Aunque había conseguido sacárselo de la cabeza la mayor parte del tiempo que había pasado en Quantico, estaba el asunto de Bolton Crutchfield. Sabía que tenía que olvidarlo, que él le había estado poniendo un cebo durante su última reunión.
Aun así, tenía que saberlo: ¿Habría encontrado Crutchfield la manera de verse con su padre, Xander Thurman, el Ejecutador de los Ozarks? ¿Habría encontrado la manera de contactar con el asesino de innumerables personas, incluida su madre, el hombre que le había abandonado, con solo seis años, dejándola atada junto al cadáver para que sufriera una muerte inevitable por congelación en una cabaña aislada?
Estaba a punto de descubrirlo.
CAPÍTULO TRES
Eliza estaba esperando cuando Gray llegó a casa esa noche. Llegó a tiempo para cenar, con una mirada en el rostro que sugería que sabía lo que le aguardaba. Como Millie y Henry estaban allí sentados, comiendo sus macarrones con queso con rebanadas de salchicha, ninguno de los padres mencionó una palabra sobre la situación.
No fue hasta que los niños estuvieron acostados que surgió la conversación. Eliza estaba de pie en la cocina cuando Gray entró después de acostar a los niños. Se había quitado su abrigo deportivo, pero todavía llevaba puesta la corbata aflojada y sus pantalones. Eliza sospechaba que era para parecer más creíble.
Gray no era un hombre muy alto. Con un metro ochenta de altura y ochenta y cinco kilos de peso, solo era una pulgada más alto que ella, aunque pesara quince kilos más. Sin embargo, los dos sabían que resultaba bastante menos imponente con camiseta y chándal. El traje formal era su armadura.
“Antes de que digas nada”, comenzó, “te ruego que me dejes explicarme”.
Eliza, que se había pasado gran parte del día dándole vueltas a cómo podía haber pasado esto, se alegró de dejar que su angustia pasara temporalmente a un segundo plano y permitirle que se retorciera mientras trataba de justificarse a sí mismo.
“Adelante”, le dijo.
“En primer lugar, lo siento. No importa qué otras cosas te vaya a decir, quiero que sepas que te pido disculpas. Jamás debería haber dejado que sucediera. Fue un momento de debilidad. Me ha conocido durante años y sabe de sobra mis vulnerabilidades, lo que despertaría mi interés. Debería haber estado alerta, pero caí en ello”.
“¿Qué es lo que estás diciendo?”, preguntó Eliza, tan confundida como dolida. “¿Qué Penny es una loba que te manipuló para que cometieras una infidelidad con ella? Los dos sabemos que eres un hombre débil, Gray, pero ¿me estás tomando el pelo?”.
“No”, dijo él, eligiendo no responder al comentario sobre su debilidad. “Asumo total responsabilidad por mis acciones. Me tomé tres whiskey sours. Le oteé las piernas en ese vestido con el corte lateral. Y ella sabe lo que me pone a cien. Supongo que se debe a todas esas charlas a corazón abierto que habéis tenido las dos a lo largo de los años. Sabía muy bien lo de acariciarme el antebrazo con sus dedos. Sabía qué decir, casi ronroneando en mi oído. Probablemente sabía que tú no habías hecho ninguna de esas cosas en mucho tiempo. Y sabía que no ibas a hacer aparición en esa fiesta de cócteles porque estabas en casa, inconsciente debido a las pastillas para dormir que te tomas la mayoría de las noches”.
Eso se quedó suspendido en el aire durante unos segundos, mientras Eliza trataba de recomponerse. Cuando estuvo segura de que no le iba a gritar, le respondió con una voz sorprendentemente calmada.
“¿Me estás culpando a mí de esto? Porque parece que suena a que dices que no pudiste guardártela en tus pantalones porque tengo problemas para dormir por la noche”.
“No, no lo dije con esa intención”, lloriqueó, retrocediendo ante la ira que había en sus palabras. “Es solo que tú siempre tienes problemas para dormir por la noche. Y nunca pareces muy interesada en quedarte levantada conmigo”.
