Para poder llevar esta reflexión hasta el punto que desde esta línea veo todavía a lo lejos, estoy pasando por alto la gran enseñanza, muy estimulante para estos tiempos de crisis, que nos han regalado estos niños de Oaxaca, y es tan grande que no me queda más remedio que anotarla, antes de regresar a la reflexión oblicua, que es el verdadero objetivo de estos párrafos: estos niños paupérrimos, que estaban condenados a vivir en una de las zonas más pobres de Latinoamérica (con unos índices de pobreza que un europeo no puede, siquiera, imaginar) sin más armas que su esfuerzo y su deseo de salir adelante, han conseguido revertir el destino de generaciones y generaciones de niños, convirtiéndose en campeones internacionales de baloncesto. La decisión y la fortaleza de carácter de estos niños están representadas en sus pies descalzos; a pesar de que juegan todo el tiempo en canchas profesionales, no renuncian a su forma de ser, a su identidad, a su esencia, y esto es, seguramente, uno de los fundamentos de su éxito.
Ahora regreso a la reflexión oblicua, a la cicatrices de Dylan y el rey Edipo, ¿cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?, preguntaba más arriba, pensando en la serie de aditamentos que nos impone el mundo contemporáneo y que usamos quizá solo porque están ahí, no porque los necesitemos.
Cuando se escribe a mano se dejan en la hoja de papel un montón de elementos muy valiosos como, por ejemplo, la calidad del trazo, las dudas que ha tenido quien escribe, los pasos atrás, las correcciones, la forma en que va avanzando por la página el flujo de palabras y el dibujo final de la hoja completamente escrita; todos estos elementos nos hablan de la persona que escribe, son un relato paralelo de lo que el escritor nos va contando, y todo esto se pierde cuando se escribe directamente en el ordenador, que de inmediato establece un orden aparente en la pantalla, un texto cuya limpieza visual no siempre se corresponde con la calidad de lo que está escrito, y en cambio, cuando se escribe a mano, se tiene el efecto contrario: el desorden visual de la escritura en la hoja de papel nos obliga a redoblar la atención sobre lo que se está diciendo.
Pero en el siglo XXI se escribe así, a través de un vehículo que nos uniforma, nos quita los rasgos distintivos, e inconfundibles, de la escritura de cada quien; nuestro teclado equivale a las Adidas que los niños de Oaxaca no se han querido poner, y si pensamos que la enorme mayoría de las comunicaciones interpersonales se hacen hoy desde un teclado (mail, SMS, WhatsApp, hangouts, Twitter y un largo etcétera), podremos hacernos una idea de todo lo que del otro nos perdemos, todo un flanco de la expresión escrita ha sido amputado de la sociedad en favor de la expansión de las nuevas tecnologías. Esta nueva vía de comunicación no ofrece matices, es demasiado transparente: transmite ideas desnudas sin los velos que ofrece el cuerpo que las dice y, por esto, empobrece las conversaciones; quien se comunica por chat, o por SMS, prescinde de eso que, cuando uno habla con otra persona, dice también el cuerpo o, en su caso, dice la carta escrita a mano, que lleva en su caligrafía el rastro, el fantasma, la impronta de quien la ha escrito. Los ordenadores y los teléfonos que sirven para facilitar la comunicación entre las personas también nos simplifica esa comunicación, le restan complejidad y misterio, liman las rugosidades y lo que queda es un intercambio liso de palabras; se trata, desde luego, de un intercambio preciso y eficaz, pero sin temperatura, demasiado expuesto, sin rastro, sin cicatriz, sin cuerpo. «Lo bello no es ni la envoltura ni el objeto encubierto, sino el objeto en su velo», escribió Walter Benjamin.
¿Prescindimos de ordenadores y teléfonos y nos quitamos los zapatos? Por supuesto que no, el teléfono inteligente y las tabletas son un milagro del cual sería insensato prescindir, pero deberíamos evitar que estos aparatos borren la evolución objetual que los precede, que el teclado no sepulte al lápiz ni el zapato al pie descalzo, hay que dejar un rastro que no se borre con un apagón tecnológico, hay que despojarse de los aditamentos y coleccionar cicatrices, hay que matizar el nuevo platonismo, la vida sin cuerpo que nos impone la tecnología, y convertirnos en ese libro que proponen, al principio de estas líneas, los versos del poeta: el cuerpo en donde el otro pueda leer nuestros misterios.
