Por esto mismo es imprescindible deconstruir el léxico del terror: para reconstruirnos, para desafiar las relaciones de sumisión y dominio que siguen haciéndonos hablar con la violencia de sus palabras y sus gestos.
Genocidio: La elección de la palabra genocidio para denominar lo acaecido en el Cono Sur en la década del setenta es cuestionada por muchos, por diversas razones. Pero la prefiero a terrorismo de Estado o Politicidio o Terror Nacional porque este término se creó para referirse al exterminio de un sector de la sociedad con miras a su borramiento, con el fin de «producir transformaciones identitarias a través del terror infundido en el conjunto de la población nacional» (Feierstein, 2011: 154). Si esto es así, ese conjunto es el que debe asumir las consecuencias de dicha experiencia. El terror afectó al entramado social, no tan solo a un grupo, ni a individuos: el campo era una caja de resonancia que emitía señales cuyo destinatario era la ciudadanía a la que había que «reorganizar». Si bien se quería acabar con la resistencia, el trabajo de memoria nos incumbe a todos.
Para Daniel Feierstein hay dos modos de abordar el genocidio. Como término jurídico hace su aparición inicial en la «Convención para la prevención y castigo del crimen de genocidio» de las Naciones Unidas, en diciembre de 1948, a raíz del exterminio de la Segunda Guerra Mundial, y la definición inicial que se acuerda es la siguiente:
El genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación del derecho a la vida. […] Muchos crímenes de genocidio han ocurrido al ser destruidos completamente o en parte grupos raciales, religiosos, políticos y otros». Es decir, el genocidio de grupos políticos se encontraba presente en dicha resolución… (Feierstein, 201: 38)
Este texto se modificó antes de ratificarse la versión final, porque la definición de la Convención sobre Genocidio es producto de una negociación de fuerzas políticas en tensión (Occidente y el bloque soviético). Había que exluir el politicidio para no involucrar a las potencias que lo habían cometido y corrían el riesgo de ser juzgadas (Sneh, 2012: 62–63). Mientras que la definición inicial se basa en la tipología de la acción (muerte colectiva) y apenas aparece citado el tipo de víctima, la que fue ratificada establece que: «se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal …» (2011: 40)26.
Este asesinato masivo y clandestino –o plan sistemático de exterminio– respondió, para Feierstein, a una metodología que aspiraba a modificar la sociedad de modo permanente. El genocidio fue asumiendo distintos rostros a lo largo de la historia y, en este devenir, se produjo un viraje que inauguró la idea de «reorganización genocida» consistente en «el poder de aniquilamiento como destructor y refundador de relaciones sociales». No es casual que en la Argentina la dictadura se autodenominara «Proceso de Reorganización Nacional» (2011: 108). El genocidio refunda los vínculos, la cotidianidad, los códigos compartidos, las mediaciones políticas de la sociedad. Por esto es que no solo se emprendió «una guerra contra el enemigo interno» sino una cruzada contra quienes querían revolucionar la «tradición occidental y cristiana», y se construyó una «otredad negativa» –el «subversivo», palabra ambigua cuyo sentido dirimía a su antojo el poder– con miras a su aniquilamiento material y simbólico.
La práctica genocida se lanza en el Cono Sur, sobre todo, con la Operación Cóndor27 que, a partir de la Doctrina de la Seguridad Nacional, establece que hay que enfrentar a un tipo particular de enemigo que se oculta entre la población. Se impone una terminología médica –hay que «extirpar la parte enferma de nuestro propio cuerpo, con el fin de garantizar la salud del conjunto»– (2011: 105–106), y la soberanía se expresa «en su capacidad de acción sobre los cuerpos» (Segato, 2013: 56). Las masacres se presentan «como crímenes sin sujeto personalizado realizados sobre una víctima tampoco personalizada» (2013: 42).
En Genocidio y transmisión (2000), la psicolanalista Héléne Piralian puntualiza que esta metodología criminal busca generar no solo muertos sino seres que jamás existieron. Se busca la forclusión de la función simbólica de un grupo negando su existencia e incluso su muerte. Esta práctica lleva a cabo, entonces, un acto de negación que redoblará la destrucción.
…los responsables de un genocidio intentan cometer […] el asesinato del orden simbólico mismo, para que también sean destruidos los sobrevivientes, y para que con ello queden expulsados del orden humano […] Lo cual significa que más allá de la vida lo que intentan destruir es la Muerte misma como estructura simbólica que permite la transmisión. (2000: 27-30)
El crimen genocida, al destruir la muerte y, con ello, el tiempo histórico, vuelve imposible el duelo. La pregunta que surge es: ¿hay forma de resistir este mandato? Sin la aparición de los cuerpos aceptarlo es avalar los términos de un poder que niega su existencia, por lo tanto «hay algo así como un muerto anónimo que conservar» (2000: 33).
Por eso es que, al tomar la palabra, el testimonio le devuelve a la comunidad la función simbólica sin la cual queda atascada en su encrucijada, ya que no solo le quita anonimato al cuerpo sino que viene a desoír el mandato esencial del genocidio: el olvido de la muerte. El testimonio es el lugar privilegiado donde se resiste esta impronta simbólica, ya que logra «deconstruir los montajes genocidas y, al mismo tiempo, reconstruir un espacio simbólico de vida» (2000: 21). De este modo, con mayor o menor conciencia, con mayor o menor aptitud para lograrlo, reestablece (siempre en parte) la transmisión simbólica cancelada por el borramiento.
Memoria
…[E]s a partir del hito paradigmático de Auschwitz, la Shoá, que la cuestión de la memoria, como dilema y como elaboración ineludible –teórica, ética, política– […], se ha transformado en uno de los registros prioritarios de la actualidad. (Arfuch, 2013: 24)
El filósofo brasilero Vladimir Safatle (2015) nos remite a la confrontación entre Antígona y Creonte. Creonte sostiene que quien luchó contra la ciudad no tiene derecho a ser enterrado. Según Antígona, en cambio, todo sujeto debe ser objeto de un deber de memoria, y esa es una ley de los dioses (que es eterna y, por ende, universal). Al defender esta idea desenmascara a un Estado incapaz de dejar de obrar mediante la producción de inhumanidad. La acción ética de Antígona genera un colapso de la comunidad política, al mostrar que lo que ya está muerto (la Ley vigente en la ciudad) tiene que perecer. El testimonio, a mi juicio, es una de las formas en las que encarna la paradigmática intervención de Antígona.
Memoria y rememoración: Nuestras sociedades posgenocidas no buscan recordar sino rememorar, y esto nos remite a la pregunta por la memoria en el sentido benjaminiano:
La filosofía de la historia de Benjamin no se lee [….] como instancia reconstructiva del pasado sino como razón anamnética [….] Como tanto ha explicado Yerushalmi, no se trata de un modo distinto (instancia reconstructiva) de recuperar el pasado, sino de instaurar una relación con el presente a través de un proceso de elaboración cuya orientación temporal apunta al pasado, pero sin articular con él un vinculo referencial […] La percepción benjaminiana… no recuerda [los hechos del pasado] sino que experimenta su significado a través de configuraciones narrativas. (Subrayado mío, Kaufman, 2013: 227)
El testimonio es una de las formas narrativas que experimenta el significado del pasado a través de configuraciones narrativas. Esto significa que «no da cuenta de un recuerdo del pasado, sino de lo que los muertos nos dicen sobre el presente sin palabras ni representaciones. El «pasado presente» se manifiesta como inquietud y comprensión del presente, como relación de un aquí y