Ley y justicia en el Oncenio de Leguía. Carlos Ramos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Ramos
Издательство: Bookwire
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Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786123171322
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de un patrimonio y de la contribución fiscal, por Ley de 12 de noviembre de 1895, modificatoria del artículo 38° de la Constitución de 1860, fue confirmada en la nueva Carta Política95. El nuevo sistema electoral atenuaría ese sabor plutocrático, pero, al mismo tiempo, a contrapelo de las declaraciones de principios y de los artículos constitucionales, se impediría toda actividad política disidente, cualquiera que fuese su procedencia.

      La prohibición a que las garantías individuales fueran suspendidas por ley o por autoridad alguna constituyó a nivel declarativo uno de los más importantes avances legislativos96. La intangibilidad de garantías individuales no había sido reconocida en la Constitución de 186097 y, en cierta forma, supuso una respuesta específica a la clausura del diario El Tiempo, dispuesta por el presidente José Pardo en las postrimerías de su gobierno ante los furibundos ataques del diario anticivilista dirigido por Pedro Ruiz Bravo, hecho por el cual el gobierno de Leguía halló pretexto para someterlo a juicio.

      Un publicista de la época, Guillermo Olaechea, se hallaba convencido de que esta prohibición absoluta constituía una particularidad de la Carta de 1920, pues «la mayor parte de las constituciones, incluyendo las de los pueblos más adelantados en materia de derecho político, permiten en ciertas y determinadas circunstancias la suspensión de las garantías individuales»98. En franco desacuerdo con la norma aprobada y tras recurrir a una argumentación histórica y comparatista99, llega a sostener que en ciertos momentos «se impone la necesidad de vigorizar los resortes de la autoridad, suspendiendo las garantías de la libertad individual». Y añade luego una cita de Montesquieu: «La práctica seguida por los pueblos más libres de la tierra [...] me hace creer que hay casos en que es preciso poner por un momento un velo sobre la libertad, a la manera como los antiguos cubrían en ciertas circunstancias las estatuas de sus dioses»100. Así, para Olaechea, el derecho moderno reconocería la necesidad de suspender las garantías constitucionales cuando ocurriesen los supuestos aludidos. «Para evitar —anota— que esas medida de suspensión de garantías se lleven a efecto sin motivos fundados, se ha de procurar que en ellos intervengan el Gobierno y el Parlamento»101.

      Un crítico inteligente de las reformas plebiscitarias, Carlos Aurelio León, calificaría de inconducente e innecesario el artículo 35°, puesto que a su juicio el recurso de hábeas corpus contemplaba todas las situaciones posibles de desconocimiento de las garantías y derechos individuales102. Debe admitirse, sin embargo, que las leyes de 21 de octubre de 1897 y de 26 de setiembre de 1916, que regulaban el hábeas corpus en el Perú, carecían de un adecuado correlato constitucional. Por lo demás, la desobediencia crónica de dicho artículo constituía una patética demostración del carácter dictatorial del régimen. Acentuado el autoritarismo, el gobierno se vería forzado a adicionar el párrafo siguiente: «Solo en los casos en que peligre la seguridad interior o exterior del Estado, podrían suspenderse por el término máximo de treinta días las garantías consignadas en los artículos 24°, 30°, 31° y 33°»103. La «intangibilidad» de las garantías individuales, una de las más aplaudidas reformas del leguiismo, terminaba de este modo su existencia legal.

      Una de las mayores novedades de la Constitución de 1920 se halla conformada por las diversas disposiciones agrupadas bajo el epígrafe de «garantías sociales». Nunca antes en el Perú republicano esa temática mereció la atención de una asamblea constituyente. La recepción jurídica de algunas disposiciones de la Constitución mexicana de 1917, promulgada en Querétaro, así como de las constituciones europeas de la primera posguerra, especialmente de la alemana, de orientación socialdemócrata, expedida en Weimar hacia 1919, era evidente, como notorio era el persistente señalamiento de cierta vocación socializante, auspiciada por el propio régimen104.

      A nivel latinoamericano, el Perú se adelantaba a estas reformas. En Argentina llegarían con motivo de la reforma de Perón en 1949 a la Constitución de 1853. En Brasil se consignarían los derechos sociales en la primera constitución, aún de cuño democrático (después se transformaría en una dictadura), de Getulio Vargas de 1934.

