–Eso es cruel, incluso para ti, Ortega –contestó.
–Pero tú no te has deslindado de esa idea en este momento, Martha.
–Me conoces desde pequeña, Alberto, conviviste con mi padre, sufriste con su asesinato, también has sido víctima del mismo sistema hasta que los traicionaste.
–Y porque te conozco sé que aspiras a Los Pinos, y creo poder ayudarte.
–No me pidas que te ofrezca Bucareli, Alberto.
–Un viejo como tu servidor ya no está en la posición de presidir algo en la administración pública federal, simplemente quiero ayudarte, y así vivir con más tranquilidad lo que me queda de vida.
–¿Seguro que sólo es eso? –La incredulidad invadía su semblante–, te conozco Alberto, sé que traes algo entre manos.
–Si fuera así, ¿crees qué eso te perjudicaría?
–Has sido como un tío para mí, pero al fin y al cabo esto no deja de ser política.
–Querida, orgullo será portar esa escuálida banda presidencial.
Suspiraba y con su cabeza asentaba, aquella mujer pronto cambiaría la historia.
–Bien –continué–, al iniciar la campaña tienes quehacer.
Después de una hora de conversación, Martha se encontraba en la posición de infundir miedo y respeto, su determinación por llegar a la silla del águila habría tomado un nuevo impulso, información fresca como un respiro matutino. De un movimiento enérgico abandonaría aquel discreto restaurante del centro histórico y era inevitable que una sonrisa morbosa se formara en mi rostro… Antonio, Martha y yo compartíamos el síndrome de hubris, desayunábamos, comíamos y cenábamos ambición de poder para terminar soñando con más poder. Salí de ahí rumbo al aeropuerto, sólo fui detenido por el vibrar de mi teléfono con la llamada que recordaba lo tarde que iba a la próxima reunión.
–Quetzal, voy en camino.
Aquella voz aguda tras el auricular no daba espacio a algo que no fuera la impaciencia, hombre impertinente ha de creer de mí, nada de preocupación debía encontrar al marchar todo conforme al plan.
–¿Cómo va Antonio? – pregunté.
–Él tiene que estar preparado… más te vale no haberte equivocado, Alberto.
–Dale tiempo.
– ¿Cómo salió la reunión con Martha?
–Se acaba de ir, está interesada, aunque no confía mucho, preferirá mantenerse totalmente alejada de mí en público –terminé antes de colgar.
Salí de aquel deprimente lugar para ser recibido por la avenida Juárez y frente a mí, aquel tipo de monumento sólo levantado a los beneficiados de la historia, como lo es el Hemiciclo a Juárez, mediocres transeúntes atiborraban las banquetas creyendo tener un destino, dormitando y vegetando por la ciudad y por sus vidas, quitando oxígeno a personas tan importantes como yo. Al fin y al cabo, los necesitamos… si no, ¿a quién controlaríamos? ¿A costa de quiénes nos haríamos ricos? Caminaba hacia la esquina del parque cuando dos jóvenes sentados en una banca llamarían mi atención, amigos y rivales en un juego de ajedrez donde las fichas blancas superaban a las negras.
–¡Tal y como en la vida real! –pensé.
Era claro que el juego estaba en sus últimas instancias; aquel joven de piel de bronce, tan grasosa que desentonaba con su cabello negro y lacio, de corte extravagante y de ropaje de tianguis, movía su reina blanca para poner en jaque al rey negro sin que éste diera cuenta de que aquella reina no era la única pieza que lo pondría en apuros, pues un alfil lo acechaba desde lo recóndito del tablero, tan oculto como una eminencia gris.
–¿Dónde he visto esto antes? – de nuevo pensé, ironizando.
Miré como una sonrisa triunfante comenzó a dibujarse en el rostro ancestral de aquel joven, igual que se formaba en mí una similar.
–El éxito es de quienes aumentan sus probabilidades –les mencioné a aquellos dos jóvenes antes de dar la media vuelta y seguir mi camino.
Un alfil y una reina blanca en mi tablero atacaban a un decaído rey, Martha y Antonio, poco a poco acababan con la actual administración federal, y me encontraba a sólo unos cuentos movimientos del jaque mate que deseé desde el día de mi destierro, venganza jurada a aquel sistema que me acusó neciamente de traición.
–¿Por qué limitar mis posibilidades a que tenga éxito, Antonio? –pensé.
Martha tenía razones para desconfiar de este viejo, pues ya no me interesaba su bienestar, ya no era aquella niña huérfana que tanto admiraba y yo ya no era aquel hombre que creía fervientemente en la justicia social… la usaba completamente para cumplir mis objetivos, igual como usaba a Antonio.
–¿Taxi? –interrumpió una voz vulgar junto a la acera.
–A Paseo de la Reforma, y ¡rápido!
La singular música en el estéreo del taxi, el chofer de repulsivo aroma que hipnotizado seguía la letra y semáforos escarlatas a nuestras espaldas, ciclistas que nos bordean y fracasados limpiaparabrisas en las esquinas, la indiferencia de la sociedad mexicana y su incapacidad de ver los hilos que de ellos se desprenden, postrados en nuestro nítido escenario como fútiles marionetas.
–En ese edificio, por favor.
Bajé y caminé hacía la gran recepción, la apatía del personal y la gran atención en sus teléfonos eran sincronizadas por la misma ambición que compartían.
–Buen día, tengo cita con Mr. Lancaster –dije a la recepcionista.
–¿Quién le busca?
–El doctor Alberto Ortega Cisneros.
–Tome asiento, en unos minutos le atenderá.
“El silencio llegó a nuestra conversación, ambos sabíamos
que nos engañábamos al negar rozar nuestros labios mientras
pregonábamos en nuestro interior la pasión que intentábamos
extinguir… al fin ella decidiría seguir la rutina que el tercero le dedicaba. Sólo era un juego… un escape a esa rutina y nada más… la indiferencia en sus actos sofocaría en mí poco a poco lo que sentía, mientras ofendíamos a nuestros destinos declarando la unión que guardábamos… ¡he de olvidarte! Al ser preferible no verte que amarte y no tenerte…”
Antonio era atormentado por semanas de silencio de Elizabeth. Hombre que prefería arder en sus sentimientos que levantar el teléfono y llamarle, que reprimían sus sentimientos con tal acuerdo y se prometían mutuamente no hablarse… que olvidaban que habían nacido para estar juntos, y confiaba en sus pendientes para no pensar en ella, hombre que odiaba pasar por todas partes que le recordaban a ella, y que el simple recuerdo de su sonrisa y la calidez con la que estrechaban sus manos erizaba su piel como el abrazo de alguien a quien verdaderamente se ama, y la distancia entre ellos era pretexto para platicar con sus similares sobre el otro intentando olvidar al recordarse, engañándose al imposibilitar verse y amarse, acariciarse y besarse… fundirse en lo que representaban, pero ahí estaban los dos sufriendo, rindiendo pleitesía a su inmadurez, actuando con el orgullo de las más nobles novelas.
–Más le vale no tener distracciones –susurré entre dientes–, mientras contemplaba la pintura de la recepción que tanto me recordaba al amor sofocado por el orgullo.
¿Pero qué podía aconsejar a Antonio, si había sido el interés el motivo para casarme? Ahora era un viejo malhumorado, casado sólo