Nuestra fe es creer en el Dios de Jesucristo, porque ha sido enviado a nosotros para mostrarnos la Verdad más plena y luminosa: ¡el Dios verdadero!, para sensibilizarnos el amor que nos tiene y enseñarnos lo que quiere de nosotros y para nosotros. Es curioso que cuando el mismo Jesús se nos propone como medio para ir a Dios, antes de la meta o el objetivo de nuestra fe, nos señala el camino que nos lleva a Dios, que es la Verdad y la Vida. Y es que “no se nos ha dado otro nombre, entre el cielo y la tierra, por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12) ¡sólo Jesucristo! El que cree en Jesús, cree en el Dios verdadero, y ésta es la gran verdad, y la verdad nos hace libres. El mismo Cristo nos lo asegura: “Yo he venido como luz del mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 45).
¿QUÉ ES LA FE? Dicho de manera sintética y sencilla debo decir, que es la adhesión de la inteligencia, que es la principal prerrogativa del ser humano dada por el Creador, bajo el influjo de la Gracia, a una verdad revelada por Dios. En este sentido la fe es creer a Dios que nos habla. Dice la Carta a los Hebreos, que es una completa catequesis de la Iglesia naciente: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; en esta etapa final nos habló por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, ya que por causa de Él dispuso las edades del mundo. Él es el resplandor de su gloria y por Él expresó Dios lo que es en sí mismo. Él es el que mantiene el universo por medio de su palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados y después se fue a sentarse a la derecha del trono de Dios en los cielos. Él está por encima de los ángeles, cuanto supera en excelencia el nombre que heredó “(Heb, 1-4).
La fe se apoya en la autoridad de Dios y no en la intrínseca evidencia de las cosas que se creen. En esto difiere de la ciencia, por eso la fe es oscura, es invidente, pero tiene una certeza superior a la ciencia, porque el motivo que se apoya es superior a la evidencia interna de las razones: ¡Dios, verdad infinita, sin mezcla de error!
Desde mi experiencia de fe ininterrumpida, en mi ya larga vida, aseguro que esta fe cristiana es el mayor tesoro o riqueza que podemos poseer cualquier persona, principalmente por estas tres razones:
a) La fe nos hace personas íntegras, es decir, completas, porque nos descubre la razón de nuestra existencia, nos aporta y colma todas nuestras aspiraciones humanas, deseos y nuestra dignidad. Orienta y desarrolla todas nuestras facultades, despierta y educa nuestras sensibilidades, da luz a toda nuestra vida, da capacidad y dirige nuestras facultades, nos hace solidarios, nos ayuda en nuestras dificultades, poniendo mesura en nuestro comportamientos, nos educa y nos hace profundizar con mayor provecho de las cosas; por su filosofía positiva, realista y trascendente hace que todo nos sirva para el bien, mostrándonos a los demás como hermanos y no como enemigos. En una palabra, la fe cristiana nos hace más personas y más felices.
b) La fe da sentido a todo, porque Jesucristo, causa de nuestra fe, asegura la misma Escritura: “Él es la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). La fe ilumina toda la vida, el trabajo, la familia, las diversas situaciones, las penas y las alegrías, es decir, todo, ¡hasta el dolor y la muerte! A lo que ninguna filosofía da respuesta ¡sólo Jesucristo! Por eso, los santos que son los que más fe tienen nos dejan deslumbrados con sus paradojas creyentes. Nuestra gran santa española, Teresa de Jesús, cuando descubre el sentido redentor que tiene el dolor, el sacrificio, las contrariedades, exclama: “Yo lo que quiero es padecer o morir”. El sabio más santo, y el santo más sabio, como conoce el pueblo fiel a santo Tomás de Aquino, asegura: “Yo he conocido más y mejor a Jesucristo contemplándole crucificado, que en todos los libros que he estudiado”. El mismo San Pablo repite: “Sólo puedo presumir de conocer a Jesucristo y éste crucificado”. En otras ocasiones dice: “Sólo me gloriaré en la Cruz de Cristo”, o “Para mí vivir es Cristo, sufrir y morir es una ganancia”. San Pedro, el primero de los Apóstoles de Jesús nos enseña: “Alegraos de ser partícipes de la pasión de Cristo, para que cuando se descubre su gloria os gocéis llenos de júbilo”. El gran san Ignacio de Antioquía, cuando lo llevan preso y sus discípulos intentan librarle de ser arrojado a los leones, les dice: “¡Por favor, tened caridad conmigo, no me privéis de ser triturado por los dientes de las fieras para poder ser pan de Cristo y más eficaz a todos”. Un seglar de nuestro tiempo, Antonio Rivera Ramírez, el “Ángel del Alcázar”, cuando moría lleno de dolores por su septicemia, por ser operado sin anestesia por dejarla para otros heridos, decía: “Ahora es cuando más feliz me siento, porque no tengo parte de mi cuerpo que no me duela”. Todo lo que Dios hace o permite en nuestras vidas, es por nuestro bien, aunque nosotros no lo comprendamos, porque somos finitos, limitados, y Él es infinito, y quiere lo mejor para nosotros, porque “sólo Él es bueno” nos asegura Jesús.
