Al subir y ser hora en que las mayorías se trasladan a sus mazmorras contemporáneamente denominadas oficinas, noté que el autobús ya se encontraba lleno; la congestión de corrientes aromas matutinos impregnados en aquellos endebles cuerpos, como si su autoestima dependiera de eso. Espera, sí depende de eso la variedad de texturas y presiones en un transporte saturado.
–Ni el limbo se ha de encontrar tan lleno como este sitio –susurré irónicamente.
El transporte público es el lugar donde el egoísmo de la gente se torna más obvio que de costumbre. Una señora de taciturno aspecto se levantaba de su asiento para anunciar su bajada al llegar a su destino; una multitud de usuarios se apresuran a ganar aquel asiento, como una competencia descrita por Smith hace más de dos siglos; otra señora embarazada que mira en sus compañeros de viaje dormitar como un pretexto egoísta para no ceder su espacio; un adolescente que aparenta desconocer los avances tecnológicos al no usar audífonos para aquel fragor, más que música; el idiota que provoca náuseas con su desayuno y el prepotente que conmina tajantemente bajar en un lugar prohibido. ¿Bienaventurados? Criticarán al sistema económico del libre mercado; hablarán pestes de aquellos beneficiados por la inequidad al principio de sus vidas, pero siglos atrás un dramaturgo de chalado mostacho dedicaría un valioso espacio en una de sus obras para describir cómo los peces grandes se comen a los chicos; cómo en esta vida no se necesitan sueños, sino metas y, adaptándose a la vida, triunfan como si conocieran las reglas del juego. Así es este inequitativo sistema económico, tan semejante a la desigualdad humana. Así es esta sociedad reflejada en este pequeño espacio llamado transporte público.
Bajé del autobús para trasladarme a la Cumbre. Al acercarme, los gritos de protesta de la muchedumbre en el horizonte, el reflejo del sol en los pulcros cristales de aquel edificio y los treinta y tres elementos de seguridad que custodiaban el sitio parecían darme la bienvenida. Entre dos columnas de cristal ingresé al edificio para ser cálidamente recibido por el embajador de México en la República Chilena, un hombre nada septuagenario en su actitud aunque sus claras canas exhibían su experiencia, de sonrisa lúcida y de mirar forzudo; se trataba del doctor Alberto Ortega Cisneros, hombre pragmático y de demostrables capacidades políticas, mismas que aterrorizarían al “establishment” mexicano y, como solía ocurrir, fue mandado al exilio político hasta los rincones de la tierra andina. Extendió su nudosa mano y cálidamente me saludó mientras pronunciaba una de sus irónicas bromas para comenzar nuestro día de trabajo.
–¿Cómo va tu camino al Senado, muchacho? –preguntó mientras su férrea mirada se centraba en mí.
–Doctor Ortega, mucho sin verle.
Aquel hombre de trayectoria era de los pocos sobre Gea que sabía de mi interés por llegar al Senado en los próximos comicios, y que la Cumbre se denotaba como mi Rubicón, donde no habría marcha atrás; la suerte estaría echada, una que se habría entretejido en los años previos con alianzas y traiciones, negocios y visiones.
–No hace falta que le diga cómo va mi camino; deduzco que gente suya ya le han informado– le respondí ironizando, de sobra era decir que aquel hombre conservaba una vasta red de informantes, donde y cuando él quisiera orquestaría el Watergate mexicano con el patoso Presidente en turno.
–¿En verdad estás dispuesto a ser un peón más en mi tablero, Mendoza? –burlescamente continuó.
–No cualquier peón, doctor Ortega, sólo uno que está a unos movimientos de convertirse en reina de su posible tablero.
–¿Qué haría un joven como tú para que volviera a las andadas, tan lejos de Bucareli y tan cerca de Los Pinos?
–Doctor Ortega, tras su destierro, curiosamente se cambió de proveedores militares y la obra pública presume no sólo de cambios posmodernistas en su arte, sino también a las constructoras concesionarias, sus campos veracruzanos poco a poco son acabados por los nuevos programas federales, ganando simpatías en sus bases, que poco a poco pierde y, sin estar satisfechos, acaban de renovar los liderazgos del partido, esfumando a sus “peones”.
