En el Perú no ha habido una sola buena ley electoral, ni se ha aplicado ni cumplido correctamente jamás ninguna; sin la efectividad del sufragio, la democracia toda es una apariencia ridícula sobre una base falsa.
José Santos Chocano, Idearium tropical. Apuntes sobre las dictaduras organizadoras y la gran farsa democrática (1922, p. 1)
Descrito en grandes líneas el ropaje social y político, podemos iniciar un itinerario crítico a través del repertorio legislativo del Oncenio. Contra una imagen ya superada en la historia del derecho, no nos conformamos con formular una lista más o menos completa de la producción legal del periodo (1919-1930), que la metodología histórico-jurídica denomina «historia interna». En realidad, ocupa también nuestra atención la llamada «historia externa» de la masa legislativa. No solo con las grandes pinceladas, que buscaban recrear la época con propedéutico estilo, sino mediante la explicitación del contexto en cada una de las normas que desfilen en el trabajo.
Asumimos que el derecho, incluso en su más modesta faceta legislativa, constituye un artefacto cultural. En sentido amplio representa, pues, un depósito moral de la sociedad. El científico social haría mal (como desafortunadamente ocurre en la compartimentalizada vida académica peruana) en ignorar la estructura jurídica de las instituciones y procesos a través de los cuales la sociedad y el Estado han operado históricamente. Sería como pretender conocer la historia de Roma sin atender a su riqueza jurisprudencial. Y ello porque la materia prima de las leyes suele estar constituida por los rasgos de la sociedad tal como efectivamente era o tal como quieren los gobernantes que esta sea. En todo caso, el investigador no puede prescindir del estudio de la ley ni de su aplicación o desacato. Tras cualquiera de esas manifestaciones hay una finalidad instrumental que debe ser descubierta y explicada. La meta legislativa (y, consecuentemente, política) tiende a introducir reformas tibias o radicales, simplemente a mantener las cosas como están o, incluso, a desmontar el edificio social construido. Es cierto, sin embargo, que la interpretación del material jurídico puede conducirnos a errores de perspectiva tales como trasladar automáticamente el precepto legal a la práctica social, dar por sentado que la existencia de una norma supone su cumplimiento o atribuir demasiada importancia a disposiciones que ilustran en realidad situaciones de otros tiempos. No puede dejar de recordarse la lúcida advertencia de José de la Riva-Agüero: «si apreciáramos el Perú por la lectura de sus abigarradas colecciones de leyes, desde las constitucionales hasta las administrativas, concebiríamos una idea confusísima e inexactísima de su estado»69.
Más allá de la advertencia anotada, la compilación de leyes del Oncenio suministra valiosa información en torno a las instituciones políticas y jurídicas de este periodo, las tensiones sociales y los intereses en juego, así como de los esfuerzos de modernización que verticalmente implantaba el régimen. Pocas fuentes son más indicativas que la Ley como espejo de las aspiraciones e ideales sociales de los grupos dirigentes, especialmente cuando el espectro legal asoma como elemento esencial del cambio o de la conservación social70. Empero, no basta examinar la Ley misma si no se la confronta con la sociedad que hace de destinataria, como tampoco convendría acercarse únicamente a la sociedad o la economía y desatenderse del marco legal e institucional de cada cultura71. Surge entonces la necesidad de contar con un cuerpo documentado de fuentes no legales que proporcione datos sobre la realidad de la situación, escapando así a las trampas metodológicas que nos tiende la Ley. Por otro lado, esas fuentes no solo contribuyen a la comprensión funcional del orden jurídico, sino que también facilitan una labor reconstructiva —siempre imperfecta, claro— del vasto escenario dentro del cual el derecho funciona.
2.1. El marco constitucional
Al igual que los códigos, también la Constitución fue modificada. Aunque en verdad ella requería de algunos reajustes, pues venía de 1860, la razón principal de su cambio fue el capricho de Leguía, tras el golpe de 4 de julio de 1919, que le permitió acceder al poder algunos días antes de conocer los resultados oficiales de una elección que sin duda le sería favorable. El caudillo de la Patria Nueva temió que el Congreso civilista no le permitiera la victoria y, de paso, aprovechó la circunstancia para conseguir una Carta Política a su medida, donde se establecería la supremacía del Poder Ejecutivo encarnado en el presidente. Además, varió la forma de elección de los representantes, con lo cual se dejó de lado el aspecto técnico. El lado positivo de la reforma fue el fin de las llamadas mesas de sufragio, vergüenza de la política criolla72.
