Honorables. Rossana Dresdner Cid. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rossana Dresdner Cid
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789560012821
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pregunta varias veces. Aparentemente, nadie cree que se pueda acceder a un cargo en el Congreso sin «patrocinadores» políticos –dijo–. Pero no milito en ningún partido: llegué por concurso público.

      Él le sonrió. Lo enternecía de alguna manera. No recordaba por qué nunca pasó nada después de la toma. Solo sonrisitas y miraditas. Él no se había atrevido.

      –En el Congreso que yo conozco no es posible no tener padrinos políticos –dijo–. Pero de cualquier forma te va a tocar harta pega. Uno cree al principio que los diputados no son tan importantes. Hasta los encuentras medio ridículos. Pero al final te das cuenta de que no solo son importantes, sino también peligrosos y que hay que andarse con cuidado.

      Ella dejó de sonreír.

      –No, no quiero asustarte –continuó él–. Solo digo que es más difícil cuando estás sola.

      –¿Quién dijo que estoy sola?

      –Tú lo dices. Que no militas. Que no tienes padrinos.

      Se quedaron en silencio. Escucharon una voz desde el hemiciclo: «Para Presidente de la Cámara, don Ignacio Cruz, 62 votos».

      –¿Lo conoces? ¿A Cruz? –preguntó él.

      –¿Al Presidente? No. Pero ya lo conoceré.

      –No es mal tipo. Para ser diputado. Pero mucha farándula. No sé si tiene el carácter suficiente. Es medio gringo para sus cosas. Creció en Estados Unidos…

      –¿Suficiente para qué?

      –Para hacer cambios. Escuchar los reclamos de la gente. Enfrentarse a la máquina política y administrativa. Que se supone que es lo que quiere hacer, por las entrevistas que le he leído… A propósito, ¿ya conociste a Catalán?

      –Sí…

      –Un personaje. El verdadero rey detrás del trono. El que controla la Cámara.

      –¿A ti tampoco te cae bien? A mí me pareció bastante amable. Pero los colegas tienen algo contra él. Seguro que es porque no habla con la prensa.

      –¿Quién dijo que no habla con la prensa?

      –Él lo dice. Mi equipo lo dice. Es uno de los problemas que tienen con él, que no quiere hablar con la prensa. No le gustan los periodistas.

      Matías le sonrió de nuevo. Ya no le pareció tierna, sino un poco tonta.

      En la Sala, un funcionario puso un pequeño pódium portátil al centro de la testera y Catalán se acercó al micrófono:

      –Honorable Cámara: quiero dejar con ustedes al nuevo Presidente de la Corporación, diputado Ignacio Cruz de la Fuente.

      «Señoras y señores diputados, señoras y señores ministros de Estado, autoridades presentes, queridos familiares que nos acompañan, amigas y amigos …», se escuchó.

      –¿Por qué todos los discursos son iguales? –preguntó Matías.

      –A lo mejor no te das el tiempo de escucharlos bien –contestó Javiera.

      –Veo que rápidamente te has transformado en una relacionadora pública ejemplar…

      Ella se puso de pie y le dio un beso en la mejilla. Él la miró. Sí, seguía bonita. Pensó que iría a tomarse un café con ella.

      Un grupo de cuatro secretarias pasó hacia la puerta.

      –Esto está cada vez más fome –dijo una.

      –¿Viste a la diputada Aguilar? Parecía arreglada como para una fiesta.

      –¿Y los otros dos, Kovacevic y Navarrete? Muy jóvenes serán, pero encuentro que se les pasa la mano, ni siquiera planchar la camisa. Al final esto es el Congreso, no una sede universitaria…

      Rieron. Abajo, el nuevo Presidente de la Cámara había terminado su discurso. Algunos diputados se acercaban a la testera, otros salían de la Sala. Cruz y Catalán conversaban.

      «Será un buen año», pensó Matías.

