–Se lo ofrezco a cambio del diario que Herminio Etura escribió en Filipinas.
Esta vez no pudo evitar un respingo. Aquella afirmación resultaba del todo inesperada. Nadie podía conocer y menos afirmar que él fuera el poseedor de aquel manuscrito. De la misma forma que si fuera cierto que lo poseía y el superior de la Orden llegara a saberlo, podría exigirle su devolución. Demetrio Araquistain no conoció en vida a Herminio Etura, luego este no pudo habérselo entregado. Después de largos segundos de silencio, su voz parecía más débil e insegura.
–Le pregunto una vez más ¿quién le ha dicho a usted que yo lo tenga?
Sonreí solo para intentar desdramatizar.
–¿No hemos quedado en que no íbamos a revelar nuestras fuentes?
Se adelantó hacia mí como si necesitara acumular autoridad.
–Sepa usted que yo no tengo ningún diario –dijo al fin.
–Llámelo como quiera. Creo que me entiende perfectamente. Me refiero a ese manuscrito que, según la información que manejo, le costó a Etura no solo la expulsión del convento, sino su exclaustración de por vida.
De nuevo se dejó caer pesadamente en el respaldo del sillón. Las conjeturas y las hipótesis discurrían por su mente a velocidad de vértigo. Parecía realmente desconcertado. Tal vez estaba siendo demasiado directa. Se imponía una tregua.
–Piénselo, Demetrio. La historia de Manay que relata Herminio Etura no tiene ningún valor para usted ni tampoco le puede sacar ningún provecho. Es más, poseer ese manuscrito le podría acarrear muchas complicaciones –adopté una posición más cómoda en el asiento–. A cambio le ofrezco documentos originales de puño y letra de alguien a quien admira tanto. Seguro que usted sabe mejor que yo el valor que tienen. Mañana mismo puedo volver aquí para mostrárselos.
El fraile no había dejado de observarme ni un segundo. Sin embargo, parecía absorto y ajeno al lugar en el que se encontraba. Temí que mi oferta le pareciera insuficiente y esperara algo más ¿Tal vez la escultura que le había mencionado? De inmediato me arrepentí de habérsela ofrecido.
Al fin reaccionó. Desvió un instante la mirada hacia la puerta, atendiendo un sonido que no se había producido. Después ahuecó los labios y resopló débilmente, como quien regresa de una profunda meditación.
–O sea que usted es Maravillas Asparren –me observó despacio, haciéndome saber que estaba siendo observada.
–Sí.
–¿La periodista, verdad? –puntualizó cerciorándose de no cometer ningún error.
Asentí sorprendida.
–Sí, la periodista, pero todos me llaman Mara.
–Sí, ya lo sé –cabeceó–. Mara Asparren –repitió despacio–. ¿Y puedo preguntarle a Mara Asparren si esos documentos que me ofrece incluyen alguna carta de amor?
Había dicho “alguna carta de amor”. Al instante lo comprendí todo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contener la carcajada, sin embargo, no pude evitar sonreír. Era su manera de vengarse de mi osadía. Quería hacerme saber que estaba al tanto de lo que se comentaba en los mentideros culturales de la ciudad. Algo turbio e inconfesable tenía que existir entre Jorge Oteiza y Mara Asparren para que alguien tan inteligente y pudoroso como él –que lo era– me mostrara tanto afecto. El viejo rico y famoso y la periodista trepa y atractiva. Al fin y al cabo, era un clásico de la literatura universal. Tan real como la vida misma y tan común como la envidia en el corazón humano.
–Claro que puede preguntármelo, Demetrio, pero no se preocupe, no me ofende en absoluto, al contrario, me halaga.
El fraile elevó las cejas en un gesto de asombro.
–¿Ah sí?
–Sí, claro, como dicen en mi profesión “me encanta que me hagas esa pregunta” –seguí sonriendo ampliamente–. Por supuesto que tengo cartas de amor de Jorge Oteiza, aunque quizás no tan vulgares y previsibles como puedan imaginar los que le han hablado de mí. Sepa, por cierto, que también irían incluidas en el “pack”. Usted se quedaría con los originales y yo con las copias. No soy nada fetichista ni mitómana.
Mi respuesta era más atrevida y desconcertante de lo que Demetrio Araquistain hubiera podido imaginar. Y por supuesto, se sentía ya definitivamente concernido en aquel extraño asunto. Mi sinceridad y aplomo habían conseguido despertarle de su letargo. Cogió un bolígrafo a su alcance y comenzó a juguetear con él entre los dedos.
–¿Se atreve con todo, verdad?
–¿Se refiere a Oteiza o a mí?
Parecía ya más relajado como si habláramos de igual a igual. No respondió a mi pregunta, pero formuló otra.
–¿Y qué me dice de la escultura?
–¡Humm! Retiro la oferta. Es excesiva –me crucé de brazos–. Además, usted no podría justificar delante de su comunidad la posesión de un objeto de tanto valor ni podría mostrársela a nadie. ¿No le parece? Sin embargo, sería sencillo sustituir el diario de Herminio Etura por los manuscritos de Jorge Oteiza. Y yo no tendría ningún inconveniente en que los exhibiera. Ya le he dicho que sería muy halagador para mí y una magnífica excusa para que se conociera, no solo el afecto, sino también el respeto intelectual que Oteiza me profesaba.
De nuevo un espeso y largo silencio.
–Tengo que pensarlo –dijo al fin.
–De acuerdo. Y yo tengo que ver el diario antes de traer los manuscritos.
Su gesto cambió bruscamente.
–¿Cómo dice?
–Entiéndame, para formalizar el intercambio, tengo que comprobar si me interesa.
–Seguro que le interesa –respondió con rapidez–. Es un relato detallado de la estancia de Herminio Etura en Filipinas.
–¿Y de mi bisabuelo?
–Por supuesto –cabeceó– de su bisabuelo, también.
–Enséñemelo –exclamé como si no estuviera dispuesta a hacer concesiones.
Dudó unos segundos, pero algo debió intuir en mi expresión que no admitía dudas. Se cubrió la boca con la mano como si necesitara reflexionar. Después, con una actitud algo teatral abrió de nuevo la carpeta frente a mí. Separó con cuidado algunos folios y cuartillas de varios tamaños. Había dibujos, docenas de dibujos que yo apenas podía entrever.
–¿Hay más retratos de Manay?
–Sí –dijo escuetamente.
–Supongo que los dibujos también están incluidos en el change.
–No –dijo sin vacilar.
–Perdone, Demetrio, pero me gustaría llevarme algunos. Sobre todo, el que me ha enseñado.
Tampoco respondió en esta ocasión. El hermano Araquistain necesitaba su tiempo para tomar decisiones. Después de ordenar un aparente caos de papeles, había conseguido alinear los folios sueltos en un pequeño montón. Al instante, apareció un grueso tomo negro de encuadernación rudimentaria. Puso la mano abierta sobre la tapa envejecida. Me miró y dijo:
–Aquí está.
No supe qué decir, por eso asentí en silencio.
–¿Cuándo puedo ver los manuscritos de Oteiza? –preguntó sin preámbulos.
Tendí mi mano hacia él.
–Déjeme ver el diario, por favor.
Después de unos segundos de incertidumbre, me lo ofreció con extraordinario cuidado, como si temiera que con mi contacto pudiera desintegrarse.