—En ese caso, debe de estar usted familiarizado con la lengua singular que allí se habla y de la que, casi a diario, se sirven sus periódicos. ¿Podría explicarme, si hace el favor, qué quieren decir cuando, al dar cuenta de algunos incidentes, bastante frecuentes al parecer en las representaciones dramáticas, hablan de los romanos?
—Sí –dicen a la vez varios músicos–, ¿a qué se refieren en Francia con esa palabra?
—Lo que ustedes me piden, señores, es nada menos que un curso de historia romana.
—¿Qué problema hay con ello?
—Pues que temo no poseer el don de la brevedad.
—¿Qué más da? La ópera es en cuatro actos: estamos disponibles hasta las once.
—De acuerdo. Para llegar enseguida a los héroes de esta historia, no me remontaré hasta los hijos de Marte, ni a Numa Pompilio, y me saltaré las series de reyes, dictadores y cónsules. Así pues, el primer capítulo de mi historia se titulará
DE VIRIS ILLUSTRIBUS URBIS ROMAE[1]
—Nerón (vean ustedes que paso directamente a la época de los emperadores), Nerón –decía–, había instituido una corporación de hombres encargados de aplaudirle cuando cantaba en público, así que hoy en Francia se otorga el nombre de romanos a los aplaudidores de profesión, vulgarmente llamados claqueurs, a los lanzadores de flores y, en general, a todos los promotores de éxito y entusiasmo[2]. Los hay de varios tipos:
»La madre que con tanto ardor remarca a cada vecino la gracia y la hermosura de su hija, nada bella y bastante lela; esta madre que, a pesar de la ternura real que prodiga a la niña, se resignará lo antes posible a una cruel separación si le es posible entregarla a los brazos de un esposo, es lo que llamamos una romana.
»El autor que, previendo la necesidad que tendrá el año siguiente de recibir elogios por parte de un crítico al que detesta, se dedica a cantar las alabanzas de este mismo crítico, es un romano.
»El crítico, poco menos que espartano, que se deja caer en esta burda trampa, se convierte a su vez en un romano.
»El marido de la cantante que…
—Ya lo hemos comprendido.
—Sin embargo, los romanos vulgares, la multitud, el pueblo romano en fin, se compone sobre todo del tipo de hombres que Nerón fue el primero en reclutar. Por las tardes van a los teatros y a otros espectáculos a aplaudir, bajo la dirección de un jefe y de sus lugartenientes, a los artistas y las obras que este jefe se encarga de mantener.
»Existen numerosas formas de aplaudir.
»La primera, que todos ustedes conocen, consiste en hacer el mayor ruido posible golpeando las dos manos la una contra la otra. Dentro de esta primera manera, hay diferentes variedades y matices: los dedos de la mano derecha, al golpear en el hueco de la mano izquierda, producen un sonido agudo y resonante. Es el aplauso preferido por la mayoría de los artistas. Las dos manos aplicadas la una contra la otra tienen, al contrario, una sonoridad sorda y vulgar. Sólo los claqueurs noveles o los aprendices de barbero aplauden así.
»El claqueur de guante blanco, vestido como un caballero, asoma sus brazos con afectación fuera de su palco y aplaude lentamente, casi sin ruido, sólo para la vista. Parece decir a toda la sala: «¡Vean!, me digno a aplaudir».
»El claqueur entusiasmado (porque los hay) aplaude rápido, fuerte y durante un buen rato. Su cabeza, mientras dura el aplauso, mira a izquierda y derecha, y al ver que esta exhibición no resulta suficiente, patalea impaciente y grita «¡Bravóoo, bravóoo!» (fíjense en la larga duración de la o), o bien «¡Braváaa!» (éste es el resabidillo, que ha frecuentado el Teatro Italiano y sabe distinguir el femenino del masculino) y redobla su ímpetu a medida que la nube de polvo levantada por sus pataleos aumenta de espesor.
