–Perdona –le dijo con una voz suave y culposa–, no he querido hacerte daño.
Ambos sabían que la pérdida de la virginidad de la recién casada no estaba exenta de dolor físico. Esas lágrimas crearon en John un sentimiento especial de aflicción por ella, pese al inmenso gozo físico y espiritual que sentía, todo ello acompañado de una fuerza de amor que le nacía del alma.
–No lloro de dolor –le respondió dulcemente Mónica–. Lo físico que siento sabía que vendría y no me importa. Lloro de emoción, de felicidad. Lloro desde el fondo del corazón por tenerte a ti, por ser tu mujer y por tener la posibilidad de entregarme sin límite y sin cortapisa alguna. Lloro de alegría.
Estas palabras emocionaron a John de una forma difícil de describir, pero percibió con claridad que su corazón también estaba lleno de ternura, de pasión y de afecto por esa mujer que ahora sí era enteramente suya.
Permanecieron unidos por horas y el gozo de la entrega en común se repetía una y otra vez. Al final cayeron dormidos por el amor y por el cansancio, pero siempre abrazados Largo pasado el mediodía, abrieron los ojos para gozar de las delicias que el dueño de casa se había encargado de dejar en la cocina y en el comedor. Todo ese día lo pasaron en esa maravillosa casa, siempre muy juntos, sea gozando con la vista del lago, comiendo, sentados en la terraza que ofrecía un panorama sin igual del agua que rodeaba el entorno, o reposando tendidos en la cama. La segunda noche de luna de miel no fue muy diferente a la primera en cuanto a la entrega amorosa entre ambos y al mediodía siguiente salieron en el automóvil de la madre de ella en un viaje al sur de Chile, que llegaría hasta Chiloé, por unos caminos que en la época dejaban bastante que desear. Pero el vehículo era moderno y no tuvieron problemas para gozar con el Salto del Laja, cascada que producía el río del mismo nombre, con las ciudades de Valdivia, Puerto Varas y Puerto Montt, y con el recorrido que hicieron a la Isla de Chiloé. El regreso a Concepción se produjo veinte días después.
El proyecto de vida consistía en que John, haciendo uso de sus contactos sociales en Concepción y los de su suegro, abriera un estudio y ejerciera la profesión de abogado. Al mismo tiempo, aprovechando las buenas calificaciones que lo distinguieron en su paso por la universidad y el respeto ganado durante su trayectoria, sería profesor de la cátedra de Derecho Procesal, tema que dominaba ampliamente.
Mónica no demostraba mayor interés en terminar su carrera, aunque deseaba seguir vinculada de alguna forma a las actividades de la facultad donde había estudiado. Era una vida plácida, llena de seguridad y de felicidad y no se percibía nada en el horizonte que pudiera mutar esa idílica existencia. Se habían instalado en una moderna y cómoda vivienda ubicada en un buen barrio, cerca del Cerro Caracol. Como a los dos años de casados, John recibió una noticia que lo hizo cavilar debido a su siempre presente interés por los temas internacionales. Supo que habría un concurso para ingresar al Ministerio de Relaciones Exteriores en Santiago. Pensando en sus buenas notas como estudiante, en el hecho de que hablaba inglés sin acento, pues los diálogos con su padre siempre fueron en esa lengua, y en que su suegro poseía importantes contactos políticos que servirían de ayuda, se entusiasmó con la idea de ingresar al Servicio Exterior. Le consultó a su flamante esposa qué le parecía la posibilidad de trasladarse a Santiago y después empezar a deambular por el mundo, lo que la obligaría a alejarse de su familia y a perder la protección que significaba el ambiente social de Concepción donde ella se sentía absolutamente segura. Para el novel abogado era un desafío doble, en lo personal y en lo familiar, pues Mónica había vivido siempre con grandes comodidades y era la regalona absoluta de su familia, especialmente de su padre, por ser la hija mayor. John no la presionó. Le explicó que era una alternativa que a él le interesaba, pero era un requisito indispensable que los dos estuvieran dispuestos a emprender la aventura por el desafío mutuo que eso significaba. Ella, después de pensarlo y sin hablarlo con nadie, estuvo de acuerdo.
