y añadía dos cubitos de hielo y una cereza marrasquino rojo neón. Lo mezclaba con una cucharita y se la llevaba.

      —Grazie —decía ella, levantándose del suelo.

      Con un lamido de sus dedos, pasaba las páginas del Carmel Pinecone que había recogido, gratis, en el mercado de Jim y le contaba a quien escuchara lo que pensaba en la política local.

      —¡Al demonio todo! ¡Maldita sea! No puedo creer que quieran poner luces en el pueblo! Perdona mi francés.

      Sus arrebatos no eran invitaciones para responder. Ella mantenía baja la cabeza y continuaba su conversación para sí misma.

      —¿Para qué necesitamos luces? Ni siquiera tenemos aceras. ¡Malditos supervisores del condado de Monterey! —continuó, tomando otro trago de su vaso. Los políticos de fuera siempre intentaban modernizar Carmel Valley Village y arruinar la razón por la que en un principio la gente se mudó al campo, decía.

      Seguí escuchando mientras me subía al sillón reclinable del abuelo y movía el asa lateral, intentando hacer que la silla se moviera. Creía que la abuela era excepcionalmente inteligente y que sabía cosas que las personas normales no sabían. Mi opinión provenía de dos fuentes: de la propia abuela, quien me había contado varias veces que su puntaje de ciento cuarenta en una prueba de IQ demostraba que era una genio, y en segundo lugar que pudiera predecir el clima. Yo no sabía que los pronósticos estaban impresos en el periódico, así que cuando le preguntaba cómo estaría el clima y ella preveía que habría sol o lluvia o heladas, pensaba que tenía una línea directa con el universo.

      De vez en cuando ella decía frases en latín e italiano, algo que a mí me sonaba cosmopolita. A medida que se iban acumulando las horas del coctel, poco a poco yo empezaba a adoptar su cosmovisión, dividiendo a las personas entre las que estaban equivocadas y las que tenían razón. No sabía qué era un demócrata o un republicano, pero había escuchado las palabras con tanta frecuencia que sabía que estábamos en el equipo demócrata. El mundo de la abuela era blanco y negro, y por ello fácil de entender. Ella tenía razón, y cualquiera que no estuviera de acuerdo era tonto y, por lo tanto, merecía nuestra lástima.

      —Es tedioso ser inteligente —suspiraba, haciendo girar el hielo en su bebida—. Esperar que todos los demás te alcancen. Un día entenderás de lo que estoy hablando.

      La abuela ahora leía sobre la escasez de gasolina y juntaba las páginas con más fuerza. Fui a la cocina y me serví una de sus cerezas de coctel, y luego me fui al dormitorio de Mamá. La puerta, como de costumbre, se encontraba cerrada y no se oía ningún ruido desde adentro. Mamá había estado en la cama tanto tiempo que comenzaba a desvanecerse, como si fuera solo un recuerdo. Sentí a mi madre más de lo que la vi, cuando por la noche acurrucó su cuerpo a mi alrededor.

      —¿Mamá?

      Toqué ligeramente a la puerta de la habitación. Nada. Golpeé un poco más fuerte. Su voz sonaba como si viniera de debajo de las mantas, gruesa y apagada.

      —Vete.

      Sus palabras parecieron pellizcos, y me estremecí por reflejo. Yo aún le agradaba a Mamá; eso lo sabía. Me recordé a mí misma que en este momento ella simplemente no era ella. La abuela dobló la esquina y me vio detenida donde se suponía que no debía estar.

      —Ven conmigo —dijo, colocando una mano en la parte baja de mi espalda y guiándome a la cocina. Levantó del mostrador una cesta de mimbre con ropa mojada y la seguí afuera para colgar las prendas. Con un golpe dejó caer la canasta en el suelo bajo la cuerda de ropa que el abuelo había tendido entre dos T hechas con tubos de plomería.

      —Dame la ropa —ordenó—. No puedo agacharme por culpa de mi espalda mala.

      Le pasé una de las camisetas blancas de algodón del abuelo, manchada con gotas de masilla de plomería y tan delgada por lo gastado que podía ver a través de la tela. Ella la sacudió en el viento una vez, y la sujetó con pinzas. Luego se acercó a mí para la siguiente prenda. Saqué su camisón acolchado, el cual estaba cubierto de rosas.

      Se aclaró la garganta.

      —Sabes que tu madre necesitará la ayuda de todos para recuperarse —dijo, contemplando la ropa en sus manos. Yo sabía lo que vendría. Estaba en problemas por llamar a la puerta de la habitación.

      —Solo necesitaba a Morris.

      La abuela se detuvo y me miró.

      —¿No estás grande ya para un oso de peluche?

      Sus palabras fueron tan horribles que por un momento olvidé lo que estaba haciendo y dejé caer mi vestido favorito, el de cuadros verdes, al suelo. No podía dormir sin Morris en mis brazos. Él era mi único objeto, lo único que quedaba de antes.

      —¡Papá me lo obsequió!

      La abuela se agachó para recoger mi vestido, y gruñó como si realmente le doliera. Parecía que estaba atorada, pero se llevó la mano a la espalda y se levantó lentamente, hinchando las mejillas por el esfuerzo. Sacudió la suciedad de mi vestido y continuó sujetándolo.

      —Eso también —continuó ella—. No quiero que ni tú ni Matt mencionen a tu padre cerca de ella. Eso solo la altera.

      Papá era lo único de lo que yo deseaba hablar, pero su nombre no había aparecido una sola vez desde que aterrizamos en California. Todos actuaban como si no existiera, y estaba empezando a preguntarme si Matthew siquiera lo recordaba. Incluso había empezado a referirse al abuelo como papá. Cada vez que lo hacía, el abuelo le recordaba gentilmente que él era un abuelo, no un padre. Era como si nuestra vida en Rhode Island hubiera sido una película, y la película hubiera terminado, y eso era todo. Borrón y cuenta nueva. Si todos fingen que tu papá no existe, ¿existe?

      La abuela me miraba fijamente, esperando que aceptara nunca mencionar el nombre de Papá. No tenía sentido discutir, porque me pondría del lado de Papá contra el de ella y eso tendría repercusiones que me estremecían de solo imaginarlas. Es cierto que quería que Mamá mejorara. No quería seguir pensando en ella como una persona enferma, alguien con un corazón débil y ojos lejanos. Quería que ella me trenzara el cabello otra vez, que me leyera Winnie Pooh, que me llevara con ella al mercado. Si eso significaba sostener en mi cabeza conversaciones silenciosas sobre Papá, entonces eso es lo que haría. Pero antes de someterme al ultimátum de la abuela, tuve que hacer una pregunta.

      —¿Cuándo vendrá?

      La abuela metió la mano en el bolsillo de su blusa y sacó un paquete de cigarros. Sacudió uno, lo encendió y relajó los hombros con la primera exhalación. Se quedó mirando el autobús de la miel como si buscara mi respuesta.

      —Tu padre no es un hombre muy bueno —dijo dándome la espalda. Luego me ordenó que le entregara la siguiente prenda de la cesta. Conversación terminada.

      Me mordí la lengua para no llamar mentirosa a la abuela. ¿Cómo se atrevía a tomar partido, como si pudiera arrancar a Papá de mi vida con solo deslizar sus tijeras? Yo tenía orejas de mur­ciélago; sabía que a veces