Esto que hay aquí es un árbol frondoso: una verdad que, como se ha dicho, se funda —por el ser— en la inmutabilidad da la verdad de Dios. Pero llega el invierno, y el árbol se seca. Este árbol no es un árbol frondoso: otra verdad, atribuible a este mismo árbol, fundada también en la sustentación que el ser de este árbol seco tiene en Dios. Llega un leñador, corta el árbol, pasa a una fábrica y acaba convertido en mesa. Esta mesa era un árbol. ¿Ha cambiado la verdad del árbol? O quizá, ¿para cada cosa existen varias verdades, tantas cuantas sean los grados de sus mutaciones? En realidad, la verdad ontológica de ese árbol no ha cambiado; sucede que su proyecto de existencia es una realización continua. La verdad de ese árbol en Dios contiene todas sus mutaciones, cambios, aumentos, contiene esa “historia”. El desenvolverse de todos esos cambios, el darse de esas mutaciones, todo ese incesante fieri es una sola verdad: su verdad ontológica.
Esta verdad de la cosa —verdad ontológica— es la verdad del ente en cuanto que es ente, en cuanto que es por el ser: verum et ens convertuntur. Todo lo que tiene el ente de ser lo tiene también de inteligibilidad, es decir, de aptitud para adecuarse al entendimiento; con otras palabras, todo lo que el ente tiene de ser lo tiene de verdadero.
La verdad ontológica, por tanto, hace siempre referencia al ser; y la verdad ontológica de los existentes intramundanos se mide por la realización del ser en ellos. Pero uno solo es el acto de ser por el que cada cosa es, luego una sola es la verdad de cada cosa, de cada relación, de cada circunstancia y problema.
Más tarde, apegados a textos de santo Tomás, se volverá sobre esto mismo. Ahora solo interesa clarear el problema, decir lo antes posible qué será objeto de un estudio inmediato. No debe extrañar que desde el principio aparezcan aspectos concretos que parecerán conclusiones. En un tema como la mutabilidad y la historicidad de la verdad está todo tan anudado que un aspecto llama al otro. No es solo cuestión de orden en un lugar, sino de sedimentación. Es imposible que un trabajo sobre la historicidad de la verdad se libre de una historicidad incluso endógena.
En resumen: la verdad, que se dice ontológica o verdad de las cosas (pero siempre en relación con un entendimiento: en este caso, divino) es una e inmutable para cada ser. Todo lo creado y todo lo posible es objeto del conocimiento de la Veritas prima; el ser recibido de Dios funda esta verdad ontológica, que no es sino el on referido al logos divino. Y esto no solo se aplica a la verdad de este árbol, de esta mesa, de este caballo, de este hombre; se aplica a todo lo que es, porque, en cuanto que es, es por participación. De ahí que cuando se hable de verdad ontológica inmutable siempre se hará referencia tanto a la verdad de esos objetos de conocimiento que han servido siempre de ejemplos (Pedro, el triángulo, el árbol, la piedra, etc.) cuanto a la verdad ontológica de un problema, de una acción, de una situación concreta… Todo es y todo tiene necesidad de ser entendido porque todo es inteligible.
El deseo de comprensión no es solo una aspiración sentimental; es una exigencia del mismo ser, porque el ser está hecho para ser comprendido. En eso podría basarse la afirmación de una “filosofía total”, que intente comprender todo el ser, todo el hombre. No hay una zona aislada destinada ex nativitate a la incomprensión. Si todo es, todo es verdad, y todo es, por tanto, susceptible de conocimiento.
Dos palabras más: la inmutabilidad de la verdad de la cosa (verdad ontológica), no impide la riqueza del ser. Nada escapa a la comprensión de la Veritas Prima; en Dios está de un solo golpe de vista toda la estructura íntima y la evolución de cada ser; algo semejante al infinito hegeliano que conoce, una por una, todas sus determinaciones finitas. Según Hegel las conoce como propias; partiendo de la creación se puede usar la idea de Hegel sin ningún compromiso de panteísmo.
Por eso, nada hay más rico, nada más lleno, ni más inagotable que la verdad ontológica de cualquier ser. El entendimiento humano se acerca a ella cautamente, y su primer intento de comprehensión es genérico, es un orden de razón por el que procura “sujetar” ese dinamismo interno del ser: “Pedro es animal racional”. Este primer acercamiento —imprescindible— es insuficiente. El entendimiento profundizará en el Es que le ha dado el primer juicio, y estará en condiciones de emprender un camino inagotable. El hombre Es: he aquí el camino del ser; y he aquí también la verdad inicial y la final.
