Ley y justicia en el Oncenio de Leguía. Carlos Ramos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Ramos
Издательство: Bookwire
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Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786123171322
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un civilismo progresista y colaborador inicial de Leguía, con la mayoría de miembros de la Comisión de Constitución —que presidía—, sostuvo que los asambleístas tenían poderes constituyentes; que, por esta razón, los preceptos del plebiscito debían ser considerados la base angular, el cimiento o la muralla del edificio constitucional para construir sobre ellos la gran obra de reforma que necesitaba el Perú, siempre que se les concordara e integrara con los demás dispositivos. Prado, que traducía el espíritu de su grupo, aseguraría: «Nosotros no queremos que esos principios se consideren como entidades abstractas y metafísicas, como hitos supersticiosos, sino como fuerzas vivas, como realidades fecundas que puedan desarrollarse, extenderse y ampliarse, en bien del país»78.

      La otra tendencia, encabezaba por representantes provincianos como el cusqueño Manuel S. Frisancho y el representante por Arequipa, Pedro José Rada y Gamio, más ligados al leguiismo que un adherente provisional e inteligente como era Javier Prado, afirmaban que la Asamblea no tenía poderes constituyentes, que los artículos plebiscitarios eran preceptos absolutos no susceptibles de sufrir relaciones de integración y concordancia y que tampoco podían ser objeto de ampliaciones ni limitaciones. Tales preceptos eran, pues, «intangibles». A fin de que no quedaran dudas sobre la eficacia legal de los diecinueve puntos, la Asamblea Nacional aprobó la Ley Constitucional 4000 de 2 de octubre de 191979, que decretaba la entrada en vigor de las reformas constitucionales sometidas a plebiscito por el gobierno provisional.

      La polémica sobre la intangibilidad del plebiscito alcanzó gran virulencia, pues hasta se dijo que Leguía había declarado su propósito de no promulgar la nueva Constitución si antes no quedaba consagrada, por el voto de la Asamblea Nacional, la renuncia expresa tanto de las facultades plenas que ella asumió como de las funciones de integración y complementación de los diecinueve puntos. Predominó, sin embargo, la concordia: la fórmula de la «intangibilidad» del plebiscito fue cambiada por la de la «irrevocabilidad», salvando así la dignidad de los representantes. Se consideró que es intangible lo que no se puede tocar y es irrevocable lo que no se puede destruir o deshacer, pero que puede acondicionarse y completarse80.

      Una lectura entre líneas de la Constitución leguiista, promulgada el 18 de enero de 1920, puede arrojar luces sobre la ideología, las intenciones políticas y las preferencias sociales del régimen. Se observaría en principio que, en aspectos cruciales, la Carta Política se diferencia de la Constitución derogada de 1860, mientras que en otros muchos no hubo mayores diferencias81. Justamente deben apreciarse las reformas en cuya introducción se insistió mucho para conocer los obstáculos y los propósitos de la Patria Nueva. En efecto, los diecinueve puntos sometidos a plebiscito para su incorporación en el texto constitucional —algunos de los cuales habían sido propuestos por Billinghurst, con el auspicio del mismo Mariano H. Cornejo—, al igual que una serie de dispositivos, acusan las ansias de modernización del sistema político. Como lo enfatizó Leguía, todavía candidato, en su discurso programático de 19 de febrero de 1919, la más urgente de las reformas constitucionales «es la que roza con la organización y el funcionamiento del Poder Legislativo». Y agregaba:

      Es necesario devolver a ese alto cuerpo el rol que por desgracia ha perdido. Conservando la armonía que debe existir entre los poderes del Estado, es patriótico e imperativo que no oscile, como hasta hoy, entre esos dos extremos perniciosos para la marcha del Estado: o dependencia del Ejecutivo, u oposición matemática y rebelde a la acción directa de este82.

      Todos los puntos objeto de la convocatoria plebiscitaria (que corren en los anexos del trabajo) fueron a la postre acogidos por la Constitución tras triunfar con el nombre de «irrevocabilidad» la posición que reclamaba la «intangibilidad» de las reformas.

