La mayoría de las noches tenía pesadillas. Me despertaba a tediosas horas de la madrugada mojada y consternada y después no podía volver a dormirme. Daba vueltas hasta la hora de levantarme para ir a la escuela. Y siempre me encontraba más cansada que mis compañeros. Me dormía en el banco mientras la profesora daba la clase; lo cual le molestaba muchísimo y después me lo recriminaba. Mis padres nunca podían asistir a las reuniones y mucho menos a los llamados de trasmano que hacía la bicha de la maestra para denunciar mi comportamiento durante sus clases. Pero lo cierto es que era la única a la que se lo hacía, era vulnerable. Se la agarraba conmigo porque era la más débil y lo sabía. Ella era de esas personas ponzoñosas que pueden absorberte el alma solo a través de la mirada. Que sienten odio por nada, o quizás tenía el corazón ennegrecido por dolor y era la única forma de expresarlo, no lo sé.
Los que se sienten fracasados, frustrados —conozco algunos— suelen tener una especie de radar a la hora de enganchar a las personas con su magnetismo oscuro y venenoso. Y justamente, los más débiles son vulnerables a ser las víctimas, porque no tienen la fuerza necesaria para imponérseles. Yo era una de esas, en mi interior ardía una vehemencia que me quemaba por dentro, pero había algo que no me dejaba hablar. Una incapacidad para comunicarme que me hacía introvertida y vergonzosa.
El carácter de la maestra era tosco y no me inspiraba ningún respeto. Tenía una manera muy peculiar de hablar que hacía que todo el alumnado la detestara.
Vuelvo al sueño por un momento. Aquel sueño extraño se quedó impreso en mí durante mucho tiempo: caminaba por una especie de túnel semi oscuro. Se escuchaba un sonido gutural que provenía de la calle San Lorenzo cerca a los manzanos de la iglesia principal, a solo unas cuadras de casa; lo supe por el enorme cartel que habían colgado las abuelas para la colectividad del fin de semana donde se armaban actividades para los pobres que venían de las villas.
Estaba descalza —siempre lo estoy en mi sueños, no entiendo la razón. Llevaba un enterito color mostaza que me había regalado Alejandra hacía ya tiempo y que nunca usaba por vergüenza, ya que dada mi contextura física no me favorecía en lo más mínimo.
Llamó mi atención una mancha de sangre color carmesí que brotaba sobre la manga y brillaba en la oquedad de la noche. Cuando observé mi mano corroboré que también tenía sangre, pero ya seca y con un olor asqueroso que emanaba de mis poros.
Me refregué pero la mancha no salió, después la olvidé y seguí caminando. No tenía idea de donde estaba, ni qué hacía ahí. Solo seguí caminando hasta toparme con una playa.
Era una playa extensísima con arena blanca y algo de piedras pequeñas desparramadas a lo largo de toda la orilla del mar, similar a la playa que bordea el Camino del Sol, cerca a la bahía.
Las estrellas alumbraban como si fuesen una luz artificial. No había nadie a mí alrededor, resaltaba mi sombra sobre la arena húmeda.
Caminé unos cuantos minutos siguiendo la línea recta que dejaba el mar sobre la orilla, intentando no mojarme los pies. A pesar del aire cálido podía sentir que el agua estaba demasiado fría.
Más allá del lugar en el que me encontraba, a unos cincuenta metros de distancia había alguien parado en la misma dirección, no podía verle la cara, solo observé su figura y como miraba hacia el mar con las manos en los bolsillos. Parecía petrificado. Tendría un metro setenta de altura aproximadamente y un pelo rizado precioso.
Sus ojos estaban todavía demasiado lejanos para poder descubrirlos.
Me acerqué con intriga caminando con cuidado para no hacer ruido y no asustarlo, él seguía en la misma posición, podía confundirse perfectamente con un árbol.
El hombre escuchó el sonido de una rama que quebré al pisarla; dio la vuelta y me vio detrás. Simultáneamente comenzó a caminar en dirección al Oeste con velocidad.