“Solo para que quede claro, Grayson, dices que no me echas la culpa a mí, pero entonces pasas de inmediato a decir que estoy demasiado colocada de Valium y que no te doy bastante atención de chico grande, así que tuviste que tirarte a mi mejor amiga”.
“¿Qué clase de mejor amiga es para hacer algo así?”, le lanzó Gray desesperado.
“No cambies de tema”, le espetó ella, obligándose a mantener una voz moderada, en parte para evitar despertar a los niños, pero principalmente porque hacerlo era lo único que evitaba que perdiera los estribos. “Ya está en mi lista. Ahora es tu turno. No podías haber venido donde mí y decirme, “mira cariño, realmente me encantaría pasar una velada romántica contigo esta noche” o “cielo, me siento desconectado de ti últimamente. ¿Podemos acercarnos esta noche?” ¿Es que eso no era una opción?”.
“No quería despertarte para molestarte con preguntas como esa”, contestó él, con voz tímida, pero palabras cortantes.
“¿Y así que decidiste que el sarcasmo es la mejor manera de tratar este tema?”, exigió ella.
“Mira”, dijo él, revolviéndose como un escarabajo en busca de una salida, “se ha terminado con Penny. Ella me dijo eso esta tarde y yo estoy de acuerdo. No sé cómo saldremos adelante después de esto, pero quiero hacerlo, aunque solo sea por los niños”.
“¿Aunque solo sea por los niños?”, repitió, asombrada de todas las maneras en que podía fallarle al mismo tiempo. “Lárgate de aquí ahora mismo. Te doy cinco minutos para que hagas una maleta y te metas en tu coche. Reserva un hotel hasta futuro aviso”.
“¿Me estás echando de mi propia casa?”, le preguntó, incrédulo. “¿De la casa que yo he pagado?”.
“No solo te estoy echando”, le susurró llena de ira, “si no estás saliendo del garaje en cinco minutos, llamo a la policía”.
“¿Para decirles qué?”.
“Ponme a prueba”, dijo ella, encendida.
Gray se la quedó mirando. Imperturbable, Eliza caminó hacia el teléfono y lo descolgó. Hasta que no oyó el tono de llamada, él no se puso en marcha. En tres minutos, estaba saliendo a todo correr por la puerta como un perro con el rabo entre las piernas, su bolsa de viaje repleta de camisas y chaquetas formales. Se le cayó un zapato mientras se apresuraba a ir hacia la puerta. No se dio cuenta y Eliza no le dijo nada.
Hasta que no escuchó cómo salía disparado el coche del garaje, no volvió a colgar el teléfono. Bajó la vista a su izquierda y vio que le sangraba la palma de la mano de clavarse las uñas. Ni había notado el escozor hasta este instante.
CAPÍTULO CUATRO
A pesar de que le faltara práctica, Jessie transitó el tráfico desde el centro de Los Ángeles a Norwalk sin demasiados apuros. Por el camino, como una manera de alejar su destino inminente de sus pensamientos, decidió llamar a sus padres.
Sus padres adoptivos, Bruce y Janine Hunt, vivían en Las Cruces, New México. Él era un agente retirado del FBI y ella una profesora jubilada. Jessie había pasado unos cuantos días con ellos de camino a Quantico y tenía pensado hacer lo mismo en su camino de vuelta, pero no tenía suficiente tiempo entre el final del programa y su regreso al trabajo, así que tuvo que olvidarse de la segunda visita. Esperaba volver otra vez muy pronto, sobre todo porque su madre estaba batallando un cáncer.
No parecía justo. Janine llevaba peleando con ello más de una década y eso venía a coronar la otra tragedia a la que se habían enfrentado hacía años. Justo antes de que acogieran a Jessie cuando tenía seis años, acababan de perder a su bebé, también debido a cáncer. Estaban deseosos de rellenar ese hueco en sus corazones, incluso aunque supusiera adoptar a la hija de un asesino en serie, uno