Καχαζω (kachazo) es carcajada en griego antiguo; en ambos términos parece sobrevivir un reducto bullicioso, onomatopéyico.
Los menores de treinta años no bajaban nunca al ágora, sino que realizaban sus haciendas indispensables a través de sus parientes y amantes. En cuanto a los ancianos, estaba feo que se les viera constantemente ocupados en estas tareas, pero no que anduvieran la mayor parte del día por los gimnasios y las tertulias llamadas léschai. Y así, coincidiendo en éstas, pasaban su tiempo dignamente unos con otros, sin preocuparse por nada de cuanto atañe al comercio o a la tarea del mercado, sino que la principal ocupación de ese pasatiempo consistía en elogiar cualquier cosa noble o criticar las vergonzosas entre broma y risa, que suavemente conducen a la reprensión y a la enmienda.
(Plutarco, Licurgo, 25.)
Ernst Robert Curtius creció en la provincia de Alsacia y Lorena, una región que desde la caída del Imperio Romano ha oscilado entre la dominación francesa y germana. En las aulas del Gimnasio Protestante de Estrasburgo asumió, inevitablemente, un legado cultural múltiple, híbrido, que lo hizo ver con escepticismo y distancia los extremos nacionalistas de sus dos países.
En aquella época los utensilios para calar la piedra seguían siendo de bronce —un material mucho menos resistente que el hierro o el acero— y por ello resultaba difícil que la representación escultórica se alejara mucho de la figura original de la piedra. La estatuilla de la Risa pertenece al periodo que hoy conocemos como geométrico —siglos x al ᴠɪɪɪ a.C.— y en los pocos ejemplos que permanecen de aquel entonces es dable ver líneas rígidas y un tanto toscas: era imposible darle libertad a los brazos o piernas, y el pelo estaba irremediablemente unido al cuello. La representación de Gelos, por ende, habría distado mucho de lo que yo imagino como “escultura griega”; sería algo más torpe, hierática, definitivamente más egipcia.
Prácticamente no existen vestigios de la comedia dórica antigua. De hecho son pocos los documentos en dórico que sobreviven, siendo el jonio y el jónico-ático los dialectos dominantes en la escritura. Ahora sólo quedan inscripciones, epígrafes funerarios de lo que fuera una lengua viva. Pero es muy probable que en su tratado Sosibio hablara de Epicarmo, el Príncipe de la comedia; se le atribuye haberle dado unidad a este género dramático y escribía en dórico siracusano. Aún quedan fragmentos de sus obras, algunos títulos —Las bacantes, Los Dionisios, ¡Ulises náufrago!— pero no lo suficiente para especular.
¿El “tratado de Sosibio” que cita Plutarco es el “libelo de Cloricio” que cita fray Guillermo? ¿Se trata, en realidad, de una sola fuente extraviada que un mal copista multiplicó? Ambos parecen hablar de la risa, de los mimos, del dios Gelos y, aun así, resulta poco probable. Insisto con esta hipótesis porque es más fácil lidiar con un fantasma que con dos.
Un equívoco recurrente: la idea de que Dionisio es el dios de la Risa. Podría haberlo sido, su radio de influencia es muy extenso, es el arcano tutelar de todo el universo sonriente, festivo y alegre de la cosmovisión clásica. Pero lo cierto es que, a diferencia de Gelos, nunca se le designa de esta manera.
Dionisio es el dios del vino, la locura ritual y el éxtasis. En las bacanales, en medio de la borrachera y el delirio, la risa resultaba natural, necesaria, de ahí su vinculación; pero creo que podría tratarse de una risa diferente a la de Gelos. Con los misterios de Dionisio no se juega. Baste recordar el destino de Penteo, rey de Tebas, quien fuera castigado por proscribir su culto. El dios se encargó de hacerlo fisgonear en una fiesta exclusiva para las mujeres y, al ser descubierto, se le ajustició. Fue su propia madre quien le arrancó la cabeza.
La risa de Gelos, por lo poco que puedo concluir, es más prosaica, coloquial; es un “condimento del cansancio y del método de vida” laconio. A no ser que la distancia histórica me haga desvirtuar completamente su significado.