–Veo que está informado, señor Mendoza –contestó mientras su tono de voz cambiaba.
–No es el único que aprecia la información, Doctor.
Aunque el tono y su semblante se relajaran hacia mí, sabía que aquel hombre no se dejaría sorprender ni se sometería a mis advertencias. Él también se encontraba en el mismo tablero de cuadros bicolor buscando su venganza.
–Señor Mendoza, le daré un último consejo para concluir, el establishment continuamente renueva a sus miembros, pero no sus causas.
Tras sus palabras, se retiró a la segunda fila, lejos de las menciones por parte del maestro de ceremonias al darse a conocer los invitados especiales, amargado, esperando que lo provocaran.
Entre billeteras y relojes suntuosos, dio comienzo la Cumbre de Negocios sin que mi suerte cambiara; la casualidad política no estaba de mi lado. Intercambio de egos; planes de dominación; manejo de crisis económicas en países suspirantes, mejor conocidos como “en desarrollo”… todo tras corbatas y un hombre con dentadura casi perfecta tras el micrófono; gringos tras bambalinas; transnacionales voraces; vestidos que entallaban curvas perfectas de mujeres interesadas; la seguridad a tope… no estaba dispuesto a salir con las manos vacías de aquel lugar.
Me encaminé hacía los sanitarios, tras el espejo y el sonar del alborotar del agua, llegó a mí la sensación de soledad que ni el líquido frío en mi cara alejaría, porque ella no estaba aquí para compartir los sinsabores de la socialización; no la tenía de la mano frente a aquel tumulto a quienes presumir nuestra unión, hasta que mis labios susurraron:
“Quiero verte… como las flores esperan la primavera…
como el fuego en tu mirada que todo supera…
porque tu tierna belleza todo me altera…”
Pensar que hace un par de días tomaba su cálida mano, la rigidez de su argolla y su incandescente sonrisa mientras escribía en ese trozo de servilleta aquel verso llegaron a mí. “¡Ya basta!”, me dije mientras mis cejas se arqueaban hacia abajo.
Regresar a mi sitio fue una odisea; saludar a las mismísimas representaciones de hipocresía e interés; encontrar a la gente dormitando por un par de minutos después del inicio cuando, de repente, el sonar de un teléfono llamó mi atención. Un hombre alto, bien parecido, que en su semblante demostraba desinterés, contestó la llamada mientras llegaba a mi cabeza su recuerdo, un viejo amigo de mi suegro: Adolf Lancaster. Hombre pulcro, limpio y sin mancha en su fama, pero astuto como un zorro; a quien llegaría a conocer a través de Elizabeth. Zapatos tan lustrosos que opacaban el reflejo de cualquier Narciso, traje a la medida, bruñidas mancuernillas, hiperbólica perfección en el peinado.
Todo listo en mí, me enfilé hacía ese hombre sin dejar pasar la ocasión para que el miserable Ortega me siguiera con la mirada hasta denotar su sorpresa al momento que estreché la mano de aquel gringo.
–Mr. Lancaster ¿how are you? –Saludé al tiempo que una sonrisa de interés se reflejaba en mi semblante.
–¿Mr. Mendoza? No esperaba verle por aquí –lo decía mientras se mostraba sorprendido–. ¿Cómo está Elizabeth? Tengo mucho sin poderla saludar.
–Está bien, gracias, trabaja en algunos interesantes proyectos literarios.
No dejaba de apreciar a los lejos cómo el viejo doctor Ortega no perdía cada instante de mi conversación con el paladín del Partido Republicano, mi simple plan corría a la perfección.
–Estoy enterado de las dificultades que ha tenido con varios ejidos en las costas del Golfo de México dentro de sus proyectos de extracción de hidrocarburos en aguas someras –continué.
Era por todo el medio conocido que, desde que el populismo había llegado al poder y tras el