Las nubes se despejan y va amaneciendo. Me pongo un sweater y bajo a la cocina. La lluvia es perfecta.
El café impactó en mis entrañas como una piña demoledora.
La niña que fui
Todavía tengo cosas que escarbar respecto a mi infancia. Creo que la infancia nunca termina. Siempre está latente. La mayoría de las cosas que nos marcan y nos quedan grabadas como recuerdos de manera permanente tienen que ver con nuestra niñez. Somos una especie de niños eternos disfrazados de adultos. La infancia deja una grieta insoslayable.
Tuve una infancia feliz, de eso estoy segura. Los problemas empezaron de adolescente, como les pasa a la mayoría que entra en un túnel con grandes interrogantes existenciales.
Uno cuando es chico no vislumbra las cosas como son. Está perdido divagando y soñando con cosas que en gran parte no pertenecen a la realidad. La realidad es una ficción, una ficción de cuentos de hadas, otros días cuentos de terror, donde los monstruos vienen a sacarnos los ojos y jugar con nuestra alma todavía infante, esperando el momento para saltarnos desde abajo de la cama cuando las luces se apagan.
Los monstruos existen para siempre, cuando somos chicos los vemos con ojos vírgenes, con una imaginación magistral que lo puede todo. Ya más grandes los monstruos se apoyan arriba de la mesa, con ojos enormes de cuentas que pagar y deberes domésticos.
El monstruo de muchos es la muerte. Mi gran monstruo es la vida.
Las horas en la niñez pasan despacio, ajustadas. El día parece interminable, y así, como cualquier mocoso aburrido que ya no sabe más qué hacer para desmembrar el tiempo descubrí los libros.
Solía leer mucho, era en los libros, revistas o cualquier tipo de lectura que me regocijaba y me entregaba a la clandestinidad, donde todo era mío, me pertenecían los mares, las montañas y las calesitas locales de las plazas principales, no había limites para mí. Un día podía ser una babosa y al otro la reina de Inglaterra desterrando a sus súbditos. En mi mente deambulaban ideas fantásticas dignas de ser contadas en novelas milenarias.
Toda esa necesidad de escapar de la realidad se volvía una falacia y las páginas de esos libros que devorada y pesaban sobre mis párpados noches enteras eran mis cómplices. Pero así como leer me ha salvado del presente que se tornaba denso y demasiado ordinario, también hubo libros que me han paralizado y magullado a tal punto de no poder discernir que lo extraordinario que me avivava como a un fuego dulce, no existía más allá de la ficción y se convertía en una plaga imposible de erradicar. Los libros, leídos con la inocencia e ingenuidad de un niño pueden tener el filo de un arma blanca.
Los recuerdos de mi infancia me acercan a la niña que fui, atontada y temerosa, alejada de los confites y fiestas de cumpleaños —por decisión propia, nadie me obligaba a quedarme en mi habitación leyendo sobre la vida de hadas y duendes hasta interminables horas, encerrada en el ropero a la luz de las velas que se derretían en mis rodillas.
Esos libros que además robaba a escondidas, tenían mucho más para ofrecerme que lo que había allá afuera. Sentía que cuando leía me olvidaba del mundo.
Cierro los ojos y soy una sirena, mis pies desaparecen, cuando abro la puerta lentamente del placard en donde me encuentro achino los ojos, veo hilos de luces que provienen desde el pasillo de afuera, voces susurran mi nombre, tapo los oídos para no escuchar; adiós fantasía.
La luminosidad me estremece, desde chica siempre creí que en la oscuridad de la noche pasan cosas mágicas que hay que saber mirar con ojos agudos, como hacen los gatos; en cambio, con la presencia de luz, vemos lo que mejor sabemos, la superficialidad reluciente, la alterabilidad de las cosas que se adaptan a nuestros ojos y suprimen su esencia.
Lo transgredido entonces, hace visible lo tangible, pero lo entrañable de la quietud natural total que retiene el silencio, se halla oculto y es imposible descubrirlo.
