La sociedad invernadero es un intento de pensar sin dogmatismos ni interpretaciones lineales la trama profunda de nuestra contemporaneidad, sus lógicas y estrategias de dominación, las fisuras y las crisis del sistema, los peligros y las oportunidades que se abren a nuestro alrededor, las herencias y las tradiciones que nos constituyen, los conflictos que nos atraviesan y la historicidad que nos define. He preferido una polifonía de autores y textos que, desde diversas perspectivas analíticas, han buscado desentrañar la actualidad de la sociedad del capitalismo neoliberal pero sin resignarse a la llegada del fin de la historia y mucho menos a la aceptación pasiva de la muerte de las ideologías. Cierta reivindicación del eclecticismo recorre estas páginas, en las que me he dejado interpelar y guiar por pensadores y pensadoras que no coinciden entre sí necesariamente en su diagnóstico de la época, pero que, en la mayoría de los casos, sostienen una inclaudicable posición emancipatoria. En todo caso, de cada uno de ellos he preferido extraer su lucidez crítica, su riqueza de análisis, sus arriesgadas interpretaciones, su heterodoxia y la libertad con la que se saben mover a la hora de buscar comprender el carácter de una época que lleva en su interior la dialéctica de civilización y barbarie. Con David Harvey, Giovanni Arrighi, Emmanuel Wallerstein, Joseph Vogl, Wolfgang Streeck, Robert Kurz, Anselm Jappe, entre otros economistas, sociólogos y filósofos con los que busqué dialogar y expandir mi comprensión, aprendí a leer el carácter del capitalismo neoliberal, a descubrir sus debilidades, a desentrañar su obsolescencia y a desprenderme de lecturas ahistóricas y fatalistas. Con y a través de ellos –jugando con sus diferencias en ocasiones radicales– pude regresar a un Marx redescubierto como fecundador indispensable de cualquier interpretación honda y crítica del capitalismo. Siguiendo los trazos de filósofos e intelectuales críticos como Slavoj Žižek, Wendy Brown, Fredric Jameson, Horacio González, Boris Groys, Nicolás Casullo, Judith Butler, Mark Fisher, Ernesto Laclau, para citar sólo a algunos pero sin ánimo de abrumar al lector con vacíos paseos eruditos, logré –eso espero– iluminar mejor la trama de la dominación y los horizontes de un pensamiento que sigue interrogando por la potencia de liberación que se guarda en la humanidad, a la vez que me ofrecieron distintas perspectivas para analizar la dimensión de lo político e indagar por las derivas del sujeto en una época de catástrofes sociales, precarización existencial y preguntas inquietantes por las encrucijadas abiertas en un mundo que marcha a ciegas. Un párrafo especial merecen dos libros escritos, cada uno de ellos a cuatro manos, con los que pude adentrarme en una decisiva cartografía del neoliberalismo, penetrando, por un lado, y a través de las refinadas y competentes investigaciones de Christian Laval y Pierre Dardot, en la cocina teórica, ideológica, jurídica y política de una concepción económica que acabaría por volverse hegemónica y que tiene, detrás suyo, una dilatada historia cuya genealogía comenzó a desentrañar anticipatoriamente Michel Foucault, al que ambos autores le deben mucho; por otro lado, y siguiendo a Luc Boltanski y a Ève Chiapello, penetrar en «el nuevo espíritu del capitalismo» formateado desde los años 1960 y en el interior del universo del managment y de la apropiación que de la «crítica artística» hicieron los cultores del neoliberalismo. En un sentido equivalente, no dejaron de ser enriquecedores y provocadores autores (me refiero a Jean Baudrillard, Bifo Berardi, Byung-Chul Han y Éric Sadin), con los que discuto en algunos capítulos, que me llevaron por la lógica del semiocapitalismo, la digitalización del mundo, el dominio de lo virtual y del simulacro, a la par que me ofrecieron la posibilidad de interrogarme por las nuevas formas de la sujeción y de la servidumbre voluntaria.