La Constitución de 1920 recogió, por encima de todo, la voluntad del presidente. No obstante que la reforma mediante el sistema plebiscitario había sido propuesta desde 1912 por Mariano H. Cornejo, la caída del presidente Billinghurst y el ingreso al poder del primer gobierno militar que encabezó el coronel Óscar R. Benavides impidieron que se llevase adelante el proyecto. El gobierno siguiente de José Pardo no le prestó la atención del caso, de ahí que recayese en Leguía la posibilidad de introducir las reformas que le permitieran eliminar los elementos de control y ejercer ampliamente su autoritarismo. Eso sí, fue siempre Cornejo quien se constituyó en uno de los adalides del régimen y quien manipuló a la Asamblea para conseguir la aprobación de las reformas. Reconocido partisano leguiista, Mariano Hilario Cornejo, a quien el presidente no dudó en considerar «filósofo de nuestro régimen»73, planteó como cuestión de Estado la adhesión en bloque a los resultados del plebiscito, que revestirían por ello el carácter de respaldo u oposición al mandatario. Pese a lo anterior, la nueva Constitución no tardó en ser violentada, en especial en lo referente a autorizar la reelección, incluso indefinida.
Instaurado el segundo gobierno de Leguía el 4 de julio de 1919 a través de un golpe de Estado que anticipaba de facto su ascensión al poder, el régimen requería de una nueva legalidad legitimadora del cuartelazo. La pura fuerza que el ejército y la gendarmería le prestaban era insuficiente para alcanzar la hegemonía que el «proyecto de la Patria Nueva» demandaba74. Por ello, no es casual que una de las mayores preocupaciones del gobierno consistiera en preparar una nueva Constitución Política. Tal propósito tropezaba con el artículo 131° de la Carta de 1860, entonces vigente, que autorizaba la reforma de uno o más artículos constitucionales, siempre que un Congreso ordinario la aprobase y ratificase en dos legislaturas igualmente ordinarias. La Constitución moderada de 1860, la de más larga vida en la historia nacional, no era fácilmente reformable. El intento más audaz, el de 1867, había fracasado después de un alzamiento popular. Podría decirse que su modificación era rígida y difícil. Resultaba entonces necesario insistir en una argumentación extrajurídica que justificase políticamente un nuevo esquema constitucional. Los exponentes más lúcidos habrían de insistir entonces en la conveniencia de construir la Patria Nueva, incompatible con el orden establecido.
Las modificaciones constitucionales no respondían únicamente a la necesidad de convalidar jurídicamente la expulsión de José Pardo, presidente en funciones, ni legalizar la clausura de un Congreso adverso y su sustitución por otro incondicional. Es verdad que el Decreto de 9 de julio de 1919, diseñado por Mariano H. Cornejo, que propuso a plebiscito las reformas constitucionales, convocaba también a elecciones generales para diputados y senadores75. Empero, dichos eventos, hasta cierto punto coyunturales aunque importantes en un inicio, perderían gravitación en el futuro. Lo que se buscaba, en el fondo, era conformar un esquema constitucional diferente capaz de servir de cobertura ideológica a los planes de modernización autoritaria. El mismo decreto plebiscitario explicaba en sus considerandos que «el movimiento nacional que ha derrocado al régimen anterior se ha inspirado principalmente en la noble aspiración de realizar reformas constitucionales que implanten en el Perú la democracia efectiva» y que «esas reformas, por su carácter fundamental, deben ser sancionadas por el pueblo mismo, para que los intereses políticos y burocráticos no las desvíen de su objetivo exclusivamente nacional»76. Ante la Asamblea Nacional, Cornejo calificaría al movimiento de julio no como un golpe de Estado, sino como una verdadera revolución contra las élites civilistas y una «victoria definitiva» sobre ellas. Después de comparar al golpe con la Revolución Francesa y homologarlo a la independencia del Perú, Cornejo, que había cumplido igual servicio para Billinghurst, supone que recién con la Patria Nueva el país ingresa al mundo moderno77.
La necesidad de que las reformas sometidas a plebiscito