Lo dicho, los viajes no siempre ilustran, pero a veces lo hacen de una forma completamente inesperada, como me pasó hace unos días, en un viaje a Costa Rica, mientras estaba sometido a los insoportables rigores del ecoturismo, esa rama dura del turisteo que lleva a la aguerrida clientela de una tirolesa vertiginosa a los rápidos morrocotudos de un río brutal, y de ahí a una caminata nocturna por la selva, con senderos misteriosos y puentes colgantes sobre las copas de los árboles. El plan ecoturístico no deja espacio para el sosiego, es para turistas que quieren invertir cada minuto de sus vacaciones en una actividad ininterrumpida, en estar en contacto permanente con las fuerzas de la naturaleza, en hacer un recorrido maratoniano saludable, verde, superoxigenado y nutrifresco, lo cual, como podrá colegirse de lo que vengo escribiendo hasta aquí, no es asunto de mi interés, así que en cuanto tuve oportunidad me descolgué del ecotour, y me quedé en la habitación del hotel selvático donde dormíamos, con el propósito de trabajar en un texto que tenía que enviar al periódico el día siguiente, pero una vez instalado en el balcón, que colgaba dentro de una selva espesa, decidí que mientras mis compañeros ecoturistas daban rienda suelta a su pasión por el verdor, mientras ellos salían a buscar al mundo yo esperaría, sentado en una silla en el balcón, a que el mundo viniera a mí, confiando en la sabiduría de Blais Pascal, e inspirado por la novela de Xavier Maistre. Desde mi punto privilegiado de observación, sin moverme de mi silla, comencé a observar la selva que se extendía frente a mis ojos, con una intensidad que, de haber estado moviéndome de un lado a otro como ecoturista, no hubiera conseguido. Frente a mí estaba el tronco de un árbol que había sido parcialmente estrangulado por un «matapalos», que es un tronco que nace junto al árbol y que va creciendo a su costa, mientras se enreda con saña en él y, por si fuera poco, a ese mismo tronco también lo estrangulaba un trío de lianas leñosas que bajaban desde la altura de la copa para clavarse, y refundarse, en la tierra. La imagen de este árbol invadido, parasitado por otros árboles, me llevó a observar su entorno, y a descubrir que todos los árboles de alrededor estaban parasitados por otro organismo vivo, el que no tenía una enredadera cubriéndole el tronco y espesándole la copa con un verde a todas luces ajeno, tenía las ramas plagadas de bromelias, esas plantas epífitas que se van diseminando por todo el ramaje, y aguzando todavía más los ojos descubrí más plantas, más filamentos enroscados y más lianas leñosas que deformaban la silueta de los árboles. Mientras hacía ese viaje sin moverme de mi balcón, concluí que no era que los árboles estuvieran parasitados por otras plantas, sino que ese aparente caos, ese estrangulamiento pertinaz, era la forma en que crecía la selva, alentando el contagio, la contaminación, la invasión de las especies para que la flora creciera, y se multiplicara, exponencialmente, aun cuando el árbol que estaba enfrente de mí eventualmente muriera estrangulado por el «matapalos». Desde esa inmovilidad quedaba claro que es el caos lo que mantiene viva la selva y que toda esa vegetación consigue perpetuarse gracias a esa lucha feroz y permanente entre una planta y otra, para ver quién se queda con la savia del árbol o con ese centímetro de tierra imprescindible para hundir su raíz. A la vista de ese prodigio de vitalidad, exaltado por el zumbido histérico de los insectos, quedaba claro que la naturaleza que vemos en parques o jardines, esos árboles que el jardinero desbroza y protege para que no sean parasitados por otras plantas, constituyen una arbitrariedad, porque el orden de la naturaleza es el caos y el que impone el jardinero es un orden límpido, aséptico, sospechosamente humano. Lo que hace el jardinero es imponer límites a la fuerza desbocada de la flora, es decir, la obliga a crecer de una sola manera, para que no se vuelva incontrolable y dirija ella misma su destino: lo que hace en realidad el jardinero con la naturaleza es que la civiliza. Y ahí sentado en mi balcón, frente a la jungla de Costa Rica, pensé que aquella metáfora bien merecía un trago de whisky.
