Lawrence y Daniel Kelly
Existen antecedentes históricos según los cuales los romanos estaban ya al tanto de que en las islas británicas existían ricos yacimientos de carbón, localizados en varios sitios. Si bien la industria carbonífera se desarrolló lentamente sin tener mayor importancia dentro de la economía de Gran Bretaña, ciertos hechos hicieron que ese desenvolvimiento cansino, en un determinado momento, al inicio del siglo XVIII, adquiriera una velocidad vertiginosa que tuvo una influencia trascedente no solo desde el punto de vista de la economía, sino también en cuanto a la movilidad social del país y a su realidad política. De las diferentes regiones donde estaban localizados los mantos carboníferos, las más importantes eran Gales y lo que se llamó el North East, que incluía los territorios de Newcastle y Sunderland. Posiblemente, en concreto, donde se notaron con mayor intensidad los efectos de este fenómeno expansivo fue en la ciudad de Newcastle y sus áreas periféricas. Antes del comienzo de la verdadera fiebre del carbón, las tierras de la zona en su totalidad pertenecían a un puñado de miembros de la más alta aristocracia y estaban dedicadas básicamente a la crianza de ovejas. Para ello aprovechaban los ricos pastos de la región y el hecho de encontrarse cerca del río Tyne, circunstancia que les permitía enviar la carne a Londres a través de barcos de gran capacidad, lo que les otorgaba una ventaja sustantiva desde el punto de vista del transporte en comparación con el resto de los productores ovinos; así, llegaban con precios muy competitivos a los centros de consumo. Repentinamente esos terrenos pasaron a tener un valor extraordinario antes impensado, ya que lo que existía debajo de aquellos era por lejos más rentable que la superficie misma.
Desde el momento en que la industrialización del país adquirió un impulso intenso y acelerado, en que el aumento de barcos a vapor no cesaba y en que la carencia de carbón de otros países de Europa los obligaba a importarlo desde Inglaterra, la demanda por el oro negro se incrementó de una forma por pocos prevista. Los ricos latifundistas del área contrataban jugosas concesiones con industriales que se encargaban de abrir y explotar las minas, lo que permitía a los primeros obtener sustantivas ganancias sin tener que desplegar actividad alguna. Seguían preocupándose de los pastos, de controlar las enfermedades que afectaban a las ovejas y de las dificultades del traslado al puerto, pero todos ellos agregaban a sus ingresos una lucrativa riqueza que se daba solo por el hecho de que debajo de sus dominios hubiera carbón. Era una manera cómoda de ser más ricos. Por otra parte, los visionarios empresarios mineros no tenían problemas en pagar el costo de esas concesiones, ya que las utilidades que obtenían con la explotación de las minas eran realmente cuantiosas. Aquellos eran pocos y a fin de establecer una especie de unidad de explotación en los diferentes emprendimientos que iban abriendo, cada uno de ellos creó su propia empresa matriz que se encargaba de sus intereses en el área. En general los establecimientos mineros mismos no eran de grandes dimensiones, pero eran muchísimos en cantidad. El hecho de que fueran relativamente pocos los trabajadores en cada uno de los laboreos, les permitía a las empresas controlar fácilmente a sus mineros e imponerles condiciones de trabajo realmente abusivas. La creación de sindicatos para defenderse de esos abusos se dificultaba por el reducido número de trabajadores en cada mina y por la distancia que había entre una y otra, la que pese a ser relativamente corta, no posibilitaba aunar opiniones y tener la alternativa de presentar un frente común al sector empresarial. Pero ello fue poco a poco cambiando en el tiempo y en muchas minas se formaron sindicatos, los que en sus demandas fueron uniéndose a otros. Así se creó un consenso acerca de las mejoras que se reclamaban y de los medios para obtenerlas. Todo esto llevó a que se generaran asociaciones regionales primero, para luego llegar a la formación de una poderosa Federación Nacional del Carbón, la que adquirió tal fuerza que era capaz de poner en jaque la estabilidad del gobierno nacional, tal como sucedió en la prolongada y extendida huelga de 1926. Pese a esa fuerza política y social que poseían los mineros del carbón, que cada vez era más considerada por los partidos políticos debido al alto número de votantes involucrados, y por el gobierno consciente del poder que acumulaban, las condiciones laborales seguían siendo pobrísimas y las leyes que se empezaron a dictar para mejorarlas se ignoraban o se llevaban a la práctica en forma parcial, sin que los infractores tuvieran que pagar por ello. La influencia de los concesionarios, por su parte, era grande e imponerles obligaciones resultaba complicado para las capas dirigentes, las que por lo demás relativizaban su preocupación en el tema. Debía agregarse a todo lo anterior la acción de ciertos dirigentes sindicales destinada más bien a mejorar su propia condición personal que la de sus colegas en general. Quizás el mejor ejemplo para graficar la explotación a que estaban sometidos los mineros y la carencia de sensibilidad oficial sobre esta actividad lo constituye el calendario que se siguió en la determinación del límite mínimo de edad que la autoridad impuso para quienes quisieran trabajar en el interior de las minas. En 1872 se estableció que se podía bajar a los piques desde los 12 años, en 1900 se subió dicho límite a 13 años, en 1911 se determinó que lo podían hacer desde los 14 años, en 1944 se incrementó a los l5 años y en 1957 a los 16 años. Pensar que todo el país dormía tranquilo cuando en pleno siglo XX se permitía a los niños de 13 años bajar a las minas de carbón, resulta hoy casi imposible de imaginar.
Por otra parte, para un minero la alternativa de perder el trabajo significaba además de no recibir su ingreso monetario semanal, la pérdida del modesto hogar donde habitaba, el que era proporcionado por la empresa, y de las demás regalías a las que accedía, como educación para los niños y calefacción. El despido se constituía en el paso directo a la mendicidad. Por ello los trabajadores lo pensaban dos veces antes de intentar una acción sindical contra el patrón. En 1894 a nivel nacional eran alrededor de 76.000 los sindicalizados, número que se fue incrementando aceleradamente en los años siguientes. En 1913 había 203.400 sindicalizados.
El proceso de crecimiento de la industria del carbón hizo que los dueños de las concesiones mineras pasaran a formar parte importante de la alta burguesía del país y con ello adquirieran influencia no solo económica, sino también política. Siendo un número reducido de empresarios les era más fácil ponerse de acuerdo para defenderse de los movimientos sindicales y sus peticiones, y presionar a las autoridades en su propio beneficio. Pudieron delinear con facilidad estrategias que los hicieron pasar a ser verdaderos polos de empleo y por ende poseedores de un poder difícil de equilibrar. Es así, por ejemplo, que en 1894 la empresa Lambton tenía en la zona North-East 7.500 trabajadores, número que en 1913 había subido a 13.905, mientras que la compañía Bolckow Vaugha poseía 5.743 obreros en 1894 y en 1913 contaba con 9.463.
Para formarse una idea de la transformación económica y social que produjo en el país el auge carbonífero, baste pensar –considerando la población inglesa de la época– en las cifras de incremento de la producción de carbón y la cantidad de gente que ello requirió. En 1770 hubo una extracción de 6 millones de toneladas, la que subió a alrededor de 30 millones en 1836, para alcanzar en los primeros años del siglo XX las 242 millones de toneladas. Lo anterior, lógicamente, trajo como consecuencia cambios demográficos radicales por la cantidad de personas que se necesitaban en las faenas, lo que generó traslados masivos a las zonas carboníferas. Hubo un profundo efecto migratorio. Trabajadores procedentes de todo el país y sus familias se mudaron a las áreas donde se abrían las minas. En la región de North-East los migrantes no solo venían