      Hemos elegido para su análisis algunos aspectos de la reforma de 1920 que ayuden a comprender las intenciones y los silencios del Oncenio y permitan reconstruir el proceso constitucional de la época. En el estudio no se incluyen solo las normas del plebiscito, sino también diferentes preceptos de la Carta Política. Veamos; por ejemplo, el fin de la secular renovación por tercios y la recomposición total y coincidente del Congreso con el cambio del Poder Ejecutivo, reforma que se consagró en el artículo 70° de la Constitución de 192083. Esta medida, que no en vano encabeza el plebiscito, representaba un duro golpe a la oposición civilista, mayoritaria en las Cámaras, pues aun cuando contra ella se había lanzado una enérgica represión84, resultaba imperioso asegurar una amplia mayoría gobiernista que solo podía derivarse de la elección simultánea, confiando así todo el poder al partido político que disfrutaba de una opinión pública favorable. Problemas como el que presentó la «intangibilidad» del plebiscito quedarían de esta manera superados. Se dijo que la renovación integral del Congreso era altamente democrática. Gracias a ella ni los parlamentarios ni el presidente cesante podrán influir decisivamente en la elección de los futuros representantes. Tal como anotaba Villarán, «el presidente que concluye no tiene, en efecto, ningún interés en coactar el voto para hacer un Congreso a su imagen. No tiene tampoco, en las postrimerías de su mando, el gran poder que sería preciso para imponer candidatos impopulares en todos los departamentos y provincias»85. Con la reelección presidencial, sin embargo, la realidad sería otra.

      La reforma se complementaba bien con la ampliación de cuatro a cinco años del mandato parlamentario y presidencial. Los cuatro años que la Constitución de 1860 confería al jefe de Estado eran reputados como insuficientes para la acción del gobierno86. Aquí ya se verifica un atisbo de la tendencia, claramente consolidada después a través de las dos reformas constitucionales que allanaban la sucesiva reelección presidencial, de perpetuar y monopolizar la posesión del poder político. Para reconstruir el proceso legislativo debe recordarse que el artículo 113° de la Constitución de 1920 estipulaba que «El presidente durará en su cargo cinco años y no podrá ser reelecto sino después de un periodo igual de tiempo»; y, para que no queden dudas, el artículo 119° consignaba que «todo ciudadano que ejerza la presidencia no podrá ser elegido para el periodo inmediato». Sin embargo, la Ley 4687, de 19 de setiembre de 1923, instituyó: «El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá, por una sola vez, ser reelegido»87. Esta no sería la última mudanza, pues la Ley 5857, de 4 de octubre de 1927, estableció: «El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá ser reelecto»88. Como podrá colegirse, a diferencia de la reforma de 1923, aquí ni siquiera se vislumbra una limitación temporal: Leguía podría ser reelecto por más de un periodo consecutivo.

      La renovación parcial del Congreso tenía la virtud de servir como un valioso mecanismo de control de la gestión administrativa anterior. Al establecerse la reelección presidencial, su fenecimiento daba pábulo para que se eludiera la revisión y, eventualmente, la sanción de los actos gubernativos precedentes. En todo caso, con la reelección presidencial, los fines democráticos en los que descansaba la renovación general de los representantes se envilecieron. En palabras de Manuel Vicente Villarán, poco después de aprobada la primera reelección de 1924: «Se reformó audazmente la Constitución para que el actual presidente pudiese ser reelecto y desde ese momento la renovación total de las Cámaras, anunciada como la panacea salvadora del voto libre, se convirtió en un instrumento de muerto y dio el golpe de gracia a la independencia del Congreso»89.

      La elección del presidente de la República, de los senadores y diputados por voto popular directo, ponía fin —por lo menos teóricamente— al sufragio indirecto y estimulaba la expansión del derecho al voto y de la participación política90. Adviértase que desde Leguía el voto popular y directo se ha instalado en la Constitución histórica del país. Aunque la Constitución de 1856 lo recogió en el artículo 37°, la de 1860 no reprodujo el dispositivo, por lo que la renovación se realizaría parcialmente. La reforma leguiista evidenciaba, en ese sentido, una mayor sensibilidad al principio de igualdad ciudadana y, en su tiempo, trastocó al sistema electoral de la República aristocrática91. Esta medida, aunque fue criticada por demagógica, impracticable y contraria a los hechos que se produjeron92, hizo posible un cambio, irreversible desde entonces, en el plano constitucional. Recién se concretaba así de modo definitivo uno de los ideales liberales del siglo diecinueve.

      La idea misma del plebiscito y la posibilidad, a la larga frustrada, del voto femenino, al que Germán Leguía y Martínez, temido ministro de Gobierno, era afecto93, indican una mayor apertura social. La incidencia