John ganó el concurso y pasó a ser miembro del Servicio Exterior de Chile, lo que llevó Mónica a empezar un verdadero peregrinaje por el mundo. Nacieron los dos hijos y la familia vivió tranquila y feliz las experiencias en Lima, Washington y Ottawa. Cada cinco años, tocaban los correspondientes regresos a Santiago, períodos en que gozaban la cercanía de los suyos. Cuando llegaba el momento en que la familia debía partir de un país, por cambio de destinación, siempre dejaban atrás un sinnúmero de amigos, con los cuales, pese a los años, mantenían contacto. Ella sostenía que cada una de esas experiencias le permitía interactuar con seres que pensaban distinto y que si se hubiera quedado en la tranquilidad de Concepción nunca los habría conocido. Esos contactos la “enriquecían” a ella y a los suyos, proceso que graficaba con la idea de que “les permitía robar lo mejor que tenían dentro de sí como seres humanos distintos a los chilenos”. Mónica estaba feliz en Nueva York y el traslado a Pretoria no le agradó en absoluto.
África para ella era la realidad que transmitían las películas de Tarzán o las atrocidades de que daba cuenta la televisión americana, por lo cual el universo donde poder continuar su “enriquecimiento” como persona no existiría. Adicionalmente, la alejaría aún más de Chile donde estaba su familia de origen. En definitiva, el traslado le produjo un shock inmenso en todo sentido y sintió que entraba, poco a poco, en una especie de depresión. John, conociéndola, imaginó esa posibilidad, por lo que era fundamental obtener en Pretoria una casa grande, bonita y cómoda que la hiciera olvidar a ella la mutación que se produciría en su vida. La vivienda que arrendaban en Old Greenwich era una construcción antigua y amplia, como casi todas las del pueblo, y que resultaba muy cómoda para la familia, ya que estaba ubicada a una corta distancia tanto de la estación de tren como de la playa, los dos sitios referenciales más sustantivos en la vida diaria, y desde allí John se movilizaba todos los días a Manhattan, a la Primera Avenida donde estaba ubicada la Delegación de Chile, frente al edificio de Naciones Unidas. Allí el Ministro Consejero tenía una linda vista que daba a los jardines de la Organización y poseía una amplia visión al East River, el que en la realidad era un brazo de mar que rodeaba Long Island y, en consecuencia, eran las mismas aguas con las que se deleitaba en “su” playa de Old Greenwich. A todo el agrado descrito, había que añadir la ventaja que significaba vivir con esa calma y seguridad a solo una hora en tren o en auto de Manhattan. Eso les permitía gozar de todas las posibilidades culturales que ofrecía la Gran Manzana sin tener que sufrir diariamente un ambiente saturado de gente e inseguro para los hijos. Entre otras cosas, los Kelly estaban abonados a los conciertos semanales de temporada de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Mónica se trasladaba en auto en la tarde, pasaba a buscar a su marido, concurrían al Lincoln Center, para después de la función cenar en algún restaurant de la ciudad y enseguida volver a la tranquilidad de Old Greenwich.
La pareja tenía dos hijos absolutamente distintos, Peter –pronto a cumplir quince años– y Thomas que era dos años menor. El mayor era un muchacho alto, delgado, atrayente para las niñas de su edad, tranquilo, estudioso, con sentido social, devoto de la religión católica, respetado por sus pares en el colegio y amante del fútbol (soccer), deporte para el cual tenía ciertas aptitudes. Thomas era inquieto, bueno para las bromas, poco amigo de los libros, poseedor de una simpatía única que le permitía tener buena amistad con sus pares y ser muy popular entre las niñas de su nivel, y era mejor jugador de fútbol que su hermano, a pesar de ser más bien bajo de estatura. Además, poseía una disposición poco común para aprovechar cualquiera ocasión que le permitiera hacer una travesura. Era en cierto modo la preocupación de su padre, aunque este al final caía rendido ante la simpatía y las expresiones oportunas de su hijo menor. Por lo demás veía que esa realidad familiar no era muy diferente a la suya, ya que su único hermano, Max, algo menor que él, había sido el retrato aumentado y corregido de Thomas, circunstancia que lo hacía tener una escondida predilección por ese hijo menor.