»El claqueur disfrazado de caballero a la antigua o de coronel retirado golpea la tarima con el extremo de su bastón mostrando un aire paternalista y con moderación.
»El claqueur violinista, porque tenemos muchos artistas en las orquestas de París que, para rendir pleitesía, sea al director de sus teatros, sea a sus directores de orquesta, sea a una cantante respetada e influyente, se enrolan temporalmente en la armada romana; el claqueur violinista, decía, golpea con la madera de su arco sobre el cuerpo de su violín. Este aplauso, menos frecuente que los otros, es, en consecuencia, más apreciado.
»Desgraciadamente, la cruda realidad ha enseñado a los dioses y diosas que casi no es posible distinguir cuándo el aplauso de los violinistas es irónico o serio. De ahí la sonrisa inquieta de las divinidades ante este tipo de homenaje.
»El timbalero aplaude golpeando sus timbales. Esto no ocurre más de una vez en quince años.
»Las damas romanas aplauden, a veces, sin quitarse los guantes, pero su influencia no consigue todo su efecto más que cuando lanzan un ramo de flores a los pies de su artista protegido.
»Como este tipo de aplauso resulta bastante caro, suele ser el pariente más próximo, el amigo más íntimo o incluso el artista mismo quien se ocupe del gasto. A la lanzadora de flores se le paga tanto por las flores y otro tanto por su entusiasmo. Además, es preciso contratar a un hombre o a un muchacho ágil para que, tras la primera oleada de flores, corra al postcenio a recogerlas y llevarlas de nuevo a las romanas situadas en los palcos del proscenio, que las reutilizan una segunda, e incluso una tercera vez.
»Aún nos queda la romana sensible, que llora, cae en ataques de nervios y se desmaya. Especie rara, muy difícil de encontrar, emparentada con la familia de las mujeres criticonas. Pero para no desviarnos del estudio del pueblo romano propiamente dicho, he aquí cómo y en qué condiciones trabaja.
»Imaginemos un hombre que, bien por una vocación natural e inevitable, o bien a través de unos estudios arduos, ha conseguido adquirir un verdadero talento como romano. Se presenta al director de un teatro y se dirige a él en este tono:
—Señor, dirige usted una empresa dramática de la que conozco sus puntos fuertes y débiles. En este sentido, no tiene a nadie que gestione el éxito. Confíemelo. Le ofrezco veinte mil francos al contado y una renta de diez mil.
—Quiero treinta mil al contado –responde generalmente el director.
—Diez mil francos no nos impedirán cerrar un trato así. Se los traeré mañana.
—Tiene usted mi palabra, pero exijo cien hombres para las representaciones ordinarias y al menos quinientos para todos los estrenos y los debuts importantes.
—Los tendrá, y más aún.
—¡Cómo! –dice uno de los músicos interrumpiéndome–. ¡Es el director quien recibe dinero! ¡Siempre creí que era al revés!
—Sí, señor. Estos cargos se compran y uno debe pagar por ellos como por la tasa de un agente de cambio, de un notario o de un procurador.
»Una vez negociada y garantizada su comisión, el jefe del departamento del éxito, el emperador de los romanos, recluta fácilmente su ejército entre jóvenes peluqueros, comerciantes en viaje, conductores de cabriolé a pie[3], estudiantes pobres, coristas aspirantes a suplentes, etc., que posean pasión por el teatro. Generalmente elige, como lugar para citarse con ellos, algún café de mala muerte o una taberna cercana al centro de sus operaciones. Allí los arenga y les da instrucciones y entradas de patio o de tercera galería, que estos desgraciados pagan a treinta o cuarenta sous, a veces menos, según el rango de la escala teatral que ocupe el establecimiento. Sólo los lugartenientes tienen siempre entradas gratuitas. En los días grandes, el jefe se encarga de pagar. Puede llegar a ocurrir, cuando se trata de levantar a fondo una obra nueva que ha costado mucho dinero a la dirección del teatro, que el jefe, no solamente no encuentre suficientes