Werner Jaeger fue un niño precoz. Aprendió latín a los nueve años, griego a los trece, y más o menos por las mismas fechas terminó por su cuenta todas las lecturas escolares. Inquieto, exigió a sus profesores más libros y pronto encontró los trabajos de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, el gurú de la filología clásica alemana. La lectura de su Introducción a la tragedia griega significó para este joven “el amanecer de un nuevo mundo”, uno en el que viviría desde ese momento en adelante.
Los espartanos no sólo se entrenaban en la lucha, también buscaban la pericia en la agudeza verbal. Eso sugiere Plutarco al decir que los mayores acudían a los entrenamientos de los jóvenes para presenciar “las luchas y las bromas que se hacían unos a otros”. Al parecer eran cualidades complementarias, ambas se practicaban en el gimnasio y un soldado laconio debía ser tan punzocortante con la espada como con la lengua.
El trickster mexica se llama Tezcatlipoca —el Señor del espejo humeante—, personaje que en señal de respeto era invocado como “Aquel que se burla de los humanos”. Por sus travesuras —que consistían en dar riquezas, prosperidad, fortaleza y fama para arrebatarlas después— los primeros evangelizadores lo clasificaron como un espíritu chocarrero. No se detuvieron a pensar que se parecía mucho al dios de Job, e incluso al que en Génesis 9:6 confunde la lengua de los hombres. El trickster es siempre una concepción lúdica de la fortuna y los altibajos del destino; algo de su magia persiste en el apotegma: “Si quieres hacer reír a dios, cuéntale tus planes”.
Los ancianos estaban todavía más atentos, frecuentando los gimnasios y presenciando las luchas y las bromas que se hacían unos a otros, no por distracción, sino porque, en cierto modo, todos se consideraban padres, pedagogos y gobernantes de todos; con lo que no quedaba ocasión ni lugar sin que alguien reprendiera y castigara al que actuaba erradamente.
(Plutarco, Licurgo, 17.)
Aunque pensándolo bien, esto podría ser un embuste. Plutarco, un filósofo de Beocia, cita en el siglo i d.C. a Sosibio, un gramático que radicó en Egipto en el siglo ɪɪɪ a.C. y cuya obra no sobrevivió. La fuente perdida menciona, al parecer, una efigie que fue mandada a construir en Lacedemonia por el legislador Licurgo, quien de haber existido realmente habría vivido en el siglo ᴠɪɪɪ a.C. Para Plutarco —mi único asidero concreto— la estatua ya era tan lejana como lo es para mí la Edad Media: territorio de milagros y aventuras fantásticas, el “Érase una vez” de los cuentos de cuna. Así Licurgo, y no se diga el dios de la Risa, existen para mí más allá de lo histórico: habitan en el no tiempo de lo mítico.
Llegué a casa de Camila la tarde del día siguiente. Ahí estaba, en efecto, un nicho con una imagen de la asunción de María, pero fue Paty la que me dejó pasar. Al parecer había llegado justo a tiempo porque ella estaba lista para irse. Me dio las llaves, me encomendó al pequeño y se fue. En la mesa del comedor encontré una “epístola” de Camila con instrucciones precisas sobre qué hacer si ella no regresaba antes de las ocho. Estaba escrita con ese tono macarrónico suyo que utilizaba siempre que quería burlarse de mi forma de escribir. Sugería, “primeramente, permanecer quedo”: Pablo tenía que seguir dormido hasta bien entrada la tarde, de lo contrario, me decía, los dos nos íbamos a pasar el día llorando. Enumeraba también el menú para la cena, dígitos que se correspondían con sendos topers en el refri, y aseguraba que iba a estar en casa a tiempo para sus “abluciones nocturnas” y dormirlo. Dejaba su número de celular y, para cualquier emergencia, el de la policía y el de los bomberos. Cerraba su nota con un “Addendum”: “Si Pablo se despierta léele algo de tu ponencia de mañana, ¡seguro funciona! : )”.
Dejar a su niño con un completo desconocido, eso sí era algo que podía esperar de Camila. Éramos amigos desde la infancia, pero Pablo no me había visto nunca y temía provocarle una especie de ataque de pánico si se descubría a solas conmigo. Por eso puse mi celular en silencio, me preparé un sándwich en la cocina, y como no encontraba nada mejor que hacer, empecé a husmear en su librero;