“¿Y dónde estaría la diversión en eso, señorita Jessie? De verdad que tienes mi admiración, pero eso me resulta una ventaja poco razonable. Tenemos que darle una oportunidad al hombre”.
“¿Oportunidad?”, repitió Jessie, incrédula. “¿De qué? ¿De ir un paso por delante para acabar destripándome como le hizo a mi madre?”.
“Bueno, eso es de lo más injusto”, replicó, pareciendo calmarse cuanto más se agitaba Jessie. “Podía haber hecho eso en aquella cabaña en la nieve hace todos esos años, pero no lo hizo. Así que, ¿por qué asumir que te quiere hacer daño ahora? Quizá solo quiera llevar a su damita a pasar el día a Disneyland”.
“Perdona si no me siento tan inclinada a darle el mismo beneficio de la duda”, le espetó. “Esto no es un juego, Bolton. ¿Quieres que te visite de nuevo? Necesito estar con vida para hacerlo. No voy a poder darte mucha coba si tu mentor acaba por descuartizar a tu amiguita favorita”.
“Dos cosas, señorita Jessie: en primer lugar, entiendo que son noticias perturbadoras, pero preferiría que no emplearas ese tono tan familiar conmigo. ¿Me llamas por mi primer nombre? No solo es poco profesional, no es propio de ti”.
Jessie mantuvo un incómodo silencio. Incluso antes de que le dijera lo segundo, ya sabía que no le iba a decir lo que ella quería. Aun así, permaneció en silencio, mordiéndose literalmente la lengua en caso de que él cambiara de idea.
“Y en segundo”, continuó, disfrutando claramente de la inquietud de Jessie, “aunque disfruto de tu compañía, no presupongas que eres mi amiguita favorita. No nos olvidemos de la siempre alerta Oficial Gentry ahí detrás. Es todo un bombón, un bombón rancio y podrido. Como le he dicho en más de una ocasión, cuando salga de este lugar, tengo intención de darle un regalo especial de despedida, no sé si me entiendes. Así que no trates de saltarte la cola de las amiguitas”.
“Yo…” comenzó Jessie, esperando que cambiara de idea.
“Me temo que ya se acabó nuestro tiempo”, dijo con voz cortante. Dicho eso, se giró y caminó hacia el diminuto nicho de su celda con retrete y tiró del divisor de plástico, dando por terminada la conversación.
CAPÍTULO SIETE
Jessie giraba la cabeza de un lado a otro, en busca de alguien o algo fuera de lo normal.
Mientras regresaba a su casa, siguiendo la misma ruta tortuosa que había recorrido por la mañana, todas las medidas de seguridad de las que se había sentido tan orgullosa pocas horas antes le resultaban ahora terriblemente inadecuadas.
En esta ocasión, se ató la melena en un moño y la ocultó debajo de una gorra de béisbol y de la capucha de una sudadera que se había comprado de regreso desde Norwalk. Llevaba una pequeña mochila que se enganchaba por delante, abrazándole el torso. A pesar del anonimato adicional que podrían haberle proporcionado, no llevaba gafas de sol porque le preocupaba que limitaran su campo visual.
Kat había prometido que revisaría las cintas de seguridad de todas las visitas recientes de Crutchfield para ver si se habían pasado algo por alto. También dijo que, si Jessie pudiera esperar hasta que terminara su turno, conduciría hasta DTLA, a pesar de que ella vivía al otro extremo en la Ciudad de la Industria, y le ayudaría a asegurarse de que llegaba a salvo a casa. Jessie rechazó la oferta con amabilidad.
“No puedo contar con tener escolta armada a cualquier parte que vaya a partir de ahora”, insistió.
“¿Por qué no?”, le había preguntado Kat solo medio en bromas.
Ahora, mientras descendía por el pasillo que llevaba a su apartamento, se preguntaba si hubiera debido aceptar la oferta de su amiga. Se sentía especialmente vulnerable con la bolsa de las compras en los brazos. Había un silencio sepulcral en el pasillo y no había visto a nadie en absoluto desde que entrara al edificio. Antes de descartarlo sin más, surgió una noción alocada en su cabeza, que su padre había matado a todo el mundo en su piso para no tener que lidiar con complicaciones cuando se le acercara.
