Es necesario abrir paso a lo nuevo, porque no se trata de lo nuevo por lo nuevo, sino de lo nuevo por lo verdadero, de lo nuevo en el ser.
He dividido estas páginas en dos partes: la Primera trata del problema de la mutabilidad de la verdad tal y cómo se lo planteó santo Tomás de Aquino. Se procura también “ambientar” las soluciones tomistas, para ir, como de paso, introduciendo la cuestión de la historicidad. La Segunda trata de la historicidad de la verdad, con algunos problemas conexos: los caminos de posibilidad de una profundización en la verdad. Ambas partes tienen una única conclusión; progresar en la verdad en el trasfondo de su inmutabilidad. La grandeza de la verdad, en el ser humano, radica precisamente en el campo indefinido que ofrece a una comprensión variable.
[1] De la esencia de la verdad, Herder, Barcelona, 2009, p. 69. Transcripción de un curso impartido en la Universidad de Friburgo, 1931-1932. Retoma el tema de la conferencia La esencia de la verdad, de 1930.
[2] PARIS. G., La littérature francaise au Moyen Age; Hachette, París, 1888.
[3] De BARTH, A., Quaestiones naturales, prol. dans Marténe et Durand. Thesaurum novum anecdotorum, I, 2a 1, citado por CHENU, M. D, La théologie au douziéme siecle, París, Hachette, 1957, p. 3. La dialéctica “antiguos” / “modernos” es muy anterior a la Modernidad.
PRIMERA PARTE
1.
HISTORIA DE UNA DEFINICIÓN
ISAAC BEN SALOMÓN ISRAEL, del siglo IX y X, vivió entre los años 885 y 895 en El Cairo, donde adquirió fama de gran médico. Dejó escrito en el Liber definitionum (Séger ha-Yesodot)[1] una definición de verdad destinada a ser repetida mil veces por toda la Escolástica y por no pocos autores no escolásticos[2]. Para Isaac, que recoge la doctrina aristotélica del libro I de la Metafísica (cap. 1) y del libro VI (cap. 3), veritas est adaequatio intellectus et rei, verdad es adecuación del intelecto y la realidad. Tomás de Aquino trascribirá a menudo esta definición del judío Isaac.
Pero antes de intentar esclarecer esa definición, convendrá señalar someramente la historia de la concepción de la verdad, la historia de la definición: historia compleja, porque el tema de la verdad es —ni más ni menos— el tema de la filosofía o del saber.
La pregunta de los presocráticos (de Tales a Demócrito) por el άρχη de las cosas, era una pregunta sobre su verdad. La búsqueda de la verdad tuvo en los presocráticos ese sabor telúrico, atenerse a lo más inmediato: el agua, el aire, el fuego. Parménides da un salto ya metafísico. En su poema, la diosa lo incita a entregarse totalmente a la verdad; «que es y no es posible que no sea», lo inmutable, lo perfecto, lo que los sentimientos no puedan conocer, porque es tierra privada del entendimiento[3]. Su «una sola cosa es el pensar y el ser», traducido de diversas maneras, da ya en la diana: ser y entendimiento son el uno para el otro.
Platón pone la verdad en el mundo de las ideas, y en este sentido no admite una inmediata comprensión de ella. Pero deja una vía abierta en su búsqueda: la vía de la opinión, que no es infalible, pero que es de uso inderogable, mientras no contemplemos las ideas en su medio, cara a cara. Platón no es escéptico: acertamos con opiniones verdaderas, pero para alcanzar la verdad plenamente hay que salir de la “caverna”, elevarse al mundo ideal, y, liberados de las prisiones de los sentidos, unirse en acto con el arquetipo de todo lo verdadero, la idea de Bien[4].
