Este nuevo énfasis de la Iglesia como Pueblo de Dios da respuesta no sólo al problema de la función del laico, sino, sobre todo, al problema de la naturaleza y del lugar del seglar dentro de la Iglesia. Me llama poderosamente la atención la primera carta de san Pedro dirigida “a los elegidos de la dispersión” que lógicamente eran los cristianos laicos; tiene unas palabras que, por su profundidad doctrinal y belleza, no puedo dejar de subrayarlas: “Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois Pueblo de Dios” (1 Pe 2, 9-10).
Otra de las ideas teológicas, que personalmente me subyugan, es del testigo san Juan, que “lo vio y da testimonio verdadero”, cuando dice en el relato de la Pasión y Muerte de Jesús: “Uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34). El agua es símbolo del Bautismo, la sangre de la Eucaristía. Sobre estos dos sacramentos se edifica la Iglesia. Del costado de Jesucristo muerto se forma la Iglesia, como del costado de Adán dormido fue formada Eva.
Esta Iglesia que Jesús fundó sobre Cefas, cambiando su nombre por Pedro, por ser la piedra en la que edifica esta sagrada institución fundada por Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo, asegurando que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella y yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt 16, 13-20).
Con Pablo VI comparto su dolor, cuando en la Evangelii nuntiandi dice que “personas, que queremos juzgar bien intencionadas, pero que, en realidad, están desorientadas en su espíritu, las cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo, pero al margen de la Iglesia”. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del Evangelio: “el que a vosotros deshecha, a mí me deshecha”. ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado a favor de Cristo es el de san Pablo, que dice: “amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef. 5, 25)”.
Desde que soy consciente en mi fe y palpo que la Iglesia es el lugar de la Alianza de Dios con los hombres, conozco que ha sido fundada por Jesucristo sobre Pedro y los Apóstoles para ser su propia prolongación aquí en la tierra, que es su Cuerpo místico, cuya cabeza es Él y nosotros sus miembros vivos por el Bautismo, estando asistida por el Espíritu Santo, he querido con toda mi alma y mis fuerzas a esta Institución divina. Nada hay en el mundo que pueda llenarme más y suscitar mi amor, admiración y entrega. Pienso, además, que debemos amar a la Iglesia por madre, por divina y por humana:
MADRE, porque ella nos engendra, por la gracia de Dios, a la vida divina, haciéndonos hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina. Ella nos nutre y alimenta con los sacramentos, la doctrina y su liturgia. Es nuestra educadora en la fe, guardiana, protectora y nos une en la familia de los hijos de Dios, manteniéndonos en ella por la comunión eclesial, alentando y facilitando en nosotros la misión apostólica que nos ha encomendado Jesús. La Iglesia, en su regazo materno, nos acoge desde que nacemos por el bautismo, acompañándonos hasta nuestro tránsito al Cielo.
DIVINA, porque la Iglesia es hechura de Dios, es su Cuerpo místico o misterioso, aquí en la tierra, cuya Cabeza es el mismo Cristo, su Fundador que, resucitado y glorioso, es su Sacerdote, Pastor y Señor. Su alma es el Espíritu Santo, que fue prometido y cumplido por Jesús, viniendo a ella en Pentecostés, después de su ascensión al cielo, cuando estaban reunidos los Apóstoles, en oración con María, la madre de Jesús, y ese día se puso en marcha con la predicación apostólica, agregándose a la Iglesia aquel mismo día unas tres mil personas.
HUMANA, porque la componemos todos los bautizados en Cristo, que somos personas humanas, y por tanto, conlleva todas nuestras limitaciones, taras, debilidades y hasta nuestras miserias y pecados. Por eso es débil y vulnerable, por eso tiene heridas y cicatrices, por eso, a veces, aparece manchada, por eso sufre, aparece deforme y soporta tanto lastre. Por tanto, lógicamente, por esta dimensión humana debe provocar también nuestra comprensión, compasión y admiración.