Con el tiempo cambié, cansada de ser molestaba en la escuela empecé a defenderme. Tuve que sacar valor de donde fuera para que me respetaran. Las burlas se debían a mi peso (excedido aclaro). Mis compañeros de la escuela se burlaban de la contextura de mi cuerpo: era gorda, muy gorda y se pasaban la mañana denigrándome frente al resto, en el recreo o a la salida cuando todos se aglomeraban en la puerta de entrada cuando el timbre sonaba.
Usaba siempre el mismo pantalón, porque era el único que no me hacía parecer una ballena.
A mi no me molestaba mi gordura, lo que me irritaba era la manera en que me trataban por esa condición; para colmo no podía dejar de comer, la comida era una especie de catarsis y en ella me sentía contenida. Cuando abría la boca para comer me olvidaba de todo, lo mismo que me pasaba cuando leía.
Era un momento pasajero en que la angustia desaparecía.
La gente me trataba con indiferencia haciéndome sentir un cerdo asqueroso y deforme. Creía que alguien como yo siempre estaría sola. Y no me equivocaba —con el tiempo mi metabolismo cambió y mi cuerpo también lo hizo como consecuencia, pero la soledad perduró insistentemente.
Respecto a la manera de defenderme, descubrí que solo siendo cruel podía intimidarlos para que no me molestaran, y me volví tan o más jodida que ellos.
Aprendí malas palabras de todo tipo, me cansé de dar cachetazos y empujones cuando nadie vigilaba en el recreo. Y además una alta dosis de amenazas, siempre efectivas y por supuesto cumplidas.
Todavía me cuesta creer que haya sido así, y hoy sea tan diferente.
Cuando llegaba de la escuela al mediodía, me encerraba en mi cuarto y era ahí, en la oscuridad envolvente, en lo pulcro de la negrura, que me sentía yo, que la tranquilidad me visitaba un rato para después escurrirse por debajo de la puerta hacia algún otro piso. Haber sido así me sirvió para sobrevivir en el día a día, pero me envenené al punto de sentirme una miserable. Dudo si eso tiene que ver más con lo que realmente era y tapaba por temor de descubrirme. Se había desatado una furia en mí, que hasta el día de hoy arrastro cuando lo recuerdo. Por eso creo que la niñez de una u otra manera siempre deja secuelas.
¿Cómo era entonces? Como eran todos supongo, ni buenos ni malos, sino grandes actores. Estoy segura de que en el fondo eran iguales a mí, solamente tenían miedo. Miedo de quedarse solos.
Brotes de felicidad
Creo que él soy yo, un yo hombre escondido en alguna parte que siente a su hembra latir cerca y por eso se aleja, para no recaer en su homosexualidad reprimida. ¡No, qué estoy diciendo! ¡Si fuera así estaría enamorada de un yo gay, de un yo ególatra nacida al mundo por la razón de ser solo para mí y ser mi propio placer!
Sabía que tenía que ser real porque lo había sentido, y el calor de un cuerpo no se siente si no es real, como si estuviera presente ya dentro de mí y me invadiera de pequeños brotes de felicidad.
Tenía que estar muy mal para reconstruir sus ojos, sus labios, su piel, su falo, sus cicatrices y lunares a lo largo de toda su materia.
Yo lo había imaginado antes pero no era castaño, era morocho y cojeaba un poco cuando caminada, me regocijaba en un deseo lastimoso porque sabía que para las demás mujeres él nunca iba a ser el primero, esa especie de lástima por el otro que a uno en su inmundicia le gusta porque se siente humano y humilde. Y qué mentira. La verdad es que nos enamoramos de nosotros mismos, de nuestro ego más profundo proyectado en otro ser, de nuestros deseos más acallados de ser otro más precioso, más perfecto, más completo.
La carencia que es tan difícil identificar, se aloja en ese otro, idílico y heroico.
No me enamoro otra vez, no me enamoro si no es de mi misma, voy a peinarme el cabello sentada frente al espejo y voy a ver mis perfiles más hermosos para sentirme una reina, decir: desde acá puedo volar alto y llegar donde antes no pude.
Pero