c) Por la fe nos unimos a Dios. Sólo la fe es el medio intelectual para vivir en Dios, porque no existe otro medio para poder conocer a las Personas divinas. Al mismo Jesús, en su vida terrena, los que le conocen de verdad y, por tanto, más le aman y mayor intimidad tienen con Él, son los que más ejercitan y profundizan la fe. Ahí está su misma Madre, María, que es conocida por la “mujer de la fe”, como Abraham “nuestro padre en la fe” que por ésta conoció a Dios, fue su amigo y siempre dichoso. Desde que María concibe a Jesús, por el anuncio del Ángel, todo es fe en ella. Contemplemos lo que ella vive después de esas señales que la ofrece el Arcángel Gabriel: “Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc, 1,32). Nacimiento de Jesús en un duro viaje, por el empadronamiento, en una corraliza a las afueras de Belén; persecución de Herodes que buscaba al niño para matarlo; huida a Egipto y vivir como emigrantes; pobreza, trabajo, anonimato, y sencillez en Nazaret tantos años; la vida pública de Jesús con todas las dificultades, pobreza absoluta, sacrificios, persecución, pasión y muerte como el peor de los criminales. Por eso repite el evangelista Lucas, que es el que conocía más a la Virgen, cuando vive momentos duros y misteriosos esas frases que nos evidencian su gran fe: “Ellos no comprendieron nada... y María conservaba estas cosas y las daba vueltas en su corazón” (Lc 2, 50). El mismo san José, sólo por la fe asume con ejemplaridad su singular, dura y misteriosa misión en los primeros pasos de la Redención. Los apóstoles, que tienen un trato tan continuo y cercano con Jesús, por sus reacciones de fe sabemos quienes le conocen mejor y aceptan su mensaje. Por ejemplo, san Pedro, cuando el Maestro les pregunta “¿Quién dice la gente que soy yo?”, es el que contesta con acierto, por su fe: “Tú eres el Mesías, el Santo, el Hijo de Dios vivo que ha venido para salvarnos”. O cuando todos le quieren dejar por la dureza del sermón de la Eucaristía, que nos narra el evangelio de san Juan en el capítulo seis: “Dice Jesús, ¿también vosotros queréis marcharos?, Pedro le responde: “¿A dónde iremos, Señor, tú sólo tienes palabras de vida eterna”. Los casos de María Magdalena y del Apóstol santo Tomás, siendo distintos, reflejan la fe como raíz del conocimiento de Jesucristo. María Magdalena es la primera que encuentra a Jesús, después de su resurrección, por su inmensa fe. Por eso Jesús la escoge como primer testigo que da testimonio de la Resurrección y lleva la noticia al Colegio Apostólico. Santo Tomás, no puede ver ni palpar al Señor resucitado hasta que no hace un profundo, admirable y sencillo acto de fe, con aquellas palabras tan preciosas: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28).
Lo he comprobado por mí y por otros muchos creyentes que he tratado. Cuando se tiene fe sientes a Dios, con todas sus prerrogativas, muy cercano a ti, palpando esa realidad y exigencia de la Biblia que afirma “El justo vive de la fe”. Es lo más bello, apasionante y fecundo a lo que cualquier persona puede aspirar, porque por la fe la vida tiene sentido, razón, alegría y paz, realizando obras buenas, que nos sirven para la vida eterna, ya que por la gracia de Dios todo sirve para el bien, porque la fe es la luz del alma.
Por eso, desde mis quince años de edad, que fui consciente de la necesidad