Formas de viajar
Blaise Pascal sostenía que todos los infortunios de los hombres derivan de no saber quedarse tranquilos en su casa. Xavier de Maistre, por su parte, escribió un inquietante libro titulado Viaje alrededor de mi habitación, publicado de forma anónima en 1794 y, sin embargo, un éxito inmediato de ventas.
Pascal y Maistre, cada uno a su manera y cada quien con sus particularidades, sabían que para cultivarse y adquirir conocimientos, y a la larga sabiduría, más vale hurgar en el interior de uno mismo que andar brincando de sitio en sitio y de país en país. Para la exploración interior bastan una silla y no moverse del sitio donde se está. Desde luego que la sabiduría popular va en contra de este inmovilismo y así lo expresa en este refrán famoso, reduccionista y absurdo: «Los viajes ilustran». ¿Ilustran? Depende de qué viaje y también de la capacidad que tenga el que viaja para dejarse ilustrar. Además hay que considerar que ciertos viajes más bien embrutecen, y otros envilecen y dejan secuelas catastróficas que hubieran podido evitarse siguiendo la sencilla recomendación de Pascal: quedándose tranquilos en una habitación, o la de Maistre: viajando alrededor de nuestro cuarto, sin exponernos a los embates del mundo exterior.
Una cosa es cierta: viajar es una actividad que está sobrevalorada, como también es cierto que la peor parte de los viajes es el propio viaje, y lo mejor es la preparación y, sobre todo, el recuerdo que deja ese viaje. Para definir mi posición frente a los viajes, diré que más que viajar prefiero haber viajado.
También es verdad que hay distintas calidades de viajes. Por un lado esta ese que organiza una agencia, y que persigue el objetivo de visitar la mayor cantidad de ciudades, y de ejecutar el número máximo de actividades, en el menor tiempo posible. La experiencia que tiene quien viaja así es radicalmente distinta a la del que llega a una ciudad, o a un paraje, y sin la ayuda de nadie se orienta para averiguar cuánto tiempo amerita permanecer ahí, hacia dónde hay que caminar, si es que es necesario hacerlo, o si hay que sentarse en una fuente, o en una roca, a esperar un signo que indique el camino. Vayamos a la nomenclatura habitual y llamemos turista al que se deja organizar los viajes por una agencia, y que entiende por viajar el subir y bajar de un autobús, hacer fotografías a monumentos un millón de veces fotografiados, y compartir con una docena de desconocidos, no siempre agradables, la experiencia de irse desplazando de ciudad en ciudad, y de país en país. Y llamemos viajero al que se planta en un sitio, sin saber cuánto tiempo va a permanecer ahí, libre de esa compulsión que obliga al turista a conocer un lugar nuevo cada quince minutos, porque de otra forma siente que pierde tiempo y dinero. Yo una vez estaba en un viaje de escritores en Sofía, Bulgaria; íbamos cuatro o cinco colegas a inaugurar la biblioteca Sergio Pitol, que tiene desde entonces el Instituto Cervantes de esa ciudad. Como íbamos solo a hacer eso, nos sobraban un montón de horas que los organizadores se esmeraban en llenar con cenas, brindis y larguísimas comidas, y con un viaje turístico en minibús por la capital de Bulgaria, con un atento guía que explicaba los sitios importantes, los de verdad y los que era necesario añadir para que el tour alcanzara la hora y media reglamentaria de duración. En cuanto apareció el minibús con guía hice un elegante mutis, salí del hotel por una puerta lateral, y me enfrenté a Sofía, nevada y helada, sin más arma que un lápiz y una libreta en la que iba anotando la ruta, con el objetivo de no extraviarme y poder regresar más tarde al hotel. La verdad es que hubiera sido más práctico llevar un mapa que había comprado para la ocasión, pero el minibús y el guía me cogieron desprevenido, y ante el terror de convertirme en un turista, decidí prescindir del mapa, que había dejado en mi habitación, y salir corriendo a la intemperie con lo que llevaba en el bolsillo del abrigo, que era el lápiz y la libreta. Una vez afuera empecé a caminar por el bulevar Vitosha, pero pronto entendí que la ruta verdadera tenía que ser por el interior del barrio que estaba entre el bulevar y la avenida Hristo Botev, lejos del tráfago de los automóviles que hacían un escándalo considerable y dejaban manchas oscuras y amarillentas en la nieve que cubría el pavimento. Me metí por una calle al interior del barrio, un barrio normal de Sofía con casitas bajas que tenían un pequeño jardín al frente