—Vea usted –dice– que no me faltan de ésos. Lo que necesito esta tarde son hombres, y para tenerlos, estoy obligado a pagarlos.
El artista comprende la insinuación y desliza en la mano del César un billetazo de quinientos francos.
El actor que se encuentra en un rango inmediatamente superior a éste, que de tal manera se ha dejado sangrar, no tarda en conocer esta generosidad. Así pues, el temor a no ser considerado en relación a su mérito, vistos los cuidados con que va a ser tratado el anterior, le lleva a ofrecer al promotor del éxito un billete auténtico de mil francos, a veces más. Y así ocurre desde arriba hasta abajo en todo el personal dramático. Ahora comprende usted por qué y cómo al director del teatro le paga el director de la claque, y lo fácil que resulta a éste enriquecerse.
El primer gran romano que conocí en la Ópera de París se llamaba Augusto. Buen nombre para un césar. He visto pocas majestades más impresionantes que la suya. Siempre frío y con una apariencia de dignidad, hablaba poco, entregado a sus meditaciones, sus planes y a sus cálculos estratégicos. Era, no obstante, un buen príncipe que, siendo como yo un habitual del patio de butacas, a menudo me ofreció su amabilidad. Además, mi fervor al aplaudir espontáneamente a Gluck y Spontini, madame Branchu y Dérivis[4], me valió su estima particular. Habiendo hecho interpretar en esta época en la iglesia de San Roque mi primera obra (una Misa Solemne)[5], las ancianas devotas, la encargada de las sillas, la del agua bendita, los obreros y los curiosos del barrio se mostraron bastante satisfechos y yo fui tan simple como para creer que aquello había sido un éxito. ¡Qué estupidez! No tuvo, como mucho, más que un mínimo éxito. No me llevó mucho tiempo descubrirlo. Al verme, dos días después del concierto, me dijo el emperador Augusto:
—Así que debutó usted anteayer en San Roque, ¿no? ¿Por qué diablos no me lo dijo? Habríamos ido todos allí.
—No sabía que le gustase tanto la música religiosa.
—No, no es eso. Le habríamos levantado a fondo.
—¿Cómo? No se puede aplaudir en las iglesias.
—No se aplaude, no, pero se tose, se suena uno la nariz, se mueven las sillas, se arrastran los pies, se dice: «hmmm, hmmm», se alzan los ojos al cielo, y todas esas cosas, ya sabe. Habríamos hecho un buen trabajo proporcionándole un éxito rotundo, como si fuera un predicador a la moda.
Dos años más tarde, no me acordé de avisarle cuando di mi primer concierto en el Conservatorio. Sin embargo, allí se presentó Augusto con dos de sus ayudas de campo. Cuando eché un vistazo al patio de la Ópera, me tendió su mano poderosa y me dijo con un acento paternal y sincero (en francés, por supuesto):
—Tu Marcellus eris!
(Aquí Bacon golpea con el codo a su vecino y le pregunta en bajo qué significan estas tres palabras.)
—No lo sé –responde éste.
—Es de Virgilio –dice Corsino, que ha escuchado la pregunta y la respuesta–. Quiere decir: «Tú serás Marcelo».
—Ah, bien… ¿Y qué es ser Marcelo?
—¡No ser bobo! ¡Anda, calla[6]!
Normalmente, los maestros claqueurs no suelen simpatizar con los aficionados como yo. Profesan una desconfianza y cierta antipatía por estos aventureros, condotieros, jóvenes entusiasmados que vienen a la ligera y sin haber ensayado, para aplaudir desde sus butacas. Un día de estreno, en que debía haber, dicho en lengua romana, una jugada difícil, es decir, una gran dificultad por parte de los soldados de Augusto para vencer al público, yo estaba colocado por casualidad en un banco del patio que el emperador había marcado en su carta de operaciones para su uso exclusivo. Llevaba allí media hora larga recibiendo las miradas hostiles de todos mis vecinos, que parecían buscar la forma de deshacerse de mí. A pesar de tener la conciencia limpia, me inquieté sobre algo que pudiera haber hecho a estos oficiales cuando el emperador Augusto, avanzando entre su estado mayor, vino a ponerme al corriente diciéndome con cierta vivacidad, pero sin violencia ninguna (ya he dicho que él me protegía):
—Mi querido amigo, me veo obligado a molestarle. No puede usted quedarse ahí.