La luz de su mirilla estaba verde, lo que le ofreció cierto alivio mientras abría la puerta, mirando a ambos lados del pasillo por si había alguien que se le fuera a tirar encima. Nadie lo hizo. Una vez en el interior, encendió las luces y después cerró todas las cerraduras antes de desactivar las dos alarmas. Inmediatamente después, volvió a activar la alarma principal, poniéndola en función “casa” para poder moverse por el apartamento sin hacer que saltaran los sensores de movimiento.
Colocó la bolsa de las compras sobre el mostrador de la cocina y examinó el lugar, con la barra luminosa en la mano. Le habían concedido su solicitud de un permiso de armas antes de irse a Quantico y se suponía que le darían su arma cuando fuera a trabajar a comisaría al día siguiente. Parte de ella deseaba que ya la hubiera pasado a recoger cuando se presentó por allí para recoger su correo. Cuando por fin tuvo la seguridad de que su apartamento estaba a salvo, empezó a ordenar las compras, dejando fuera el sashimi que había comprado para cenar en vez de una pizza.
No hay como un sushi de supermercado un lunes por la noche para hacer que una chica sin plan alguno se sienta especial en la gran ciudad.
La idea le provocó una breve risa antes de recordar que le habían dado un mapa de su residencia a su padre el asesino en serie. Quizá no se tratara de un mapa completo con direcciones, pero, por lo que había dicho Crutchfield, era bastante como para que él le acabara encontrando con el tiempo. La pregunta del millón era: ¿y cuándo sería exactamente “con el tiempo”?.
*
Hora y media después, Jessie estaba boxeando con una bolsa pesada, y el sudor le rodaba por el cuerpo. Después de terminar su sushi, se había sentido inquieta y había decidido ir a ejercitar sus frustraciones de manera constructiva al gimnasio.
Nunca había sido una gran adepta al gimnasio, pero durante su tiempo en la Academia Nacional había hecho un descubrimiento inesperado. Cuando entrenaba hasta el agotamiento, no le quedaba espacio por dentro para la ansiedad y el temor que le consumían la mayor parte del resto del tiempo. Si hubiera sabido esto hace una década, se hubiera podido ahorrar miles de noches en vela, y hasta las noches repletas de pesadillas interminables.
También podía haberle salvado unas cuantas visitas a su terapeuta, la doctora Janice Lemmon, una célebre psicóloga forense por derecho propio. La doctora Lemmon era una de las pocas personas que conocían cada uno de los detalles del pasado de Jessie. Le había proporcionado una ayuda inestimable durante los últimos años.
En este momento, estaba en convalecencia de un trasplante de riñón y no estaba disponible para concertar sesiones durante unas cuantas semanas más. Jessie se sentía tentada de pensar que podía saltarse del todo estas visitas, pero, aunque puede que fuera más barato ir solo a la terapia del gimnasio, sabía que seguramente habría momentos en que necesitaría hablar con su doctora en el futuro.
Cuando fue a su consulta para ponerse una serie de vacunas, recordaba cómo, antes de su viaje a Quantico, se había estado despertando cubierta de sudor, respirando con dificultad, intentando recordarse a sí misma que estaba a salvo en Los Ángeles y no de vuelta a la pequeña cabaña en los Ozarks de Missouri, atada a una silla, viendo cómo goteaba la sangre del cadáver cada vez más congelado de su madre muerta.
Ojalá todo eso hubiera sido tan solo un mal sueño, pero era todo cierto. Cuando tenía seis años y el matrimonio de sus padres pasaba por problemas, su padre las había llevado a ella y a su madre a la cabaña que tenía en algún lugar aislado. Mientras estaban allí, les había revelado que había estado secuestrando, torturando, y asesinando a gente durante años. Y después le hizo lo mismo a su propia mujer, Carrie Thurman.
Mientras la esposaba las manos a las vigas del techo de la cabaña e intermitentemente, acuchillaba a su madre con un enorme cuchillo, hizo que Jessie, por aquel entonces