Una anomalía en la Ilíada: una risa dulce. Escapa a la generalización —un tanto tosca, lo admito— de la risa como burla, ataque o humillación. Tal vez porque aparece en la intimidad de un episodio hogareño y no, como el resto, en la corte o en el campo de batalla. Es en el canto VI donde, a pesar de su tristeza, Andrómaca ríe con estoicismo y resignación. Héctor quiere cargar a su hijo por última vez antes de volver al combate, pero el niño “retrocedió con un grito, asustado del aspecto de su padre”. Al parecer “lo intimidaron el bronce y el penacho de crines de caballo/ al verlo oscilar temiblemente desde la cima del casco”. Entonces la pareja ríe, pero al menos la madre lo hace “entre lágrimas riendo”, sospechando que no volverán a estar juntos, que probablemente será su último recuerdo familiar.
Erich Auerbach se inscribió en cursos de jurisprudencia en 1910, con la intención de cumplir ciertas expectativas familiares. Hizo estudios en Berlín, Friburgo y Múnich antes de titularse con unos Prolegómenos para un nuevo código penal. Pocos meses después falleció su padre y, a sus veintiún años de edad, se alejó del derecho definitivamente.
La interpretación que da Plutarco sobre Licurgo y la estatua me resulta insuficiente. Tal vez debería de conformarme con su juicio, pero no sé, estoy seguro de que algo permanece oculto o no era evidente para el sofista de Beocia.
En los comedores comunales de Esparta se practicaba la conversación así como las bromas. Al parecer estas últimas se ejercían “sin mal gusto” y los laconios eran capaces tanto de reírse de otros como de soportar ser víctimas de alguien más. Aun así, Plutarco apunta que si alguno se sentía incómodo sólo tenía que pedir que cesaran las chanzas y su deseo era cumplido de inmediato. De alguna manera en Esparta había una normatividad de la risa, un umbral de tolerancia. Creo que cuando ese límite era transgredido Gelos entraba en funciones. Al ser presidido por la imagen del dios de la Risa, este espectáculo de comicidad forzosamente ligera se convertiría en ceremonia, en el rito que le daba sentido a la divinidad. Es decir, tal vez esa figura mitológica se aseguraba de mantener la cordialidad colectiva al canalizar sanamente las pulsiones de mordacidad, antes de que éstas pudieran afectar el tejido comunitario.
La Odisea no es un poema cómico pero la astucia de su personaje sí tiene mucho de lúdico: se disfraza de mendigo para reconquistar Ítaca, engaña al Cíclope con un juego de palabras y destruye Troya echando mano de un caballo de madera. Ulises ríe poco —y cuando lo hace, ríe para sus adentros— pero no deja de ser gracioso. Odiseo burla y se burla de sus enemigos gracias a su ingenio.
A los banquetes también acudían los niños, conducidos allí como a escuelas de cordura, y no sólo escuchaban discursos políticos y presenciaban diversiones propias de hombres libres, sino que también ellos mismos se habituaban a divertirse y dar bromas sin mal gusto y a no enfadarse cuando eran objeto de ellas, pues parece que era especialmente laconio eso de aguantar una broma, pero quien no las toleraba, se excusaba y el bromista se mantenía aparte.
(Plutarco, Licurgo, 12.)
Yo también quería ser escritor pero Camila era la única que lo sabía. Y no era un asunto de timidez o de modestia, nadie me consideraba como aspirante porque yo nunca escribía nada. De vez en cuando abría el cuaderno que Camila me había regalado (“Para tu primer libro”, me dijo), pero era tan bonito que me resistía a utilizarlo. No quería echarlo a perder con intervenciones torpes o ideas ridículas, así que sólo había usado como siete u ocho páginas y estaban llenas de citas textuales y uno que otro dibujo. Mis “cuentos” más bien se acumulaban en la parte trasera de una libreta Scribe, esperando ser lo suficientemente buenos como para aspirar al cuaderno elegante, pero tampoco eran muchos. A diferencia de Camila, yo era un ñoño al que le preocupaba muchísimo más llegar a clase con un concepto entendido antes que terminar un relato. A pesar de que no hacía nada por ello, me aferraba a la idea de ser escritor. ¿Pensaba que con mis principios de filología, y por haber descifrado algunos manuscritos del siglo xvi, iba a ser más fácil darle vida a un personaje? No. Creo que se trataba de miedo, de hacerme pendejo un rato más y posponer el fracaso el mayor tiempo posible. Por eso había asegurado una beca y me iba a hacer un posgrado a Alemania antes de terminar el año.
Cuando se lo dije a Camila se decepcionó profundamente, tanto que al principio pensé que se estaba burlando. Atardecía en Huatulco, y nosotros fumábamos con la ingenua esperanza de repeler a los mosquitos, cuando me dijo que no, que claro que no era burla, y alzando la voz: “¡Más te vale que el bromista seas tú!”
Si te vas, no vas a volver a escribir.
Camila, sin demostrarlo nunca, no había perdido la esperanza en mí. Se trataba de una fe absurda, incomprensible, que incluso yo renegaba; pero tenía sus razones. Estábamos por volver al jolgorio del chiringuito cuando hizo un último intento por disuadirme: “Si te vas, quedas formalmente expulsado de la hermandad del dios Gelasma”. Era una broma por supuesto; me empecé a reír y pronto le contagié mis carcajadas. Pero al mismo tiempo era una amenaza, y de una forma u otra la cumplió.
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