—¿Por qué no?
—No, no. Es imposible. Está usted en medio de mi primera línea, y ahí me corta.
Pueden creerme que me apresuré a dejar campo libre a este gran estratega.
Un extraño, desconociendo las necesidades de la posición, hubiera resistido al emperador y comprometido así el éxito de sus planes. De ahí esta opinión perfectamente motivada por una larga serie de sabias observaciones y abiertamente profesada por Augusto y por todo su ejército: «El público no sirve para nada en un teatro. No sólo no sirve para nada, sino que lo estropea todo. Mientras haya público en la Ópera, la Ópera no funcionará». Los gerentes de aquella época le trataban de loco al escucharle esas palabras. ¡Gran Augusto! No sospechaba que, pocos años después de su muerte, la justicia se rendiría ante su brillante doctrina. Es el sino de los hombres de valía: ser ignorados por sus contemporáneos y sufrir el abuso de sus sucesores.
No, jamás reinó bajo las luces de un teatro un dispensador de gloria más inteligente y más valiente. En comparación con Augusto, el que preside ahora la Ópera no es más que un Vespasiano o un Claudio. Se llama David. ¿Y así quiere tener el título de emperador? Imposible. Como mucho, sus aduladores pueden llamarle rey, únicamente a causa de su nombre.
El ilustre y sabio jefe de los romanos de la Opéra-Comique se llama Albert, aunque, en honor a su antiguo homónimo, se le llama Alberto Magno. Fue el primero en poner en práctica la audaz teoría de Augusto de excluir sin piedad al público de los estrenos. En estos días, a excepción de los críticos, que de una u otra forma también pertenecen a los viris illustribus urbis Romae, la sala está llena de arriba abajo de claqueurs.
También a Alberto Magno se debe la conmovedora costumbre de llamar a escena, al final de cada obra nueva, a todos los actores. El rey David no tardó en imitarlo y, alentado por el éxito de esta novedad, añadió la de reclamar al tenor hasta en tres ocasiones en una misma representación. Un dios que en una representación de gala no sale a saludar más que una vez, como un simple mortal, al final de la obra fiascaría, como dicen los claqueurs. De ahí que, si, a pesar de todos sus esfuerzos, David no pudiera conseguir para un tenor generoso más que este modesto resultado, sus rivales del Teatro Francés y de Opéra-Comique se burlarían de él al día siguiente:
—Ayer David lo calentó en vano.
Enseguida daré la explicación de estos términos romanos. Desgraciadamente, Alberto Magno, hastiado del poder, ha creído conveniente ceder su cetro. Al ponerlo en manos de su oscuro sucesor, podía haber dicho, como Sulla en la tragedia del señor de Jouy: «He gobernado sin miedo y abdico sin temor», en el caso de que el verso hubiera sido algo mejor. Pero Albert es un hombre inteligente que detesta la literatura mediocre, lo que podría explicar su impaciencia para abandonar la Opéra-Comique.
Otro gran hombre que no he conocido, pero cuya fama es inmensa en París, gobernaba, y creo que aún gobierna, en el Gymnase-Dramatique. Se llama Sauton. Ha hecho progresar este arte hacia un campo más amplio y nuevo. Ha establecido, a través de relaciones amistosas, la igualdad y la fraternidad entre los romanos y los autores, un sistema que David, el plagiador, se ha apresurado a adoptar. Ahora podemos encontrar un jefe de sentado familiarmente a la mesa no solamente de Melpómene, Talía o de Terpsícore, sino también a la de Apolo y Orfeo[7].