El autobús de la miel. Meredith May. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Meredith May
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788417893774
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de mano, solo que de esa cosa sobresalía un tallo que terminaba en un disco de metal amarillo. La abuela lo enchufó y el disco se calentó y vibró. Se sentó en la cama y movió el vibrador sobre la espalda de Mamá con arcos perezosos, aflojando la tensión mientras ella suspiraba con alivio.

      Mi hermano y yo no podíamos entrar a la habitación en el día porque Mamá necesitaba recuperarse, pero la abuela se sentaba a su lado por horas sosteniendo una profunda conversación y, a pesar de que las espiaba solo logré escuchar algunos fragmentos. Mayormente escuché que la abuela le aseguraba a Mamá que no era culpa suya, que ella podía dejar eso atrás, que bien mirado los hombres no significaban nada, y que no valía la pena preocuparse tanto. Escuchaba a Mamá sollozar y hacer preguntas hirientes. ¿Por qué yo? ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Qué hice para merecer esto? Sus preguntas eran similares a las mías, y me esforcé por escuchar una respuesta de la abuela que las explicara. Nunca llegó, y finalmente me cansé de espiar y me rendí.

      Llegó la primavera y el almendro en el patio estalló con flores blancas. Mamá entró en su tercer mes de reposo en cama, pero su desaliento solo creció. La mala suerte de Mamá provocó en la abuela una lástima inagotable. Mientras la abuela le dio a Mamá un refugio seguro y un tiempo ilimitado para recuperar su fuerza, ella trabajaba turnos dobles para mantener las apariencias de que mi hermano menor y yo no éramos realmente semihuérfanos. Ella nunca nos habló de lo que le ocurría a nuestra madre, en cambio, siguió adelante como si nada estuviera mal. La abuela compraba y lavaba nuestra ropa, nos llevaba al médico para las revisiones, nos hacía cepillarnos los dientes antes de acostarnos y escribía cartas mordaces a nuestro padre para pedirle que enviara más dinero para ayudarnos. La abuela se adaptó a su segunda maternidad con un sentido de deber familiar que le permitió a Mamá forjar una nueva identidad como una mujer desdeñada. La abuela nos cuidó a Matthew y a mí por obligación, sin el afecto que reservaba para su hija. Mamá era su hija y nosotros más bien éramos como inesperados niños adoptivos. En sus momentos de máxima frustración, nos culpó por arruinar sus planes de vida, diciéndonos que si no fuera por el bueno para nada de nuestro padre, ella podría haber estado disfrutando de su retiro.

      Su sugerencia de salir y jugar se convirtió en estribillo. La abuela ahora tenía más ropa que lavar, más comida que preparar, más suciedad en la casa que limpiar y no podía controlarlo todo si constantemente estábamos paseando por ahí.

      Afuera había mucho que tocar, y como éramos supervisados por nuestros abuelos, teníamos libertad para recorrer el patio siempre y cuando yo vigilara a mi hermanito. Ese primer verano, Matthew y yo engullimos las vides de mora del abuelo hasta que nuestros labios y nuestros dedos se pusieron morados. Nos subimos a dos jeeps huecos del ejército que se oxidaban en el patio y los condujimos a través de docenas de guerras imaginarias. Desenterramos soldados de plástico y viejas canicas de vidrio que alguien había escondido en «tiempos antiguos», y encontramos un enorme montón de ramas que el abuelo había juntado desde antes de que naciéramos, una colosal colina de ramas de árboles frutales, y escamas, la cual trepamos a cuatro patas, como lagartos que suben por las paredes. Descubrimos que si saltábamos de arriba abajo en el montón, obteníamos un rebote excelente, como el de un trampolín. Nos caímos y nos lastimamos solo unas cuantas veces.

      Nos adaptamos rápidamente a los sonidos del exterior de Carmel Valley, ya no brincábamos con temor cuando uno de los pavorreales de las cimas de las colinas soltaba sus chillidos, como el de una mujer que estaba siendo estrangulada, y aprendimos a diferenciar entre las sirenas de ambulancia y las de la estación de bomberos que quedaba a una cuadra. Preferíamos mucho más el exterior que el interior, el cual se parecía más a una biblioteca que a un hogar, pues todos hablaban en voz baja y se cuidaban de no hacer sonar copas o platos que pudieran molestar a Mamá.