Esta verdad que nos va a descubrir tanto es la verdad de nuestro entendimiento: la verdad lógica.
[1] Cfr. los textos antes citados del De Veritate. Toda esa obra está montada en ese planteamiento, difícilmente negable. Además los comentarios a Peri Herme. I, 3, n.9 y Metaph. VI, 4, n.1236. En la Suma Teológica, Iª Pars, q. 16, a. 2.
3.
LA VERDAD LÓGICA: ¿MUTABILIDAD O INMUTABILIDAD?
EN EL PAISAJE HUMANO —POR USAR UNA EXPRESIÓN muy querida de los historicistas— hay una variedad rica, inacabable de seres, todos con una plenitud óntica no absoluta, pero sí de algún modo inagotable. Todo es ser y todo es inteligible. Tarea del hombre es esforzarse con su inteligencia, en eso que, con términos muy siglo XIX, se ha llamado «penetrar los secretos de la Naturaleza».
Vimos en el texto de la cuestión disputada De Veritate —q. 1, art. 9— que en la naturaleza del entendimiento está ut rebus conformetur, que se conforme a las cosas. Así de una parte se encuentra la oferta de la inteligibilidad de todo lo que es; de otra, la exigencia de intelección que por naturaleza tiene el entendimiento humano. Es más, esta exigencia de entender no se agota (por naturaleza también) en un simple conocimiento, en el presentarse intencionalmente cosas, personas, hechos y situaciones. La exigencia de entender, es una exigencia de verdad. No se pueden olvidar esas palabras: ut rebus conformetur. Y conformarse a las cosas no es sino hacerse —como apuntaba Aristóteles— quodammodo omnia, de algún modo todas las cosas. “Conformarse, “hacerse”, ¿no es esto, en definitiva, adaequatio intellectus et rei?
Señala Carlini[1] que la expresión “verdad lógica” suena mal al oído moderno. Es cierto. Lógica se ha hecho sinónimo de formalismo abstracto, de separación de lo vivo. Sin embargo, incluso en el lenguaje común se encuentran expresiones que acreditan el uso legítimo de “lógico”. Decimos, por ejemplo, “como es lógico” y no pretendemos insinuar “como es abstracto; frío y formal”, sino precisamente todo lo contrario: “Como es natural”. “Como es natural”: esto sí que no resulta tan poco amable a ese hipotético oído moderno. Verdad lógica quiere decir precisamente esa verdad de nuestro entendimiento, algo tan “natural” en el hombre que, concretamente, lo distingue del animal o de la planta. En definitiva, ese “lógica” se refiere al logos, intellectus, que es uno de los términos de la definición de la verdad.
La verdad lógica es, por tanto, la verdad de nuestro entendimiento; una verdad medida por lo que conocemos, pero que, como ya ha habido ocasión de indicar más de una vez[2], no es mera copia del objeto; es, en cierto modo, adecuarse a algo hacia lo que ya se “estaba” ordenado.
La verdad lógica —y este es quizá el aspecto más interesante, el que permitirá un desarrollo más rico— se halla formaliter in iudicio, formal, propiamente en el juicio. En el juicio el entendimiento se adecúa a la cosa y descubre el ser de una manera aparentemente simple pero que encierra toda la hondura del filosofar. Un texto, entre muchos, de santo Tomás:
«Solo en esta segunda operación del intelecto está la verdad o la falsedad, porque no solo el intelecto tiene similitud con la cosa entendida, sino que reflexiona sobre esa misma semejanza, conociéndola y juzgándola»[3].
Este reflexionar sobre esa misma semejanza se puede llamar con toda propiedad un acto de “coimplicación” en el ser. Más claro: reflexionar sobre esta semejanza es el primer paso para adentrarse en el misterio del ser quo, por el que las cosas son y por el que puedo yo “comprometerme” en esa existencia.
Cuando afirmamos: “El río es ancho”, no enunciamos una verdad totalmente fuera de nosotros mismos. El juicio nos complica en el ser, demuestra que estamos abiertos a él, que lo “arañamos”