[El testigo] adquiere esa condición de extranjero, alguien a quien nos vemos forzados a admitir, a recibir, a darle hospitalidad, pero también alguien que soporta nuestro no querer saber inconfesable.
Un Hermes, un mensajero, […] que recorre el camino mitológico en dirección inversa, señal nocturna que guía nuestros difuntos hasta nosotros, que ha cruzado la frontera y que no pierde su condición de extranjero (extraneus), que está fuera de su casa y que […] «no forma parte de la familia». (Jinkis, 2011: 110–111)
Tanto el extranjero como el sobreviviente son lo ajeno, lo Otro. Para Derrida, no hay sino hospitalidad frente al extraño, pero en nuestras tierras ese prójimo no es bienvenido13, y esta reticencia coarta la expresión de una voz que requiere una escucha hospitalaria para manifestarse, una escucha que pregunte: «¿Cómo habla el que habitó el abismo y retornó a la minucia cotidiana? ¿Cómo habla el sobreviviente si con él sobrevive el exterminio?» (Sneh, 2012: 321). La dificultad a la que aludimos reside, justamente, en que «con el sobreviviente sobrevive el exterminio»: ¿cómo vincularse a eso?
Al tomar la palabra, el ex detenido-desaparecido objeta el lenguaje que el campo le impuso y que incorporó: en este sentido es un acto de resistencia (relatar desde la subjetividad deconstruye el idioma del horror, lo pone en evidencia, lo desafía, lo deshace). A lo largo de su narración el testigo no se presenta como un ser despojado de nombre, olvidado de su rostro, que en el umbral de la muerte debe decir «sí, señor» para refrendar que el poder ganó su guerra, como resume Calveiro. Por el contrario, el acto de testimoniar reescribe esa herida en sus propios términos. La saga rememorada, al mismo tiempo, levanta un puente entre presente y pasado y es un intento del testigo de volver a habitar el mundo del que fue expulsado. Pero ese mundo no es un todo: es un cuerpo social con fisuras y quiebres que también debe reformular el lenguaje en el que habla y es hablado, por eso es que esta lectura le incumbe.
El testigo existe porque la catástrofe representada por la separación de identidad y nombre, o el quiebre que se propone la tortura para silenciar y destrozar el lenguaje –en la famosa descripción de Elaine Scarry (1985)– raramente logran su objetivo, que es la anulación del estatuto de lo humano. Y si fracasa es porque la mayoría de los detenidos, aun despojados de sus señas de identidad y de sus lazos sociales, no devienen ni bultos ni objetos. Seguir existiendo como humanos es su lucha. En este horizonte tienen logros y caídas, son héroes y antihéroes, recuerdan el «afuera» o su identidad anterior se desdibuja. Alternan entre estos polos mientras realizan crueles aprendizajes e inventan infinitas estrategias para enfrentar la situación límite más radical. De modo que la imagen más atinada para referirnos a los secuestrados en campos de esta región no es la de muertos en vida. Se trata de vivos habitando la muerte, arrojados a ella, alojados en ella.
Cuando dejan la muerte atrás, estos testigos de los peores abusos necesitan compartir sus memorias, pero «el resto» no siempre quiere oírlas. Levi recuerda a un guardia alemán que desalentaba a los prisioneros con este anuncio: aunque sobrevivan y quieran contar lo vivido, nadie les creerá. Eso no fue así, a la larga se les creyó, aunque haya rebrotes de negacionismo. Más aún, en los países acá estudiados del Cono Sur se conoce, se acepta y se juzga (con mayor o menor empeño) el plan sistemático de exterminio de los más recientes terrorismos de Estado. Sin embargo no muchos lectores se interesan en «los detalles»: no quieren sufrir, vicariamente, situaciones traumáticas y además, eso «ya se sabe». Se sabe que hubo campos, se sabe que hubo crímenes. ¿Para qué volver sobre lo mismo? No se entiende, todavía, que el testimonio desnuda los mecanismos de poder que se reproducen, hasta hoy, fuera del campo.
