Monto entonces en un cabriolé y me dirijo a la casa del doctor Vidal, otro de mis antiguos compañeros del anfiteatro de quirófano. También él consiguió hacer fortuna. ¡Parece que sólo los médicos lo consiguen!
—¿No tendrás un esqueleto para prestarme?
—No, pero tengo una calavera bastante buena que perteneció, según se dice, a un médico alemán que murió de miseria y mal de amores. Que no se te estropee, que la quiero mucho.
—Tranquilo– le respondo.
Meto la cabeza del doctor en mi sombrero y me voy satisfecho.
El azar, que a veces ocasiona buenos golpes, hace que me reencuentre en el bulevar con Dubouchet, al que ya había olvidado. Nada más verle, se me ocurre una idea luminosa:
—¡Hombre, amigo!
—¡Cuánto tiempo! Bien, ¿y tú?
—Bien, gracias. Yo muy bien. Óyeme, ¿qué tal se porta nuestro aficionado?
—¿Qué aficionado?
—Ya sabes, el tendero que echamos del Odéon por haber pitado la música de Weber y que François preparó tan bien.
—¡Ah! Ya te comprendo. Se porta de maravilla. Está en mi despacho, limpio y bien cuidado, muy orgulloso de lucir tan artísticamente ensamblado y articulado. No le falta ni una falange. Es una obra maestra. Sólo la cabeza está un poco dañada.
—Préstamelo, entonces. Es un muchacho con gran futuro. Quiero llevarle a la ópera. Hay un papel para él en la próxima representación.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo verás.
—Vamos, que es un secreto de comedia. Puesto que pronto lo sabré, no te insisto más. Te envío el aficionado.
Sin pérdida de tiempo, el muerto es enviado a la Ópera, aunque en una caja demasiado corta. Me dirijo entonces al mozo transportista:
—¡Oiga, Gattino!
—Señor.
—Abra esta caja. ¿Ve bien a este joven?
—Sí, señor.
—Mañana debuta en la ópera. Prepárele un pequeño cajón donde pueda estar cómodo y estirar las piernas.
—Sí, señor.
—En cuanto a su vestuario, coja usted una varilla de hierro e introdúzcala entre las vértebras, de modo que pueda mantenerse tan tieso como el señor Petipa cuando medita cómo hacer una pirueta.
—Sí, señor.
—Después, colóquele cuatro velas encendidas en su mano derecha. No se preocupe, que es tendero. Él sabrá como sujetarlas.
—Sí, señor.
—Pero mire, como tiene la cabeza un poco mal, se la vamos a cambiar por esta otra.
—Sí, señor.
—Perteneció a un hombre sabio, ¡no importa!, que murió de hambre, ¡tampoco importa! En cuanto a la otra cabeza, la del tendero, que murió de indigestión, hágale una pequeña muesca arriba del todo (no se preocupe, que no saldrá nada de dentro) para que pueda recibir la punta de la espada de Gaspard en la escena de la evocación.
—Sí, señor.
Y así se hizo. Desde entonces, en cada representación de El cazador furtivo, en el momento en que Samiel grita «¡Estoy aquí!», estalla un rayo, un árbol se resquebraja y nuestro tendero, enemigo de la música de Weber, aparece entre las luces rojas de las bengalas agitando, pleno de entusiasmo, su antorcha encendida.