El nuevo líder de la tribu
En el primer libro de su célebre tetralogía, Carlos Castaneda narra su encuentro con Don Juan, un viejo chamán del norte de México que durante cuatro libros apasionantes le enseña a vivir como un brujo yaqui. Carlos Castaneda es antropólogo y sus libros se debaten entre la ciencia y la ficción literaria o, como bien apuntó Octavio Paz en el prólogo de Las enseñanzas de Don Juan: «Su tema es la derrota de la antropología y la victoria de la magia».
En su primer encuentro Don Juan le pide al narrador que busque su sitio, el punto en el que se sienta mejor física y mentalmente, dentro de un habitáculo de ocho metros cuadrados. Desde ese punto, le explica el chamán, podrá abordar cualquier reflexión o actividad con mayor energía. Castaneda, dispuesto a dejarse adiestrar por el viejo, que después de la escueta explicación lo ha dejado solo, comienza a desplazarse de un lado a otro del cuarto, se recarga en una pared, luego se recuesta en el suelo y al cabo de un rato comienza a rodar de un lado a otro hasta que percibe algo, cierto bienestar, y para no extraviar la coordenada pone ahí su chaqueta. Más adelante experimenta otra oleada de bienestar, en otro sitio, que señala con uno de sus zapatos. El antropólogo pasa toda la noche rodando de un lado a otro del cuarto hasta que, súbitamente, encuentra su sitio y arrastrado por la oleada de bienestar definitiva se queda dormido.
Durante esos cuatro libros Castaneda, con una tolerancia y una paciencia de dimensiones orientales, se deja aleccionar por el viejo chamán; además del triunfo de la magia que observaba Paz, esta historia es un monumento a la sabiduría de los viejos, y a la importancia que esta tiene en la vida de los más jóvenes.
Hace unos días, al entrar en una Apple Store en Barcelona, contemplé una escena que era la antítesis de ese monumento a la sabiduría de los viejos: en un improvisado salón, que se extendía entre las mesas que exhibían ordenadores y tabletas, dos docenas de viejos atendían las perlas informáticas que soltaba, con gran desparpajo, un joven que debía tener la misma edad que los nietos de los viejos que lo escuchaban, que intentaban aprender los rudimentos de los ordenadores, cosas simples como enviar mails o husmear en Google o apuntarse a una red social. Hasta hace muy poco era el joven el que tenía que esforzarse para estar a la altura de la sabiduría del viejo, y hoy ocurre precisamente lo contrario, los viejos tienen que esforzarse para estar a la altura de los jóvenes, se acercan con un temor reverencial, casi religioso, a ordenadores y tabletas mientras que los más jóvenes, incluso los niños, bucean con gran destreza y mucho descaro en las profundidades de la Red. Estamos pues ante un clásico salto generacional, pero este es de proporciones insondables y de una magnitud todavía desconocida.
De manera casi insensible, el mundo se ha reorientado y hoy la sabiduría de los viejos, ese referente del que se había echado mano desde el principio de los tiempos, ha sido sustituida por Google, la herramienta con la que puede accederse a toda la información. ¿En qué momento cambió todo de manera tan radical? El sabio de la tribu ha sido reemplazado por el joven técnico que conoce las claves para acceder a la información, para transmitirla, multiplicarla y manipularla; el viejo sabio habla desde su experiencia, desde su memoria que ha cultivado durante muchas décadas, mientras que al joven técnico le basta con tener wifi al alcance para conectarse a internet.
Hoy manda quien tiene más información y la gente de cierta edad se ha quedado al margen, el periódico de papel, el correo de sobre y sello y el telediario de las nueve se han hecho súbitamente viejos, la información corre por otros cauces, precisamente por esos aparatos que ellos no saben manejar.
Hay una simetría entre el relevo continuo de las apps y los productos que circulan por internet y el canon