Lo que importa es conocer a la Iglesia en toda su hondura y belleza, todo, como sacramento de salvación, amarla con pasión, servirla desinteresadamente, obedecerla en su jerarquía, entregarse a su misión salvadora, que es misión nuestra, vivir en todo momento y salvar siempre la comunión eclesial, como columna vertebral de su Cuerpo. Tengo la certeza, que al final de los tiempos aparecerá, como la ve san Juan en el Apocalipsis, hermosa, preciosa, engalanada como Esposa radiante del Cordero, que sólo la superará el mismo Dios.
Este cariño apasionado que siento por la Iglesia lo tengo bien cribado y probado, porque los mayores sinsabores, incluso sufrimientos, los he padecido por la Iglesia, es decir, por algunos de sus miembros que no eran del todo buenos hijos de la Iglesia. Por esa parte humana que, por serlo, debe estimularnos para sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos, devolviendo bien por el mal que podamos haber recibido. Lo olvido totalmente porque también yo me siento pecador y puedo hacer el mal que no quiero y dejar de hacer el bien que quiero. Sin embargo, esta Iglesia que es una, Santa, Católica y Apostólica, es la que me proporciona la presencia de Jesús, que en mucho es lo mejor, facilitándome los medios para ser santo y custodia la Palabra de Dios para que me llegue íntegra, limpia, tan luminosa con Dios nos la ha dado.
Jamás podré olvidar una pequeña anécdota, pero muy significativa, que me ocurrió con el Papa Juan Pablo II, uno de los años que trabajaba en el Pontificio Consejo para los Laicos en Roma. Creo que fue en abril de 1982, la semana de Pascua. Se me había confiado, junto a otros miembros del Consejo, dirigir una reunión internacional, que se celebró muy cerca de Vaticano, para dirigentes de movimientos de espiritualidad de todo el mundo católico. Al final nos recibió el Papa y después de la audiencia quiso saludarnos al equipo de dirigentes con inmenso cariño, ofreciéndonos un sencillo obsequio y unas palabras a cada uno.
Al llegar a mí, me tomó mis manos con las suyas, apretándomelas como buen atleta que era, y me dijo: “Muchas gracias, José, por su fidelidad y entrega a la Iglesia de Cristo, desde su juventud. El Papa y la Iglesia se lo agradecen. Mi abrazo y bendición para usted y su familia”.
Me emocioné mucho, le miré fijamente al Papa y le contesté: “¡Santo Padre, daría mi vida por la Iglesia y por el Papa!”.
Con su sonrisa y propio gracejo, volviendo a cogerme las manos, me “corrige” diciéndome en perfecto español: “Bueno, José, eso, por ahora, poco a poco”.
Conservo la fotografía de este momento, en la que se aprecian los labios del Papa diciéndome estas últimas palabras y mi propia actitud emotiva.
Repito lo que he vivido desde que poseo el don de la fe y he repetido a tantos hermanos durante mi vida: debemos amar a la Iglesia con todas nuestras fuerzas, por ser la propia prolongación de Cristo resucitado entre nosotros. Un amor que debe ser humilde, sacrificado y generoso, como quien quiere a su madre o a un hijo, o como se aman unos esposos de verdad, porque más grande es el amor que Dios nos transmite por su Iglesia.
1.3. La fe cristiana, el mayor tesoro
El mayor bien que podemos desear, poseer y vivir es la fe cristiana, es decir, la fe en Jesucristo que nos revela a Dios, nos le hace presente, cercano, nos lo da a conocer y se nos manifiesta, Él mismo, como la expresión del Padre. Cuando Jesús les habla a sus apóstoles reiteradamente del Padre y de su propia misión aquí en la tierra, Jesús da por supuesto que ellos ya conocen el camino para ir a Dios y se lo deben enseñar a todos los hombres, porque Él se va al cielo. Tomás, torpe como todos ellos, le dice: “No sabemos a dónde vas. ¿Cómo pues, podemos saber el camino?”. Jesús, con plena autoridad y claridad le replica: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre”. Y más categórico