Tierney asintió.
—La misma sutura que encontramos en Diana Sterling.
—¿Catgut? —preguntó Frost con voz débil. Se había alejado de la mesa y ahora permanecía de pie en un rincón de la sala, listo para acudir al lavatorio—. ¿Es… algo así como una marca?
—No es una marca —dijo Tierney—. El catgut es una clase de hilo quirúrgico hecho con intestinos de vaca o de oveja.
—¿Entonces por qué se llama así? —preguntó Rizzoli.
—Se remonta a la Edad Media, cuando se utilizaban cuerdas de intestino para los instrumentos musicales. Los músicos utilizaban un violín pequeño al que llamaban kit, y por eso las cuerdas se llamaban kitgut. La palabra derivó en catgut. En cirugía, esta clase de sutura se utiliza para coser capas profundas de tejido conectivo. Al final del proceso el cuerpo rompe el material de sutura y lo absorbe.
—¿Y de dónde habrá sacado esta sutura? —Rizzoli miró a Moore—. ¿Ubicaste su posible origen durante el caso Sterling?
—Es casi imposible identificar una fuente específica —dijo Moore—. La sutura catgut es manufacturada por una docena de compañías distintas, casi todas de Asia o de la India. Todavía se utiliza en algunos hospitales extranjeros.
—¿Sólo en hospitales extranjeros?
—Hoy existen mejores alternativas —dijo Tierney—. El catgut no tiene la fuerza ni la duración de las suturas sintéticas. Dudo mucho que los cirujanos estadounidenses lo estén utilizando hoy en día.
—¿Y por qué nuestro asesino la utilizaría?
—Para mantener su campo visual. Con el fin de controlar la hemorragia el tiempo suficiente como para ver lo que hace. Nuestro asesino es un hombre muy pulcro.
Rizzoli extrajo su mano de la herida. La palma enguantada ostentaba un diminuto coágulo de sangre, como un abalorio rojo.
—¿Cuán diestro es? ¿Estamos lidiando con un médico? ¿O con un carnicero?
—Lo que está claro es que tiene conocimientos de anatomía —dijo Tierney—. No me cabe duda de que ya hizo esto antes.
Moore se alejó de la mesa, tratando de apartar el pensamiento de lo que debería de haber sufrido Elena Ortiz, aunque incapaz de mantener las imágenes a raya. Las consecuencias yacían justo delante de él, mirándolo con los ojos abiertos.
Se volvió con un sobresalto cuando los instrumentos entrechocaron en la bandeja de metal. El asistente de la morgue había empujado la bandeja hacia el doctor Tierney, preparado para la incisión en Y. Ahora el asistente estaba inclinado hacia delante y escrutaba la abertura abdominal.
—¿Y qué hace con él? —preguntó—. Una vez que arrebata el útero, ¿qué hace con él?
—No lo sabemos —dijo Tierney—. Los órganos nunca fueron encontrados.
Dos
Moore estaba parado en la vereda del barrio del South End donde Elena Ortiz había muerto. Alguna vez había sido una calle de lúgubres pensiones, un mugriento barrio periférico separado por las vías del ferrocarril de la más cotizada mitad norte de Boston. Pero una ciudad en crecimiento es una criatura voraz, siempre en busca de nuevas tierras, y las vías del ferrocarril no constituyen una barrera para la mirada ávida de los urbanistas. Una nueva generación de bostonianos había descubierto el South End, y las viejas casas de alquiler gradualmente fueron convertidas en edificios de apartamentos.
Elena Ortiz vivía en uno de esos edificios. A pesar de que la vista desde su segundo piso no era inspiradora —sus ventanas daban al lavadero de enfrente—, el edificio al menos ofrecía una valiosa comodidad difícil de encontrar en la ciudad de Boston: una cochera privada, medio oculta en el callejón adyacente.
Moore caminaba ahora por ese callejón, siguiendo con la vista las ventanas de los apartamentos superiores, preguntándose quién lo estaría mirando en ese momento. Nada se movía detrás de los ojos vidriosos de las ventanas. Los inquilinos de este callejón ya habían sido interrogados; nadie había podido dar información de valor.