       5. Política y rabia

      Antonia Moreno

      Antonia Moreno estaba molesta. No sabía bien por qué. O sí sabía, pero no quería pensar en eso. Miró a su alrededor. Una oficina ni muy grande ni muy pequeña, de seis por siete metros, paredes blancas, librero de dos metros de alto –lleno de papeles y carpetas–, dos sillas para visitas, mesita con impresora al lado del escritorio. Todos los muebles de madera enchapada, color caoba. Ventanas con persianas. Igual de feo que cuando lo vio la primera vez, hace un año. Igual al resto de las oficinas de los diputados. Ni la foto de Gladys Marín, ni el afiche de los 100 años del Partido Comunista, ni sus fotos familiares lograban dar a este espacio un aire distinto. Demasiado formal. Deshabitado. Lo único que le gustaba era la vista a la bahía de Valparaíso.

      Sonó el timbre llamando a bajar a la Sala se Sesiones: partía un nuevo periodo legislativo. Recordó el mismo momento el año pasado. Casi irreal. Había sido electa diputada cuatro meses antes, en noviembre, por su comuna: San Miguel. A sus 25 años, llevaba más de doce en el Partido, pero jamás había soñado con ser una «profesional» de la política. Cuando ingresó a la Jota, todo era convicción, rebeldía y compromiso. Quedarse en el colegio planificando la marcha del día siguiente; comprar papel y pintura para los lienzos; conseguir botellitas de Pepsi y monedas para las bombas de ruido; o comprar Poxipol para el «chapazo». A lo largo de los años, hubo distintas responsabilidades y tareas, pero la pasión fue siempre la misma. Pero eso estaba cambiando, lo sentía. Y la tenía preocupada. Y molesta.

      A la ceremonia de instalación del Congreso del año pasado, ella y otros tres diputados llegaron atrasados. Así es que tuvieron que prestar juramento solos, delante de los otros ciento dieciséis. Cuando tuvo que responder a «¿Juráis o prometéis guardar la Constitución Política, desempeñar fiel y legalmente el cargo que os ha confiado la nación, consultar en el ejercicio de vuestras funciones sus verdaderos intereses y guardar sigilo acerca de lo que se trate en sesiones secretas?», prometió. Pero en silencio. Y con dudas, por qué no decirlo. ¿Qué hacía ahí? Sentía rabia con ese lugar, con esos viejos acomodados que llevaban años empotrados en sus asientos, orgullosos de sus rituales burgueses, sumergidos en la pompa, las apariencias. Y no quería que nadie pensara que ahora era parte de todo eso. Por el contrario, ella venía a cambiar todo eso.

      Pero después de un año estaba decepcionada. Pensó que iba a ser fácil llevar la visión de la calle al Congreso, «ciudadanizarlo». Pero no había sido así. El conservadurismo que estaba en todos lados, también en su partido, era capaz de detener casi cualquier cambio, de forma y de fondo. Conoció las peores prácticas: el egoísmo, la hipocresía, el doble estándar, el oportunismo, el personalismo, las peleas de poder por el poder; incluso dentro de su partido, que fue lo más decepcionante. Y desmoralizante. Y contra eso, lo único que hasta ahora encontraba para resistir era la rabia.

      Tenía rabia con algunos de sus compañeros, que veía acomodados al cargo parlamentario y los beneficios asociados. Ya en su campaña se había llevado sorpresas. Cuando la propusieron como candidata al parlamento, hubo reparos. «Reparos políticos», dijo la Dirección. Pero ella supo que eran personales, machistas. Hubo comentarios que jamás pensó escuchar. Como que era una aparecida, una cabra chica, que otros militantes tenían más derecho a ser diputados porque habían luchado contra la dictadura y eso tenía más valor que ser figura del movimiento estudiantil. Pero ella decidió que una diputada joven, mujer y revolucionaria le haría bien al país, al Congreso y al partido. Y ganó.

      En el proceso perdió a Alex, su novio desde hacía años, el secretario político del Comité Regional de la Jota de la Octava Región, con quien el amor, la militancia y el futuro eran parte del mismo proyecto, con quien se hizo dirigente comunista. Y con quien fue feliz.

      Pero los roles se invirtieron. Antonia adquirió una relevancia pública y política que a Alex parecieron no gustarle. A poco andar, se transformó