      Mi hermano y yo corríamos libres y nos volvíamos un poco salvajes, vestíamos los mismos pantalones tantos días seguidos que la mezclilla se veía más café que azul, y nos bañábamos solo cuando recordábamos hacerlo, lo que no parecía molestar a nadie porque era bueno y correcto ahorrar agua en California, propensa a la sequía. Es por eso que Matthew y yo nos metimos en un gran problema cuando nos atraparon escondidos detrás de los robles al final del camino con la manguera del jardín en plena explosión, rociando a los conductores desprevenidos con repentinas tormentas. Ya bastante malo era que hubiéramos hecho una broma peligrosa, pero fue aún peor que desperdiciáramos agua valiosa en una sequía inminente. El abuelo estaba dejando que sus árboles frutales murieran, y le preocupaba que no hubiera suficientes para que sus abejas produjeran miel. Los vecinos estaban rescatando las truchas jadeantes que quedaban en el río Carmel, transfiriéndolas a tanques de agua en los lechos traseros de sus camionetas y llevando los peces a la desembocadura del río, más cerca del océano, para liberarlos.

      Intenté argumentar que habíamos doblado la manguera entre los autos, pero eso no nos ayudó en nada. De todos modos la abuela le ordenó al abuelo que nos azotara. Pero él lo hizo de una manera más simbólica que dolorosa, haciendo un gran giro llamativo con su brazo y disminuyen­do a una palmadita cuando su mano llegó a nuestras nalgas. Pero aullamos de la vergüenza por todo el asunto.

      La verdadera lección que aprendimos de los azotes fue que nuestros abuelos eran diametralmente opuestos. Ella era la disciplinaria, y él era el blando. Cuando compartían el periódico por la mañana, ella se preocupaba por las noticias políticas y él se reía de las tiras cómicas. Ella se preocupaba por la reputación y las apariencias; él vestía camisetas deshilachadas con gotas de café y nunca se molestaba en limpiar la mugre negra debajo de sus uñas. Ella era ordenada; él nunca se deshizo de nada, acumulaba sus posesiones en interiores y exteriores que crecieron hacia arriba y hacia los lados cada año, lo que en cierta medida coincidía con la definición profesional de acumulación. Ella detestaba el aire libre; a él debían engatusarlo para que entrara.

      Cuando la abuela se encontró con el abuelo durante un baile en la escuela primaria en Carmel Valley, ella era una madre soltera de cuarenta años que vivía en la casita roja con Mamá, que tenía diecinueve años. Apenas a unos pocos meses de haberse divorciado, la abuela trataba de socializar de nuevo, y el abuelo, tres años más joven, se encontraba perfectamente satisfecho siendo soltero. Cuando el abuelo hizo girar a la abuela, ella notó la fuerza en la parte superior de su cuerpo, la atención que le tomó atinarle a los pasos. También ayudó que ella ya hubiera leído sobre él en el boletín mensual de Big Sur, The Roundup, el cual lo había apodado el «Guapo Soltero de Big Sur».

      El abuelo no estaba buscando una pareja; estaba bien con sus abejas, y ganaba un ingreso constante como fontanero, aprendiendo de sus amigos cómo hacer que el agua llegara desde abajo hasta las cabinas remotas donde no había un sistema central de agua; cavando pozos y escalando las escarpadas montañas de Santa Lucía para dirigir manantiales naturales y arroyos a los hogares de abajo.

      Ruth y Franklin conformaban una pareja extraña, pero un buen par de baile, y comenzaron a asistir juntos a bailes de plaza, incluso viajaron a los que quedaban lejos en Salinas y Sacramento. En su tercera cita, en un baile de plaza en South Lake Tahoe, la abuela le preguntó cuáles eran sus intenciones, y cuando trató de esquivar su pregunta, ella literalmente le dijo que «pescara o cortara el cebo». Nadie nunca lo había confrontado de esa manera tan directa, y quedó impresionado. Él accedió a casarse con ella, y ella lo convenció en ese momento de que cruzara la frontera hacia Nevada para que pudieran casarse de inmediato, sin darle tiempo para cambiar de opinión. Condujeron hasta que encon­traron un palacio de justicia de Carson City que ofrecía bodas las veinticuatro horas del día, le pidieron a un conserje que sirviera como testigo, y a las nueve de la noche se convirtieron en marido y mujer. Mamá estaba un poco sorprendida y algo dudosa de su repentino padrastro, pero no tuvo tiempo de conocer al abuelo. Cuatro meses después de que él se mudara, ella se trasladó de Monterey Peninsula College a la Universidad Estatal de California en Fresno para estudiar Sociología.

      Mis abuelos sabían muy poco el uno del otro cuando se casaron, pero con el tiempo aprendieron a amar sus diferencias. A él le gustaba la cerveza fría; ella prefería los Manhattan. Él hablaba solo cuando tenía algo que decir; ella hablaba en monólogos. Pero encajaban, principalmente porque a ella le gustaba dirigir y él, reacio a la confrontación, la siguió