De los adláteres de Manuel se deseaba que su querencia, afición o cercanía fueran lo suficientemente flojas como para que no avisaran de su evaporación. Sin decírselo a lo burro, para que no se deprimiera más todavía, debíamos agarrarnos a la idea de que las relaciones humanas establecidas por Manuel eran de hilo fláccido, qué cosa sombría. Pero alguien habría que se alarmara y se fuera a comisaría a contarlo. Empezamos a hacer la lista de los posibles. Quedó breve.
Pedí a Manuel los teléfonos de sus allegados más proclives a preocuparse por el prójimo. Los llamaría para contarles que él había ingresado en un centro de rehabilitación para toxicómanos porque ya no podía más. Estas son las noticias que corren bien, y más si al interfecto no le pega nada andar a lo que se le achaca. Cómo le iba a pegar a este, si no lo había probado en su puta vida.
Pudiera ser que me pusieran peros, con que si no le habían notado nada raro. Alegaría entonces que quizá por eso se había entregado a las sustancias. Porque sus amigos no se habían fijado suficientemente en él.
Les informaría de que era muy importante que lo cuidaran cuando saliera, pero que por ahora el equipo de psiquiatría había prohibido a Manuel que contestara al teléfono. No haría falta rogarles que pasaran la exclusiva.
Sería muy raro que mi excuñada y el consorte, sus padres, se interesaran por él. Pero si un día les daba por ahí, les contaría que Manuel había pillado una beca de ampliación de estudios, o algo así. Que estaría ahora por Austria o por un sitio de esos, y que era difícil contactarle. Nunca anduvieron muy al tanto de lo que hacía el hijo, así que lo más seguro era que no le llamaran. Si lo hicieran, yaciendo la tarjeta telefónica del chaval en el vientre de un atún atlántico, alcantarilla mediante, no obtendrían respuesta. No los veía insistiendo, la verdad. Y si a pesar de todo la policía iba a escrutarlos, que la mandaran para Innsbruck.
La madre me llamó un día. Pero eso fue muchísimo tiempo después.
Manuel se daba de cabezazos al recordar que había aportado sus datos en la empresa guarra de los teléfonos al firmar el contrato. Ahora acechaba el peligro de que el coordinador de la oficina de los telemareos le echara en falta y denunciara su absentismo. Que acudiera a la autoridad y que, una cosa tras otra, levantara la liebre de la desaparición en la policía.
Lo mismo ocurría con el casero. Cabía la eventualidad, demasiado bonita como para ser verdad, de que la policía no quisiera darse cuenta de que el menda de la película quizá viviera en el bloque de la calle Montera. En ese caso, no irían al casero a indagar. Pero también podía pasar que el propietario se chivara en comisaría de que un deudor escapado le debía pasta. Necesitábamos convencernos de que no iba a ser así. De que a la primera sospecha de impago el casero descerrajaría el chiscón, encontraría dentro el ordenador recién estrenado y los 200 euros que Manuel se había dejado, se quedaría con la máquina y el dinero, se daría por retribuido por los pocos días que el inquilino había ejercido de tal y alquilaría enseguida el chamizo a alguien necesitado de techo. Y a otra cosa.
Esperanzas muy improbables, en ambos casos. Pero no nos quedaba más remedio que confiar en la rugiente demanda de empleo y vivienda, con legión de candidatos de recambio, para que ni empleador ni arrendador se molestaran en denunciar al desaparecido y en poner a la policía tras la pista. Nada nos aseguraba que fuéramos a tener esa suerte.
Le corté el pelo al uno para cambiarle de aspecto. Manuel había llegado a mi casa con lo puesto. Tuve que prestarle ropa de la mía. Es extraño y violento donarle a un sobrino unos calzoncillos tuyos. Había alguno no demasiado usado. Le saqué también un pantalón, unas camisas, un chaquetón y unas botas de media caña. Prendas de soso formalote que no le cuadraban por estilo, aunque sí por talla. Manuel iría a la carrera vestido de serio. Si le paraba la policía daría impresión, por la vía de la confección, de hombre asentado y de orden.
