–Muchas gracias, Maritxu –dije sin imaginar el extraño episodio al que estaba a punto de enfrentarme.
–Siéntate –dijo señalando el confortable rincón orientado al paseo de Jai Alai–. Ahora vengo...
Obedecí sin pronunciar palabra, dejándola hacer. Salió de la habitación y enseguida volvió con un grueso tomo entre las manos.
–Mira, son ejemplares de la revista Blanco y Negro encuadernados cronológicamente desde... –pasó las páginas con rapidez...– mil ochocientos noventa y dos. ¿No has oído nunca hablar de esta revista?
–No, la verdad.
–Muy famosa y muy importante en su época. La primera revista ilustrada a color y en papel couché que se publicó en España. Noticias políticas, sociales, culturales y otro tipo de fenómenos que ocurrieron en aquella época.
–¿Qué tipo de fenómenos?
No respondió, pero de pronto se detuvo en una página marcada con una carta de su nuevo tarot.
–Fíjate, he elegido “la sacerdotisa” para señalar lo que quería enseñarte. La situó frente a mí para que pudiera observarla con detalle.
La imagen que tenía ante mis ojos ocupaba media página. Comprobé con asombro que se trataba de la vista general de un cementerio. En primer plano, algo difusa y neblinosa, aparecía una figura humana emergiendo de las profundidades de una tumba. Era una monja con hábito blanco y toca negra de la que pendía un velo que le cubría el rostro. Su mano pequeña de perfiles redondeados sujetando el velo, era la de una mujer muy joven, casi una niña.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo desde los pies hasta la cabeza.
–¿Quién es? –pregunté desconcertada.
–Es Regina de la Cruz. Murió de un infarto cuando velaba el cadáver de una monja anciana que acababa de fallecer.
–No entiendo.
–Murió de miedo –precisó Maritxu impasible.
–¿De miedo?
–Sí, de miedo –repitió mecánicamente–. Aún existe la costumbre en muchos conventos. Cuando muere una de las religiosas, obligan a la novicia más joven a velar su cadáver encerrada a solas con la difunta en una habitación... No puede salir en toda la noche. Imagínate –añadió–. Iluminada con cirios y sin perder de vista a la muerta ni un instante.
Mi expresión debía ser desoladora.
–¿Pero por qué?
–Para que pierda el miedo a los difuntos, sencillamente –abrió los brazos en el vacío. O te da un infarto... o te curas para siempre.
–¿Y Regina...?
–No pasó la prueba... Nadie sabe lo que verdaderamente ocurrió en aquel velatorio.
–¿Pero la fotografía no es real... supongo?
–Todo lo contrario. Es real y auténtica. Está tomada en el cementerio de la Almudena de Madrid. Hay varios testimonios de expertos que lo atestiguan. Yo tenía mucho interés en este caso. Pedí ayuda al padre Arriola, un jesuita experto en temas esotéricos y colaboró conmigo en la investigación. Hay informes y conclusiones muy interesantes.
–Yo diría muy espeluznantes... ¿Quieres decir que esta mujer se aparecía a cualquiera y se la podía ver? ¿En alguna fecha concreta? ¿Cuándo ocurría esto?
–Según Cosme Luján, un trabajador del cementerio que fue el primero que observó el fenómeno y lo siguió durante mucho tiempo, al principio ocurría de una manera imprecisa y aleatoria.
–¿Al principio? ¿O sea que hubo un después?
–Sí, sí, por supuesto. Regina se mostró durante muchos días. Se la podía ver salir de la tumba y caminar despacio con paso vacilante alrededor del panteón, sujetando siempre con fuerza el velo para ocultar su rostro. Asegura Cosme Luján que jamás llegó a ver sus facciones.
–¿Y por qué...? –me interrumpí sin saber a ciencia cierta qué deseaba preguntar.
Maritxu prosiguió.
–Como aquello tenía tintes de convertirse en un circo, la curia de Madrid decidió que debían exhumar el cadáver y quemar sus restos. Cuando dejaron la tumba vacía, ya no volvió a aparecer.
–¡Pero eso es increíble! ¿Qué personas la vieron?
–Reporteros de la revista, algún psiquiatra, sacerdotes de la propia curia... y el capellán del convento que fue quien manifestó a la policía que la monja anciana que velaba aquella noche la hermana Regina, se había movido dentro del ataúd. Lo que con toda probabilidad pudo ser la causa del impacto psicológico y el infarto posterior que sufrió y le causó la muerte.
–¿Cómo que se movió la difunta? –pregunté incrédula.
Maritxu permanecía de pie a mi lado. Chascó la lengua con una cierta impaciencia, como si aquella pregunta fuera una obviedad.
–Claro, los muertos se pueden mover durante las primeras horas. Son movimientos compulsivos residuales del sistema nervioso... El error de las monjas fue no hacérselo saber a la pobre Regina, que no tenía ninguna experiencia. Cuando entró en el convento no había cumplido aún los diecisiete años, era casi una niña.
–¿Y por qué supo el capellán que la muerta se había movido?
Maritxu cerró el libro de pronto.
–No es eso lo más extraño de todo, sino la postura que adoptó el cadáver.
Nos miramos en silencio. A través de sus ojos podía captar las dudas y suspicacias que aquel hecho le producía.
–¿Por qué te parece extraño? –insistí–. ¿Qué es lo que piensas o lo que crees?
–No estoy segura. Al parecer el capellán del convento dio la extremaunción a la anciana antes de morir. Y según su relato recuerda no solo cómo quedó colocada en el ataúd, sino hasta la expresión de su rostro.
Estaba comenzando a sentir un extraño desasosiego.
–¿En qué postura la encontró? –pregunté con un hilo de voz.
Maritxu apretó el libro contra su pecho como si deseara protegerse con él.
–Casi sentada, doblada sobre sí misma. Como si se hubiera incorporado de pronto.
Me tapé la boca mientras intentaba contener un grito de terror.
–¡Qué espanto! ¡No quiero ni imaginarme el momento! ¡No me extraña que a Regina le diera un infarto!
Maritxu cabeceó pensativa.
–Regina apareció muerta junto a la puerta con el brazo extendido hacia el manillar, como si intentara alcanzarlo desesperadamente. Ella misma debió arrancarse el velo y la toca. Aún no había jurado los votos. Cuando la encontraron el pelo largo y suelto le llegaba casi hasta la cintura.
–Estoy horrorizada, Maritxu.
Caminó hacia la ventana, no parecía escucharme.
–Pero resulta bastante inverosímil –dijo pensativa–. Nunca se han oído casos de movimientos tan violentos en un difunto.
Aparté las manos de la cara.
–¿Entonces? ¿Quieres decir que sospechas que el capellán mintió? ¿Nadie más que él pudo ver a la anciana muerta?
–No se sabe. Solo consta su declaración. Y al parecer según sus propias palabras, le conmovió tanto verla en el ataúd en aquella extraña postura, que lo primero que hizo fue volver a colocarla en su posición original.
–¿Pero por qué iba a mentir el capellán?