      Múltiples garantías sociales habrían de ser recogidas por la Constitución del Oncenio, a saber: el sometimiento de la propiedad, cualquiera que fuese el propietario, exclusivamente a las leyes de la República (artículo 38°); la identidad de la condición de los extranjeros y peruanos en cuanto a la propiedad, sin derecho a invocar situaciones excepcionales ni apelar a reclamaciones diplomáticas, usuales durante el siglo diecinueve (artículo 39°); la prohibición a que los extranjeros adquiriesen o poseyeran tierras, aguas, minas y combustibles en una distancia de las fronteras de hasta cincuenta kilómetros (artículo 39°); el establecimiento por la ley, en nombre de razones de interés nacional, de restricciones y prohibiciones para la adquisición y transferencia de determinadas clases de propiedad (artículo 40°); y la promesa de legislar en torno a la organización general y la seguridad del trabajo industrial, sobre las garantías correspondientes a la vida, la salud y la higiene y sobre las condiciones máximas del trabajo y los salarios mínimos en relación con la edad, el sexo, la naturaleza de las labores y las condiciones y necesidades de las diversas regiones del país, así como el reconocimiento constitucional de la obligatoriedad a las indemnizaciones por accidentes de trabajo en las industrias (artículo 47°). También se buscó garantizar el sometimiento de los conflictos entre el capital y el trabajo al arbitraje obligatorio (artículo 48°); la organización de tribunales de conciliación y arbitraje para solucionar las diferencias entre el capital y el trabajo (artículo 49°); la prohibición de monopolios y acaparamientos industriales y comerciales (artículo 50°); el compromiso de señalar un interés máximo por los préstamos de dinero, sancionando con nulidad todo pacto en contrario (artículo 51°); la fijación del número mínimo de escuelas en las capitales de distrito y de provincia (artículo 53°); la declaración de que el profesorado es una carrera pública y da derecho a los goces fijados por la ley (artículo 54°); el reconocimiento de las funciones del Estado en lo concerniente a los servicios sanitarios y de asistencia pública, los institutos, hospitales o asilos, la protección y auxilios de la infancia y de las clases necesitadas (artículo 55°); el fomento de las instituciones de previsión y de solidaridad social, los establecimientos de ahorro, de seguros y las cooperativas de producción y de consumo destinados a mejorar las condiciones de las clases populares (artículo 56°); y la mención específica de las providencias que podían ser adoptadas con la finalidad de abaratar los artículos de consumo para la subsistencia, «en circunstancias extraordinarias de necesidad social» (artículo 57°). Finalmente, el tanto inédito como revolucionario anuncio de protección del Estado a la raza aborigen, lo mismo que «a su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades», y el reconocimiento literal de la existencia jurídica de las comunidades de indígenas (artículo 58°), así como la consagración de imprescriptibilidad de los bienes de propiedad de estas (artículo 41°).

      La Constitución de 1920, al reconocer la existencia de las comunidades indígenas y la imprescriptibilidad de sus tierras, refleja una tendencia inequívocamente realista: hasta entonces no existían para el derecho oficial. Es probable que se combinase cierta sensibilidad indigenista, pero también un afán demagógico. En todo caso, la declaración legislativa abrió una nueva época no solo en la historia jurídica, sino también en la historia social y en la historia económica del Perú. Los preceptos reseñados acusan la influencia de una concepción social del Estado. El liberalismo económico, típico en las cartas decimonónicas, se atenuaba ante una intervención pública más decidida105.

      La clamorosa pero explicable ausencia de dispositivos que regulasen o intervinieran en la vida económica en las constituciones del ochocientos contrasta con el elevado número de artículos que inciden en esa esfera en la Constitución de 1920. El individualismo, que había constituido el eje de cualquier proyecto constitucional, era refrenado en su intemperancia por dispositivos marcados de un mayor espíritu solidario. Incluso, algunos exponentes del régimen pensaban que con la Patria Nueva empezaba el socialismo. Así, Germán Leguía y Martínez, en un lunch que le ofrecieron sus amigos en el Restaurant del Parque Zoológico, el 8 de diciembre de 1921, alcanzó a decir: «Hasta ahora imperaron irrestrictos, los derechos del hombre: el individuo era todo; el Estado casi nada. En el día deben imperar, e imperan ante todo, los derechos de la colectividad: la Nación es la esencia; el individuo, lo accesorio; éste es casi nada; aquélla lo es todo. Instituciones y leyes;