Por último, el «quién» nos remite a aquellos sobrevivientes que callan: no todos quieren contar lo vivido, y en estos casos también se presentan conflictos. Hay periodistas o aspirantes a antropólogos guiados por una curiosidad impúdica, que intentan extraerle su testimonio incluso a quien no está listo para darlo, y lo hacen por medios que reproducen la violencia del interrogatorio. La novela Casa chilena, de Roberto Brodsky, presenta esta situación:
Las imágenes se agolpan en tu cabeza. Toda la distancia que has intentado mantener entre esos hechos y tus emociones, de pronto se quiebra. Ya no hay diferencia, el tiempo se ha condensado […] La amargura te inunda, como si una mano experta desarmara el reloj que organiza los intervalos. Haces un gesto desesperado en dirección a la cámara para que el gordo corte la grabación y la tortura acabe de una vez […] Julia que no parece reparar en tu estado y te presiona, con auténtica pasión documental, mientras tú te cubres, te tapas, ido y con las palabras ahogadas en el pecho. Quedas mudo y desprovisto. (2015: 57–58)
Si el «quién» del testimonio es quien está dispuesto, quien necesita, quien busca donarlo y, por otro lado, quien le da cabida, se trata de un «entre» ambos.
¿Dónde?
¿Dónde radica el horror que el testigo rememora? En la zona gris.
En el campo se producen intercambios cotidianos y de convivencia entre víctimas y victimarios; las aguas no se separan con la nitidez que impone la puerta de la celda de una cárcel. Agamben habla de «una gris e incesante alquimia en la que el bien y el mal y, junto a ellos, todos los metales de la ética tradicional alcanzan su punto de fusión» (2000: 20). Para Levi ahí se encuentra «el verdadero horror del campo». A modo de ejemplo, presenta una escena que se reitera en nuestros centros de detención: un partido de fútbol entre detenidos y torturadores. Lo curioso, tanto en la experiencia europea como en la latinoamericana, es la naturalidad que asume lo siniestro (teniendo en cuenta que, tras ese instante en que el juego parece igualar a verdugos y víctimas, los detenidos son y serán torturados y asesinados):
…muestran sus preferencias, apuestan, aplauden, animan a los jugadores, como si en lugar de a las puertas del infierno, el partido se estuviera celebrando en el campo de un pueblo (Levi, 1989: 40).
Agamben piensa que, aunque el partido parezca
una breve pausa de humanidad en medio de un horror infinito […] para los testigos […] este momento de normalidad es el verdadero horror del campo […] Representa la cifra perfecta y eterna de la zona gris […].[E]sa convivencia con el horror no les compete solo a las víctimas, […] es la vergüenza compartida de quienes, sin haber estado ahí, asistimos, no se sabe cómo, a aquel partido, que se repite […] en todas las formas de normalidad cotidiana. Si no logramos comprender este partido, si no logramos que termine, no habrá nunca esperanza. (2000: 25)
Lo que quiero hacer notar en estas páginas es que muchos de los jugadores (los vencidos de antemano) no solo comprendían entonces ese partido, sino que dedicaron su vida a contradecirlo, a contraponerle otra mirada.
¿A quién?
Según Ricardo Forster (2000), el receptor del testimonio espera una forma discursiva marcada por las estrategias a las que lo han acostumbrado los medios: que el testigo lo muestre todo, lo exponga todo, si es posible con una pizca de melodrama. Y eso es lo contrario de lo que el sobreviviente puede hacer (a menudo, incluso, su relato puede sonar distante y hasta desprovisto de emoción).
El conflicto entre testimonialista y audiencia se produce porque la hipótesis del pacto de verdad entre autor y lector –que se aplica al testimonio a partir de la teoría de Philipe Lejeune14– desconoce que no hay narración histórica que no interprete. El testimonio se basa en la memoria, y la memoria no es copia fiel, surge del presente y está contaminada por él. Pero sobre todo, en palabras de Rita Segato, hay que tener en cuenta que usamos el lenguaje de modo relacional: «Pensar que la gente busca informar con lo que dice es una falacia», dice