Hacía falta un cacharro. Se llamaba inversor de corriente («o convertidor fotovoltaico», me dijo Manuel). Y eso había que comprarlo, en un comercio del que él me dio el nombre y la dirección. Y, sin más remedio, mandárselo después a Zarzahuriel. No cabía otra.
No me gustaba nada la idea. Pero era la ocasión de hacerle llegar los productos que no podía adquirir en el Lidl. Sobre todo, es que no había más tutía si no nos queríamos quedar sin comunicación. Sin más alternativa, accedí.
Habría de ser el único envío, el definitivo. Rescaté la lista de los artículos que no encontraría nunca en nuestro híper de referencia. A sabiendas de que sólo teníamos un disparo, aprovechamos para añadir en el paquete una cafetera italiana, para dejarnos de tanto Nescafé. Un candado con su llave, para poder asegurar la cadena de la entrada. Otro, para la cancela trasera del patio, no fuera a entrar un extraño y dedujera presencia de hombre. Dos tubos de pegamento para atrapar ratones, el que no se evapora, que alguno le había aparecido rondando la caja de cartón donde guardaba la charcutería.
Si el sistema del panel había comido luz durante el día, seguía suministrando corriente durante las horas sin sol (no iban a dejarlo sin funcionar por las noches, cuando más falta hacía). Eso abría muchas posibilidades a su tenencia. Adjunté en el paquete un ladrón, cinta aislante, unos metros de cable y dos lámparas LED de pinza. Que el tal inversor de corriente era para recargar el móvil. Pero a ver por qué renunciar a un poco de luz eléctrica para leer los Austral por las noches.
Me di cuenta a tiempo de que la expedición no podía ser mediante Correos, con un cartero local que rula cotidiano por la zona y que pregunta por este vecino o por aquel. La jugada debía ser como con el Lidl, que estaban ubicados en ciudad grande y que tenían que buscar el pueblo de destino con un GPS.
En fin, que acudí a una oficina de SEUR de Madrid, donde no tuve que identificarme. Que se arreglaran ellos con la delegación territorial. Mandarían a un repartidor de la capital provincial, a la que se volvería contra entrega, y que jamás regresaría por Zarzahuriel ni por la comarca (poca mensajería se demanda en las áreas deprimidas).
Solicité que lo dejaran a la puerta en destino, a un nombre que me inventé pero con mi apellido (para que no me tomaran por un flipado que se enviaba cosas a sí mismo). Saqué a relucir a otro de mis supuestos hijos, esos con los que me iba en familia a Zarzahuriel. Este era senderista. Podía ser, por tanto, que no le hallaran en el domicilio a la hora de la entrega, porque andaría por el robledal abstraído en el panteísmo. Pero que el empleado echara un garabato de recibido y listo, bajo mi responsabilidad directa. Pagué todo al contado y allí mismo. Advertí a Manuel de que desapareciera al día siguiente, que sería el de la recepción.
En el transcurso de esta conversación, su móvil dejó de respirar. Pasé dos jornadas angustiosas sin noticias suyas, sin saber si estaba manipulando cables con éxito o con fracaso, y preguntándome si acaso ya habría caído la garra de la justicia sobre él. Le seguía llamando a cada rato, en la esperanza de que finalmente el terminal hubiera almorzado sol y el usuario pudiera responderme.
Así ocurrió. El paquete había llegado correctamente y sin encontronazos. Qué bien nos quedaba todo cuando actuábamos en comandita, desde que él tuvo uso de razón y a lo largo de los años. Aliviados, Manuel y yo juramos no levantar más liebres con nuevos envíos. Que aquí las liebres éramos nosotros.
Prefirió no emplazar el panel en el tejado, por no llamar la atención del típico helicóptero cabrón al que quizá un día le diera por sobrevolar la comarca. Metió la placa en el sobrado, asomando apenas por el ventano orientado al sur. Tiró cable hasta la planta baja, con escala en la alcoba por si una noche quería leer en la cama. El abandono de décadas de la vivienda facilitó el calado de orificios para pasar el cobre.
Al ponerse el sol, Manuel encendía su lámpara y hacía su poco de vida nocturna. Debía acordarse de cerrar antes los contrafuertes de las ventanas, para que la luz no fuera visible desde el exterior. Había vanos que los habían perdido, o que nunca los tuvieron. Pero el habitante se fabricó unos nuevos con el cartón de la caja de seis briks de leche del Lidl. Los fijaba con la cinta aislante que tuvimos la inspiración de incluir en el paquete de SEUR.
8
La madriguera en la que Manuel plantó pica no era así como muy atractiva. Pero él tendía a ver acogedor el alrededor en el que cayera. Propendía a la conformidad con el entorno, sin importarle sus notas escópicas o ambientales. Eso que se ahorraba en decoración, atrezo y luminotecnia. Funcionaba de cámara para adentro, por lo que el aspecto del plató le era de relevancia muy relativa. La vetusta casa nueva ofrecía además algo insólito para él: sitio. Qué de metros, cuadrados y cúbicos. Manuel corría a veces por el pasillo, sólo para ver cómo era hacerlo bajo techo propio. Siempre había una estancia más de lo que recordaba, en su recuento mental de habitaciones.
Vivir varado en Zarzahuriel debía de tener sus débitos, sus incomodidades y sus sevicias. Pero mejor aquello que estar donde los teleoperadores, trabajando a favor de que a un ciudadano comunitario le sorbieran el dinero por la vía de la fraudulencia descarnada. Mejor aquello que estar en su pieza de la calle Montera, desechando la idea de meter en casa alfombras demasiado gruesas para no tener que ir dando con la cabeza en el techo. Y como recordaba Montera, recordaba su portal, mucho antes que la cajita en la que moraba. Recordaba su cámara de vídeo, mucho antes que sus apliques. Recordaba el poco de rojo que punteó el cuello del antidisturbios, mucho antes que nada. Qué bien se estaría sin esas sombras paseándose por las cercanías. Preferir no pensarlo, optar por no.
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