—Precisamente. ¡Oh, el Freischütz! Una de mis frases favoritas está ahí… y en los bosques, en los días de tormenta, muy a menudo…
(Aquí el narrador se detuvo, mirando el aire fijamente, escuchando… inmóvil… como si escuchase sus queridas armonías eólicas, unidas indudablemente a la romántica melodía de Weber que acababa de mencionar. Palideció. Algunas lágrimas aparecieron bajo sus párpados. Tuve cuidado de no perturbar su sueño extático. Le admiraba. Le envidiaba, incluso. Permanecimos un rato en silencio. Finalmente se enjugó los ojos y tomó su vaso.)
—Perdón, señor –continuó–, por mi falta de consideración, al dejarme llevar por mis recuerdos. Es que… verá usted… Weber me hubiera comprendido, como yo le entiendo a él. No me hubiera tomado por un borracho, ni por un loco, ni por un santo. Él llevó mis sueños a la realidad o, al menos, hizo que la gente vulgar experimentase mis sentimientos.
—¡La gente común! Mire a su alrededor, camarada, y dígame cuántos individuos siquiera cayeron en la cuenta de esa frase cuyo solo recuerdo acaba de emocionarle a usted y que creo saber cuál es: el solo de clarinete sobre el trémolo, en la obertura. ¿No es así?
—¡Sí, sí! ¡Caray!
—Bien, puede usted citar esta melodía sublime a cuantas personas quiera y verá que, entre cien mil que hayan escuchado El cazador furtivo, ni siquiera diez de ellas recordarán la existencia de este pasaje.
—Es posible. Dios mío, qué mundo este… Volviendo al tema, mis dos amantes eran en verdad las dos heroínas de Weber. Incluso se llamaban Annette y Ágata, como en el Freischütz. Nunca supe a cuál de las dos quería más. Con la alegre me encontraba siempre triste y, sin embargo, la melancólica me alegraba.
—No es extraño. Es propio de la condición humana.
—Puedo confesar que me encontraba terriblemente feliz. Este doble amor me hizo olvidar en parte mis conciertos celestiales y, en cuanto a mi vocación religiosa, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. No hay nada como el amor de dos jóvenes muchachas, la una alegre y la otra soñadora, para quitarle a uno las ganas de ser sacerdote y el gusto por la teología. El señor cura no se dio cuenta de nada. Ágata no sospechaba mi amor por Annette ni ésta mi pasión por Ágata, por lo que permanecí una temporada alegrándome y entristeciéndome alternativamente: un día lo uno y otro día lo otro.
—¡Diablos! Debía usted de poseer una fuente inagotable de alegría y tristeza si esa situación se prolongó mucho tiempo.
—No sé hasta qué punto era así, porque un nuevo incidente, más grave que los anteriores sucesos de mi vida, me arrancó pronto de los brazos de mis amadas y de las lecciones del buen cura: Yo estaba un día inventando versos melancólicos junto a Annette, que se reía cariñosamente de lo que ella denominaba mi aire de perrillo moribundo. Yo cantaba, acompañándome del arpa, uno de mis poemas más apasionados, que había inventado en una época en la que ni mi corazón ni mis sentidos se habían aún expresado. Dejé de cantar por un momento… reposaba mi cabeza en el hombro de Annette y besé su mano con ternura. Me pregunté cuál podía ser la misteriosa facultad que me había permitido encontrar en la música la expresión del amor, antes incluso de que la más mínima chispa de este sentimiento me hubiera sido revelada. Ella exclamó, conteniendo apenas un nuevo ataque de hilaridad, mientras me besaba:
—¡Qué tonto eres! Pero no importa, aunque no me hicieras reír te amaría incluso más de lo que ese extraño novio de Ágata, el tal Franz, la ama a ella.
—¿Qué novio?
—El de Ágata. ¿No sabías que tiene novio? Va a verla siempre que yo estoy contigo. Es un secreto que me ha confiado ella.
