—¿Qué me dicen de esto, señores? Estoy casi seguro de que no me creerán, de que me tomarán por un cuentista. Y, sin embargo, es perfectamente cierto. Conservo desde hace tiempo un ejemplar de la plegaria de Weber transfigurada por la idea y por la fortuna del señor Marescot, editor francés de música, profesor de flauta y de guitarra, establecido en la rue Saint-Jacques, haciendo esquina con la rue des Mathurins, en París.
La ópera ha terminado. Los músicos se retiran dirigiendo sus miradas a Corsino con un aire socarrón. Incluso algunos dejan escapar esta vulgar expresión:
—¡Guasón!
No obstante, puedo garantizar la autenticidad de su relato, porque yo mismo conocí a Marescot y sé de otras historias similares sobre sus perfectionnements.
[1] En diciembre de 1824 (Berlioz comete aquí un error de datación, algo no infrecuente en sus escritos de carácter autobiográfico) se presentó esta obra en París, bajo el título de Robin de los bosques, con unas modificaciones significativas y muy criticadas por Berlioz realizadas por François-Henri-Joseph Castil-Blaze (1784-1857), un crítico y músico no brillante, consistentes en la reorquestación y supresión de fragmentos, el traslado de la acción del libreto e incluso la introducción de un dueto tomado de otra ópera (Eurianthe).
[2] Las dos primeras son de Hálevy, mientras que El profeta es una de las óperas más importantes de Meyerbeer.
[3] Hamlet, acto V, escena 1.ª. Hamlet reflexiona sobre el sentido de la vida ante el cráneo de un personaje tan jovial y dinámico como Yorik. Berlioz se complacía en citar con frecuencia a Shakespeare, Virgilio y a otros autores como La Fontaine.
[4] Se trata de un guiño autobiográfico y una prueba más de que el personaje de Corsino representa al propio compositor. Una de las constantes críticas en el carácter berlioziano es la defensa de la integridad de las obras musicales, independientemente de su calidad artística, y su ataque a los arreglistas, a quienes considera «mutiladores» (véase al respecto, por ejemplo, el monólogo de Lélio). De entre todas las posibilidades instrumentales que ofrecía la paleta orquestal, va a citar precisamente los tres únicos instrumentos que él había aprendido a tocar en su juventud: flauta, guitarra y flageolet.
[5] Castil-Blaze, autor del pastiche Robin de los bosques. Véase la nota al pie del comienzo de esta cuarta tertulia.
Quinta tertulia
La s de Robert le diable, un relato gramatical
Hoy representan una aburridísima ópera francesa moderna.
Nadie se preocupa de su parte en la orquesta. Todo el mundo habla, a excepción de un violín primero, los trombones y el bombo. Al verme Dimski, el contrabajista, me interpela:
—¡Por Dios, amigo! ¿Se puede saber dónde se había metido? No le veíamos desde hace unos ocho días. Tiene aspecto triste. Espero que no haya padecido de contrariedad, como nuestro amigo Kleiner.
—No, gracias a Dios. No he sufrido la pérdida de ningún familiar. He estado, como dicen los católicos, de retiro. En estos casos, las personas piadosas, con el fin de prepararse sin distracción para cumplir con algún deber religioso, se retiran a un convento o a un seminario y allí, durante un tiempo más o menos largo, ayunan, rezan y se dedican a la meditación religiosa. Ahora bien, debo confesarles que mi costumbre es la de realizar todos los años un retiro poético. Me encierro entonces en mi casa y leo a Shakespeare o a Virgilio, a veces a los dos. Esto me hace sentir algo enfermo al principio, pero después de dormir veinte horas seguidas, me restablezco y sólo me queda una inevitable tristeza. Así es como ahora me ven, pero tras una entretenida charla con ustedes, este sentimiento se habrá disipado totalmente. ¿Qué se ha tocado, cantado, dicho y narrado en mi ausencia? Pónganme al corriente.
—Se ha tocado Robert le diable e I Puritani[1]. Lo que se dice cantar, nada en absoluto. En la orquesta no hemos hecho otra cosa que discutir. La última discusión tiene que ver con la escena del juego de la ópera de Meyerbeer. Corsino defiende que los caballeros sicilianos están todos implicados en la emboscada a Robert. Yo pienso que la intención del autor del libreto no ha podido ser la de caracterizarlos de forma tan vergonzosa y que su aparte: «¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos!» es una licencia del traductor. Esperábamos que usted pudiera decirnos cuáles son las palabras francesas cantadas por el coro en el texto original.
—Son las mismas. Nada puede reprocharse a su traductor.
—¡Lo sabía! –interrumpe Corsino–. He ganado la apuesta.
—Se trata además de un fragmento muy afortunado por parte del señor Meyerbeer, uno de los más afortunados en este valle de lágrimas. Verdaderamente, hay que reconocer que hay poca diferencia entre los juegos teatrales y los juegos de azar. Las más sabias combinaciones no sirven para nada cuando se trata de triunfar. Se gana cuando no se pierde y se pierde cuando no se gana. Estas dos razones son las únicas con las que pueden explicarse el fracaso y el éxito. Suerte, fortuna y azar son palabras de las que nos servimos para designar la causa desconocida y que jamás conoceremos. Pero esta suerte, este azar, esta Fortuna propicia o desfavorable (así la denomina ingenuamente Bertram en Robert le diable) parece, no obstante, acompañar a ciertos jugadores, a ciertos autores, con una obstinación increíble. Tal compositor, por ejemplo, ha analizado el juego durante diez años, ha contabilizado todas las series de rojo y de negro, ha resistido prudentemente todas las trampas ordinarias del azar, a todas las tentaciones que se le han ofrecido. Entonces, cuando un buen día ve salir treinta veces seguidas el negro, se dice:
—Es mi día de suerte. Todas las óperas representadas desde hace tiempo han fracasado. El público necesita un éxito y mi partitura está escrita precisamente en el estilo contrario al de todas ellas. Apuesto al rojo. La ruleta gira, el negro vuelve a salir por vez trigésimo primera y la obra fracasa. Estas cosas suceden incluso a gentes cuya profesión es la de escribir vulgaridades, profesión lucrativa y de éxito en todos los países. Por otro lado, los locos caprichos de la ciega diosa son tales que es posible ver triunfar magníficas obras maestras, concepciones grandiosas, originales y audaces casi sin esfuerzo.
De este modo, en los últimos diez años hemos visto en la Ópera de París un número considerable de obras mediocres que sólo obtuvieron un éxito mediocre, así como otras, absolutamente nulas, cuyo éxito fue igualmente nulo. El profeta[2], sin embargo, que había esperado unos doce, trece o catorce años para escoger su baza en la ruleta (nunca antes la serie de óperas fracasadas había sido tan larga), se arriesgó a marcar su trigésimo primer negro, hizo el mismo cálculo que el pobre diablo del que hablaba hace un momento, con la diferencia de que El profeta apostó al rojo ¡y ganó! La verdad es que el autor de este Profeta no sólo tiene la suerte de tener talento, sino también el talento de atraer la suerte. Consigue el éxito tanto en cosas pequeñas como en las grandes, con gran inspiración, con acierto en las combinaciones sonoras y también cuando se equivoca, como cuando compuso Robert le diable. Cuando estaba componiendo el primer acto de su célebre partitura, al llegar a la escena en la que Robert juega a los dados con los jóvenes nobles sicilianos, pasó por alto una s, que debía de estar mal escrita