Le seguí los pasos, podía pasar noches enteras pensando en cómo eran sus ojos. Y sus ojos, con la precariedad de la luz que irradiaba la luna se configuraron en los de un cuervo.
Los pasos que dejaba estaban tan marcados que podía observarse con detalle la suela de sus zapatos.
Temí que fuera peligroso y disminuí el ritmo de la marcha. El hombre por lo pronto no volvió a voltearse, siguió caminando cada vez más rápido hasta finalmente extinguirse en la neblina.
Yo aceleré el paso pero ya me encontraba demasiado lejos como para alcanzarlo. Grité, no sé para qué, ni quisiera sabía quién era, pero de todas maneras ya era demasiado tarde. Ahora me asaltaría la incertidumbre y la impotencia. Me había quedado en la mitad del camino inmóvil, como solía hacer siempre que algo me desconcertaba.
Me resultaba extraño que todo aquello no pareciera ser una pesadilla, mis pesadillas, por lo general eran tormentosas y siempre me dejaban una angustia en el pecho difícil de extinguirse.
Además, en el sueño era consciente de que estaba soñando, por eso tenía el valor de gritarle a un hombre que desconocía.
Yo siempre pienso que la realidad y lo que uno sueña son una misma cosa. A mí, siempre las realidades, paralelas o no, se me mezclaron como si fueran recuerdos de hechos que pasaron. A tal punto de no llegar a comprender qué es lo real y qué está alterado por la memoria.
Mis pies desnudos eran anclados a la arena mojada. El agua helada cortaba mi circulación generándome un dolor insufrible. Ya no podía moverme. Permanecí como una estaca en aquel sitio mirando hacia el mar picado; una ola prominente cayó vorazmente sobre mí devolviéndome a la realidad insustancial en mi habitación.
Mis manos me iban perteneciendo nuevamente, la piel volviéndose cada vez más cálida comenzaba a sentir, el tiempo que duró ese sueño pareció ser eterno; partes perdidas, olvidadas; fragmentos cascados como si fueran un espejo que se derrumba y cae atrozmente al suelo dejando restos que no son más parte de sí, sino piezas particularizadas, aisladas y ajenas unas de otras; encuentros marginales me abolían la razón.
Los recuerdos de todo son cada vez más cercanos y se van armando como un rompecabezas de piezas perdidas devueltas a su lugar de origen. Se acerca el día y con él una nueva posibilidad de vivir. Intentaré no decir mi nombre, no hace falta. Pero sí hay un nombre que es necesario para poder comprenderme. Un nombre en el que voy a encarnizarme para no sentir que me perdí completamente. Comienzo con el sueño de aquel hombre en la playa porque es representativo. Desde este día los días serán distintos, o incluso demasiado iguales.
Escribo porque necesito registrar los hechos previos, tener una especie de memorándum. Quizás incluso un día entienda cómo fue que llegó este momento. No voy a decir nada nuevo: la vida es escalofriante. La vida puede ser la peor o la mejor cosa creada.
Hoy es lunes. Un lunes lluvioso y húmedo. El sonido de los grillos llega hasta la habitación y me siento menos sola. Es de madrugada y tuve otra vez un sueño que me abatió completamente. Creo que será mejor no escribir los días, al fin y al cabo acá lo único importante es escribir para desafiar al tiempo. Voy a escribir de todo y sin tapujos. Cosas más o menos lindas. Disparates que tal vez ni yo misma recuerde al día siguiente. Así soy yo. Una cosa deforme y entrañable.
Quiero sentirme parte del mundo, llegar a través de las palabras a mí misma aún sabiendo que es difícil vivir conmigo.
Hoy este hombre de pelo rizado suplanta a aquel de los ojos rojos por el cual grité infinitas noches en mi niñez saltando de la cama. Una pesadilla reemplaza a otra, menos monstruosa pero más peligrosa.
Me levanto