Pasadas las doce, preparamos un petate con objetos y complementos que supusimos útiles para la fuga: un saco de dormir, una navaja, las cerillas, el cepillo de dientes. Parecíamos scouts planeando una noche al raso. Pero había que salir por patas y sería penoso que al día siguiente, o al siguiente, llegara la hora de dormir y hubiera que hacerlo con las manos metidas en las ingles por no haber planificado un poco.
Vaciamos mi nevera y mi despensa. Con la comida y el resto de los efectos llenamos un bolsón de rafia azul de Ikea. Le entregué los cincuenta y dos euros que tenía en casa. Gastarlos implicaba tratar con ser humano. Así que sólo podría dar cuenta de ellos en el caso de que una emergencia de gran magnitud hiciera compensable entregarse antes que sufrir sus efectos.
Bajamos a la calle, con la intención de que Manuel llegara hasta su coche y saliera pitando de Madrid. Lo tenía aparcado al principio de la Avenida de Arcentales, porque en el centro no le cabía. Es decir, que lo tenía estacionado a dos kilómetros de mi calle. Nos fuimos a la parada de Julián Camarillo a coger un taxi, sin telefonear, para no dejar huella ninguna mientras el del destornillador siguiera a mi vera. Embarcamos. Manuel hizo el trayecto simulando un catarro de verano que no quería contagiarnos, tapándose la cara con un kleenex para que el taxista no se la viera por el retrovisor.
Llegamos hasta su automóvil. Su matrícula podía dar la pista de su paradero, y eso suponía un riesgo evidente. Pero no tenía más remedio que escapar en él, porque no había otro. Sólo quedaba confiar en la oscuridad de la noche y en la miopía policial.
A las tres de la mañana, Manuel y yo nos abrazamos ante su cochecito de ocasión. Mira que le apreté fuerte, pero siempre he pensado que le tenía que haber apretado mucho más fuerte todavía. Que quizá era la última vez que podía permitirme ese lujo.
5
La suerte estaba echada y no había otra que salir arreando: ARREA jacta est.
Tiró hacia el norte, inducido por lo que tenía oído sobre grandes bolsas de despoblación y aldeas abandonadas en la submeseta septentrional, la cabecera del Duero y la Serranía Celtibérica. Marchaba a velocidad muy moderada para evitar estridencias. Se apartó en cuanto pudo de las vías principales, tomando las de dos humildes carriles. Tras un par de horas o tres de conducir a oscuras comenzó a clarear. La luz mostraba páramos progresivamente más terrosos y más pelados. Manuel iba sudado, escudriñando con la nariz las pedanías donde menos ruido viera y menos luces oyera.
A las siete de la mañana, muy fatigado, indeciso entre el avante o las anclas, se metió con el coche por una vereda hacia cuyo final entrevió arboleda. Bajo la fronda se detuvo. Cedió al cansancio antes de que su cerebro empezara él solo a fabricar lisergias por falta de sueño. Lo último en lo que reparó antes de caer dormido fue en que el móvil le daba cobertura. Por lo pronto, la comunicación conmigo quedaba a salvo, y eso ya era mucho.
Despertó antes del mediodía con una tranquilidad que sólo duró un segundo. El que tardaron en aparecer el hambre, el destemple, la desorientación y el filme de todo lo que había pasado ayer. Salió del coche. A cien metros escasos vio los tejados de una aldea que intuyó vacía. Hasta allá fue a comprobarlo, a pie, sin ruido, agachadito de cabeza por si asomaba alguien. Si el sitio daba garantías de que nadie iba a comparecer, pasaría allí unas horas. Comería algo, y dormiría tumbado, no sentado, sin estar oliendo a ambientador de coche.
No se equivocaba. El pueblo era un vestigio desasistido y sin un alma, uno más de los cientos y cientos de ellos que hoy permanecen abandonados en España. Seis calles y seis callejones conformaban el villorrio. No daré su nombre verdadero, como siempre quiso Manuel. Lo llamaré por ejemplo Zarzahuriel, figuradamente, según denominación inventada y arbitraria. Aún faltaba mucho para que yo lo visitara.
Por el estado de las construcciones, Zarzahuriel