Se detuvo bajo la ventana del baño de Elena Ortiz y levantó la vista hacia las escaleras de emergencia que llevaban a ella. El último tramo de la escalera estaba replegado y asegurado en su posición horizontal. La noche que Elena Ortiz murió, el auto de un inquilino estaba estacionado justo bajo las escaleras de emergencia. Huellas de zapatillas tamaño cuarenta y uno fueron encontradas más tarde sobre el techo del auto. El asesino lo había utilizado como peldaño para darse envión y alcanzar las escaleras de emergencia.
Vio que la ventana del baño estaba cerrada. No lo estaba la noche en que ella encontró a su verdugo.
Abandonó el callejón y volvió hacia la entrada principal a fin de entrar en el edificio.
Las cintas protectoras de la policía colgaban como flojas serpentinas sobre la puerta del departamento de Elena Ortiz. Corrió el cerrojo y el polvo para huellas digitales se le pegó a la mano como hollín. Una cinta suelta revoloteó sobre sus hombros cuando entró en el departamento.
El living estaba tal como lo recordaba desde su inspección del día anterior junto con Rizzoli. Había sido una visita desagradable, cargada de rivalidad latente. El caso Ortiz había comenzado con Rizzoli como detective en jefe, y ella era lo bastante insegura como para sentirse amenazada por cualquiera que cuestionara su autoridad, en particular un policía varón y mayor que ella. A pesar de estar ahora en el mismo equipo, un equipo que se había ampliado a cinco detectives, Moore se sentía como un intruso en su terreno, y había tenido el cuidado de manifestar sus sugerencias en los términos más diplomáticos. No tenía ganas de embarcarse en una batalla de egos, aunque en eso se había convertido. Ayer había tratado de concentrarse en la escena del crimen, pero el resentimiento de Rizzoli pinchaba a cada momento la burbuja de su concentración.
Únicamente ahora, solo, podía concentrar por completo su atención en el departamento donde había muerto Elena Ortiz. En el living notó un mobiliario mal combinado alrededor de una mesa ratona de mimbre. En un rincón había una computadora, y en el piso una alfombra beige con un diseño de hiedras y flores rosadas. Nada había sido movido desde el asesinato, nada había sido alterado, según Rizzoli. Las últimas luces del día empalidecían detrás de la ventana, pero no encendió la luz. Se quedó allí por un largo rato, sin siquiera mover la cabeza, a la espera de que una quietud absoluta se apoderara del ambiente. Era la primera oportunidad que tenía para visitar a solas la escena, la primera vez que veía este cuarto sin voces ni caras vivas que lo distrajeran. Imaginó que las moléculas de aire, apenas agitadas por su entrada, ya volvían a su imperceptible deriva. Quería que el cuarto le hablara.
No sintió nada. Ninguna sensación de maldad, ninguna vibración de terror.
El asesino no había entrado por la puerta. Tampoco había paseado por su recién conquistado reino de la muerte. Había enfocado todo su tiempo y toda su atención en el dormitorio.
Moore pasó despacio por la diminuta cocina y enfiló hacia el pasillo. Sintió que los pelos de la nuca comenzaban a erizársele. En la primera puerta se detuvo y miró dentro del baño. Encendió la luz.
Jueves… una noche cálida. Tan cálida que en toda la ciudad las ventanas están abiertas para captar cualquier brisa perdida, cualquier bocanada de aire fresco. Te encaramas sobre la escalera de emergencia, transpirando en tu ropa oscura, mirando fijamente el baño. No hay sonido alguno; la mujer duerme en su dormitorio. Tiene que llegar temprano a su trabajo en la florería, y a esta hora su sueño atraviesa la fase más profunda y ensimismada.
Ella no oye el rasguño de tu cuchillo mientras abres la ventana.
Moore observó el empapelado, adornado con pequeños pimpollos de rosa. Un diseño femenino, nada que un hombre elegiría. En todos sus detalles era éste un baño femenino, desde el champú con aroma a frutilla,