Aristóteles, que ante el ser parmenidiano ha afirmado que el ser se dice en muchos sentidos, pone la verdad en relación con el ser, y con el acto del entendimiento que desvela al ser, con el juicio[5]. El aristotelismo resolvió la antinomia inmovilismo-movilismo con el concepto de potencia; ahora introduce la analogía en el ser-verdad de Parménides y lo hace más asequible al entendimiento. La mentalidad lógica de Aristóteles —junto con una genuina experiencia metafísica— le lleva a afirmar que en el juicio nos ponemos en relación con el ser, que allí —como en su lugar propio— lo tocamos, cuando unimos lo que está unido y dividimos lo dividido. El juicio es, por tanto, una síntesis; y una síntesis que se adecúa a la realidad. Sería interesante “perseguir” este concepto aristotélico de verdad hasta la definición de Isaac: adaequatio intellectus et rei. Y sobre todo ver hasta qué punto se ha entendido esta definición como verdad-copia. Este estudio falta.
Santo Tomás recoge la tradición filosófica de esta definición de verdad, y la elabora ya desde sus primeros escritos En los Comentarios a los libros de las Sentencias, en el De Veritate, en la Summa contra Gentiles, en la Iª pars de la Summa Theologiae… Es una cuestión que aparece y reaparece en todo el pensamiento tomista.
Es preciso destacar una característica fundamental de la labor de Tomás: frente a toda una tradición (Platón, Plotino, Anselmo, Agustín) afirma que no hace falta acudir a la verdad divina para explicar la verdad de nuestro conocimiento. No hace falta, se entiende, caso por caso; sí principiative, si se atiende al origen, porque «de la verdad del intelecto divino ejemplarmente procede en nuestro intelecto la verdad de los primeros principios según la cual juzgamos todo»[6].
Santo Tomás, en definitiva, acepta la definición de verdad como adaequatio. Pero siempre cabe preguntarse: ¿qué significa que el entendimiento se adecúa a una cosa?, ¿cómo sucede? Hay un texto —De Veritate, q.1, art. 9— que suele entenderse como el fundamento de una interpretación más lúcida de la gnoseología tomista: «El conocimiento por el intelecto se da en la medida en que el intelecto reflexiona sobre su acto (de entender); pero no solo en la medida en que conoce su propio acto sino también en la medida en que conoce su proporción con la cosa (conocida). No se puede conocer a no ser que sea conocida la naturaleza del mismo acto de conocer, y esto no puede ser conocido a no ser que se conozca la naturaleza del principio activo, que es el mismo intelecto, en cuya naturaleza está que se conforme a las cosas»[7].
El texto está lleno de sugerencias, y las más importantes se refieren directamente a la cuestión que aquí se trata. Interesa destacar en este momento algo que en el texto se dice abiertamente: que en la adecuación que es la verdad, intellectus et res (“cosa” tiene un sentido amplio equivalente a “lo que es”, a lo ente) no se comportan “como modelo y fotógrafo”, por poner un ejemplo; si es verdad que el ser de la cosa es la causa ontológica de nuestro conocimiento (y de la verdad), no lo es menos que al conocer prefiguro en cierto modo la cosa.
La definición aristotélica-escolástica de la verdad ha durado; el descrédito que en algunos aspectos ha sufrido la filosofía no ha alcanzado casi nunca a la definición de verdad[8]. No han faltado —cierto— los ataques, pero son de esos ataques que demuestran la permanencia. La definición adaequatio intellectus et rei va unida a toda gnoseología realista que da por segura esta afirmación: conocer, decir verdad de una cosa, es decir lo que la cosa es, por el ser.
De Descartes a Heidegger hay un paréntesis crítico. La verdad se hace inmanente. No falta tampoco el escepticismo: para Bacon veritas est filia temporis. Y cuando el racionalismo se convierte en idealismo, la verdad se concebirá dentro del ciclo de la evolución del Espíritu Absoluto. No es el momento de detenerse en un análisis de la concepción de la verdad en el pensamiento filosófico que va de Descartes a Heidegger. Pero interesa precisar —aunque ahora sea de paso— la concepción que tiene de la verdad el filósofo existencialista alemán.
Heidegger