Con Jorge Alemán me unen afinidades y deseos de poner en debate la complejidad de esta dura época que nos toca vivir; testimonio de eso son las tres cartas que cierran este libro y que son apenas una parte de una ya larga correspondencia que tiene mucho que ver con la decisión de aventurarme en una escritura que dio forma a La sociedad invernadero, que nació originalmente con el proyecto de editar nuestro intercambio epistolar, pero que después siguió su propio derrotero. Entre Lacan y Benjamin, entre la cuestión del sujeto y de la subjetivación, en la imprescindible recepción crítica del legado laclausiano en torno al populismo, en el debate sobre el capitalismo y sus crisis, y, sobre todo, en la intersección de nuestras mutuas obsesiones argentinas, latinoamericanas y europeas se abrieron, para mí, decisivas líneas de reflexión e investigación asociadas a la necesidad de intervenir en las luchas emancipatorias de nuestro tiempo urgente y dramático. Este libro, eso espero, quiere ser una caja de resonancia de ideas y debates sin los cuales se volverá más inhóspito e indescifrable el tiempo por el que estamos atravesando. Pero es expresión, a su vez, de una confianza última en la palabra escrita y en las herencias filosóficas, culturales y políticas que, a lo largo de la historia, siguen insistiendo en disputar el sentido del mundo bajo el signo de la libertad, la igualdad, la emancipación y la defensa de los seres humanos, de los animales, de todas las criaturas vivas y de la tierra que nos cobija.
San Miguel de los ríos –sierras de Córdoba–, Coghlan –Buenos Aires–, febrero de 2019
CAPÍTULO I
Las paradojas de la libertad
El mayor logro del nuevo complejo cognitivo-militar es que la opresión directa y obvia ya no es necesaria: los individuos están mucho mejor controlados e «impulsados» en la dirección deseada cuando siguen experimentándose como agentes libres y autónomos de sus propias vidas.
Slavoj Žižek
I
La capacidad del Sistema para capturar el sentido común de la época constituye uno de los problemas ineludibles a los que debe enfrentarse el pensamiento emancipatorio, aquel que todavía piensa en términos de la dialéctica «individuo-colectivo», que quiere seguir apostando a una sociedad en la que se puedan conjugar los deseos de libertad con las demandas de igualdad. Ese «sentido común» que hoy parece corresponderse con una claudicación de los principios de la igualdad en detrimento de lo común, de lo público y de lo participativo-político, tiene uno de sus pilares en la naturalización de la idea (performativa) de libertad asentada en la tradición del viejo y del nuevo liberalismo (con las consiguientes diferencias que no hay que dejar de señalar entre la doctrina promovida por John Locke y la que en la actualidad lleva el nombre de neoliberalismo, diferencias que giran alrededor de una escisión, cada vez más abismal, entre el individuo llamado al goce solipsista del consumo y el antiguo concepto de responsabilidad del yo para con la comunidad que subsistía en aquel liberalismo anglosajón de los siglos XVIII y XIX, y que todavía giraba alrededor de valores universales que, eso sí, se correspondían con los intereses, las necesidades y la forma de dominación de la burguesía emergente de la revolución industrial. El caso emblemático es el de la relación entre ideólogos del liberalismo –como John Locke, Thomas Jefferson o John Calhoun– y la continuidad del sistema de esclavitud[1]). La hipérbole de un individualismo salido de cauce, absolutamente autorreferencial y de espaldas a lo común, constituye el centro de la deflagración de la vida social contemporánea. Si bien es posible y necesario seguir la línea genealógica que va del liberalismo clásico al neoliberalismo, es también fundamental destacar sus diferencias, en especial aquella que nos ocupa y nos preocupa en este capítulo y que se relaciona directamente con la cuestión del individuo y la libertad. La novedad tiene que ver con esa hipérbole que lleva al individuo a un radical desplazamiento entre él y la sociedad, haciendo del Yo el eje del mundo representado sin prestar atención a la paradoja a la que es sometido por las demandas del mercado: su masificación consumista y su solipsismo ignorante de las redes que lo conectan con un orden que determina su existencia en grados asfixiantes, pero recubiertos por la fantasía de una libertad nacida supuestamente de su propia voluntad.
En la exacerbación de este carácter egoísta se monta la estrategia de un Sistema que no ha dudado en dinamitar la relación, siempre compleja y no exenta de conflictos, entre la tradición igualitarista