La casa de todos y todas. Patricio Zapata Larraín. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricio Zapata Larraín
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Юриспруденция, право
Год издания: 0
isbn: 9789561425095
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lograr el 2020 lo que no pudo lograr Ricardo Lagos con su reforma el 2005?

      La Constitución actual ha sido objeto de 41 reformas. Ni siquiera la suma de todas ellas ha logrado generar el tipo de lealtad o adhesión ciudadana que una buena Constitución necesita. ¿Por qué tendríamos que pensar que una reforma número 42, firmada ahora por el presidente Piñera, va a dar el ancho necesario donde las anteriores 41 se habrían quedado cortas? ¿La 42 es la vencida? ¿El 2020? ¿Después del estallido social?

      Supongamos que la propuesta de “Rechazar para Reformar” considera que las reformas aprobadas por el Congreso Nacional ahora, a diferencia de lo que ha ocurrido con todas las reformas de 1990 en adelante, serán luego sometidas a plebiscito. ¿Será ese plebiscito ratificatorio el plus suficiente y necesario para darle a estas reformas el punch legitimador que le faltó a las anteriores? ¿Habrá 2/3 en el actual Congreso Nacional, luego de un hipotético triunfo del Rechazo, para implementar esta fórmula? ¿Ratificará, luego, el Pueblo una propuesta que venga del actual Congreso Nacional?

      Invito a usted, lectora o lector, a que, con la mano en el corazón, responda a las interrogantes que acabo de plantear. Me atrevo a pensar que la mayoría concluirá conmigo que “Rechazar para Reformar” es un camino que lleva …a ninguna parte.

      Mi opinión es que la legitimación amplia y perdurable de la Constitución requiere de bastante más que una nueva reforma constitucional aprobada en el Congreso Nacional. Demanda, creo yo, de un proceso altamente inclusivo y participativo. Supone, me parece, un momento de deliberación con dedicación exclusiva y de a lo menos un año. Debiera ser tarea de un grupo de ciudadanas y ciudadanos elegidos especialmente para ese efecto y bajo reglas que aseguren paridad, presencia de independientes y representantes de pueblos originarios. De esa Asamblea podrán surgir los grandes acuerdos que puedan, luego, ser propuestos al conjunto de la ciudadanía para su juicio definitivo.

      Soy una persona que valora altamente el papel del Congreso Nacional. De hecho, como se verá en el capítulo 7 de este libro, soy partidario de reforzar sus competencias. Tengo, además, aprecio por el patriotismo y la dedicación de la gran la mayoría de quienes han ejercido, y ejercen hoy, la función parlamentaria. He llegado a la convicción, sin embargo, de que, si queremos que la tarea constituyente que debe ser realizada en la actual coyuntura histórica tenga éxito, debemos sumar dimensiones políticas y ciudadanas adicionales.

      El Congreso Nacional ha jugado y jugará un rol importante en el proceso Constituyente. Si afirmo que el Congreso no está en condiciones de asumir, por sí solo, todo el peso del proceso constituyente, no estoy agraviando su dignidad ni menoscabando el valor de la institucionalidad ordinaria de la democracia constitucional.

      Pasemos, ahora, a examinar la tesis constitucional en que se funda la campaña de la UDI (“Hagámosla corta”): Nada habría en la Constitución Política de 1980 que impida al Parlamento aprobar, ahora, el conjunto de cambios legales que la ciudadanía reclama en materia de pensiones, salud, etc.

      El planteamiento que examinamos rechaza, entonces, una de las acusaciones que más habitualmente se le hacen a la Constitución de 1980 desde la centroizquierda y la izquierda, esto es, que sería una Carta Fundamental comprometida con los principios del neoliberalismo y que, desde esa posición militante, ella impide a las mayorías promover políticas públicas de corte socialista o socialdemócrata.61

      Este argumento contra el cambio constitucional niega también que la propia Constitución de 1980 haya entronizado, ella misma, las AFP, las isapres, la privatización del agua, el Estado mínimo y el laissez faire, en general.

      Pues bien, ¿quién tiene la razón? ¿Los defensores de la Constitución que afirman, ahora, que ella no impide que puedan aprobarse cambios legales de corte progresista? ¿O aquellos partidarios de una Nueva Constitución que acusan a la actual Carta Fundamental de blindar el modelo económico-social imperante desde fines de los años setenta?