¿Quién hubiera podido imaginar la vocación dramática de este buen mozo? ¿Quién hubiera pensado que debutaría precisamente en esta obra? Ahora tiene mejor cabeza y más sentido común. Ya no silba las representaciones:
Alas! poor Yorik![3]
***
—Me parece una historia muy triste –dice Corsino con ingenuidad–. Aunque no fuese más que un tendero, el debutante era casi un hombre, después de todo. No me gusta que se tome la muerte con tanta ligereza. Aunque hubiera pitado con ganas la obra de Weber, conozco individuos con culpa mucho mayor a cuyos restos, sin embargo, no se ha vilipendiado con esta cínica impiedad. Yo también vivo en el barrio latino de París, y allí he visto cómo se desenvolvía uno de estos desgraciados que se aprovechan de la impunidad que les permite la ley francesa para realizar excesos infames sobre las obras musicales. En este París nuestro hay gente para todo. Hay gente que se gana el pan pidiendo por las esquinas de las calles. Otros por la noche, con una linterna en una mano y un gancho en la otra. Algunos de éstos rebuscan lo que pueden en el fondo de los cursos de agua de las calles. Otros se dedican a arrancar carteles que revenden a los marchantes de papel. Otros realizan un trabajo más útil matando y descuartizando viejos caballos en Montfaucon. El tipo al que me refiero mataba y descuartizaba las obras de compositores famosos.
Se llamaba Marescot y su oficio era el de arreglar y publicar todo tipo de música para dos flautas, para una guitarra y, sobre todo, para dos flageolets[4]. Puesto que la música de El cazador furtivo no le pertenecía (todo el mundo sabe que pertenece al autor de los textos y mejoras que debió sufrir para ser una obra digna de aparecer, como Robin de los bosques, en el Odeón[5]), Marescot no se atrevía a practicar su oficio con ella, lo cual suponía un suplicio para él. Tenía una idea, decía, que aplicada a un fragmento concreto de esta ópera, le podría proporcionar una fortuna. Yo me encontraba con este practicante en todas partes y, no sé por qué, me había tomado afecto. Nuestros gustos musicales no eran precisamente los mismos, como (eso espero) podréis suponer. En consecuencia, se me ocurrió dejarle sospechar que yo le apreciaba. Así pues, en una ocasión, en confianza, casi le digo una mínima parte de mi opinión sobre su trabajo. Esto nos enemistó un poco y estuve entonces seis meses sin poner el pie en su estudio.
A pesar de la cantidad de atentados por él cometidos sobre los grandes maestros, tenía un aspecto miserable y unas ropas bastante deterioradas. Pero he aquí que un buen día me lo encuentro caminando a un paso ligero bajo los soportales del Odeón, todo vestido de negro, con botas altas y corbata blanca. Creo, incluso, que aquel día, gracias a una gran intervención de la fortuna, hasta tenía las manos limpias.
—¡Santo cielo! –me dije, deslumbrado, al verle–, ¿ha tenido la desgracia de perder un tío rico en América? ¿O acaso ha conseguido colaborar con alguien en una nueva ópera de Weber? Le veo tan peripuesto, rutilante e inverosímil…
—¡Colaborador! ¿Yo? No tengo necesidad de colaborar con nadie. Yo elaboro la música de Weber por mí mismo. Y lo hago con soltura. Veo que está intrigado. Sepa usted que he llevado a cabo mi idea y que no me equivocaba cuando le aseguraba que me proporcionaría una fortuna. Una enorme fortuna. Schlesinger, el editor de Berlín, es quien posee la música de El cazador furtivo en Alemania. Ha cometido la estupidez de comprarla. ¡Qué necio! Aunque es verdad que no le ha salido excesivamente cara. Ahora bien, esta música barroca, antes de que la publicara Schlesinger, pertenecía en Francia al autor de Robin de los bosques en virtud al texto y a las mejoras por él introducidas, por lo que no podía trabajar sobre ella. Sin embargo, una vez publicada en Berlín, la música ha pasado en Francia a ser de dominio público, porque ningún editor francés, como puede imaginar, ha querido pagar al editor prusiano una parte de la propiedad por semejante composición. He podido asimismo esquivar los derechos del autor francés y publicar, según mi idea, el fragmento sin texto. Se trata de la plegaria en la bemol de Ágata del tercer acto de Robin de los bosques. Como usted sabrá, se trata de un compás ternario, en tempo tranquilo, acompañado por unas síncopas del coro, muy difíciles y sin sentido,