      Dije más arriba que iba a intentar alejarme de las posturas maniqueas. Pues bien, una respuesta razonada a la pregunta anterior tiene que introducir varias distinciones y matices. Veamos.

      No creo que alguien pueda molestarse si afirmo que la Constitución de 1980 es un texto que contiene un conjunto importante de definiciones sustantivas sobre el orden político, social y económico. Este fue, por lo demás, uno de los atributos que más destacaron, en su momento, los autores de esta Carta.

      Dejemos que sea el propio general Pinochet quien explique este rasgo de la Constitución de 1980. El 11 de agosto de 1980, al momento de presentar al país el proyecto de Constitución que sería plebiscitado treinta días más tarde, señaló textualmente: “…la experiencia vivida por nuestro país hace más patente el error que significa considerar a la forma democrática de Gobierno como un fin en sí misma, en circunstancias que ella solo es un medio, cuya legitimidad y validez depende de su capacidad para servir a la libertad, la seguridad, el progreso y la justicia como forma de vida, verdadero objetivo y finalidad última del esquema institucional que propiciamos. Es por ello que, a diferencia de la neutralidad que caracterizó al sistema que se derrumbó en 1973, la auténtica democracia que impulsamos asume un claro compromiso con los valores enunciados y procura dificultar al máximo los factores que puedan corroerlos. Debo recalcar que todo el texto constitucional está concebido bajo esta inspiración fundamental”.62

      Más adelante, Pinochet explica cómo este compromiso valórico de la Constitución de 1980 aterriza en el terreno económico: “Igual inspiración libertaria orienta la adopción constitucional de las bases de un sistema económico libre, fundado en la propiedad privada de los medios de producción y en la iniciativa económica particular, dentro de un Estado subsidiario. Crucial definición, que el sistema institucional anterior no contenía, y que ahora se levanta como sólido dique en resguardo de la libertad frente al estatismo socialista”.63

      Durante décadas, esta concreta característica de la Constitución de 1980, su cualidad de valórica como opuesta a la neutralidad, fue motivo de elogio para los juristas que la querían defender.

      Me parecería más que sospechoso si esos mismos constitucionalistas conservadores que, hasta hace un par de años, aplaudían a la Constitución de 1980 por estar camiseteada con los valores y principios de lo que llaman “la sociedad libre”, ahora, en el fragor de la campaña para el plebiscito de Abril de 2020, trataran de convencer al país de que esa Carta Fundamental es un documento axiológicamente neutral, o agnóstico, y que no toma posición en materias sociales o económicas (“¿camuflar para salvar?”).

      Hemos visto que la Constitución de 1980 no es neutra. Ahora bien, y para no cargar las tintas, hay que reconocer que ella no entra al detalle de las políticas públicas. Es verdad, entonces, que la Constitución no se refiere expresamente ni a las AFP ni a las isapres. Ni siquiera menciona por su nombre a la subsidariedad.

      Pero no nos confundamos. Del hecho de que la Constitución no use las palabras AFP o isapre no se puede desprender que ella, la Constitución, haya dejado al legislador democrático un margen amplio para resolver cómo quiere abordar la seguridad social o la salud.

      El problema de la Constitución de 1980 no es, en todo caso, que a veces le raye la cancha al legislador. El problema es que a veces va mucho más allá y le dice cuál es la jugada que debe hacer.

      En un sentido importante, las constituciones tienen por objeto poner límites a las cosas que pueden hacer las mayorías. Cuando esos límites derivan del reconocimiento de ciertos derechos esenciales de las personas y no afectan la libertad que debe tener la comunidad política para decidir sobre los aspectos de mérito o de oportunidad, el control de la política que hace la Constitución es justo y necesario. Y compatible con la democracia. En cambio, cuando los límites corresponden, más bien, a los intereses o la ideología de uno de los sectores políticos de la comunidad, tenemos una Constitución con un problema de legitimidad. Y reñida con la democracia.

      Yo creo que existe bastante evidencia para afirmar que la Constitución de 1980 ha sido usada por la derecha, muchísimas veces, como un arma más de su arsenal político. Como un instrumento para impedir un cambio legislativo sobre un asunto opinable o para mejorar una posición negociadora. El número de ocasiones