Puede usted tal vez pensar que me precipité, con un grito de furor, a exterminar a Franz y a Ágata. En absoluto. Poseído por una cólera fría, cien veces más terrible que los grandes arrebatos, fui a esperar a mi rival a la puerta de nuestra amante y, sin pararme a pensar que nos estaba engañando a los dos y que él tenía los mismos motivos que yo para estar enfadado (ni siquiera le hice conocer la causa de mi agresión), le insulté de tal manera que convinimos en batirnos sin testigos a la mañana siguiente. Y sí, nos batimos, señor. Y yo… un vaso de vino, por favor… entonces… ¡a su salud!... le saqué un ojo.
—¿Se batieron a espada?
—No, señor. Con escopeta, a cincuenta pasos. Le metí una bala en el ojo izquierdo que le dejó tuerto.
—Y le mató, supongo.
—Oh, sí, señor. Cayó muerto al instante.
—¿Apuntó al ojo izquierdo?
—Ciertamente no, señor. Sé que me considerará usted algo torpe… ¡A cincuenta pasos!... Había apuntado al ojo derecho, pero cuando le tenía en el objetivo, esa pérfida Ágata vino a mi mente e hizo que mi mano temblase, porque puedo jurar sin vanidad que, en cualquier otra ocasión, hubiera sido incapaz de cometer un error tan ordinario. De cualquier modo, tan pronto como le vi caer a tierra, mi cólera y mis dos amantes desaparecieron juntas. Ya sólo pensaba en una cosa: escapar de la justicia, a la que imaginaba pisándome los talones. Como nos habíamos batido sin testigos, fácilmente sería considerado un asesino. Huí a las montañas, tan rápido como pude, sin ni siquiera pensar en Annette ni en Ágata. En un momento se me había curado mi pasión por ellas, como ellas me habían curado de mi vocación por la teología. Esto me demostró claramente que, en mi caso, el amor a las mujeres es al amor a Dios, como el amor a la vida es al de las mujeres; y que la mejor forma de olvidar a dos novias es disparar una bala en el ojo izquierdo del primer amante que se les presente. Si alguna vez tiene usted un doble amor como el mío y no se encuentra a gusto, le recomiendo que proceda de la misma manera que yo.
Vi que el hombre comenzaba a exaltarse. Se mordía el labio inferior mientras hablaba y reía silenciosamente de una forma extraña.
—Está usted cansado –le dije–. Salgamos a fumar un cigarro y después podrá continuar y acabar su historia.
—Como quiera.
Tomó su arpa y tocó con una mano el tema completo de la Reina Mab. Pareció entonces recobrar su buen humor y salimos. Yo murmuraba:
—¡Vaya un tipo raro!
Y él:
—¡Vaya una pieza rara!
—Viví en las montañas unos días –retomó mi curioso compañero–. Con la caza que me procuraba, tenía suficiente para sobrevivir y los campesinos nunca negaban un trozo de pan a un cazador. Finalmente llegué a Viena, donde tuve que vender mi fiel escopeta para comprar esta arpa con la que me gano la vida. A partir de aquel día adopté el oficio de mi padre al convertirme en músico ambulante. Tocaba en plazas públicas, por las calles, bajo las ventanas de aquellas personas que yo consideraba carentes de sentimiento alguno hacia la música. Les aburría con melodías rudas y siempre me lanzaban algunas monedas para librarse de mí. De esa forma gané bastante dinero gracias al señor consejero K***, a la baronesa C***, al barón S*** y a otros veinte Midas, habituales del teatro de la Ópera Italiana. Un músico vienés al que conocí, me había dado sus nombres y direcciones. Los aficionados «de profesión» me escuchaban con interés. No obstante, a excepción de dos o tres, rara vez alguno de ellos me daba alguna cosa. Mi colecta principal la realizaba en los cafés, por la tarde, entre los estudiantes y artistas. De este modo, como ya le he dicho, fui testigo de la discusión a propósito de una de sus obras, la Reina Mab, que excitó mi curiosidad por verla. ¡Qué extraña obra! Desde entonces, he frecuentado a menudo los barrios y pueblos que se extienden por la ruta que viene usted siguiendo, y he realizado numerosas visitas a la hermosa ciudad de Praga. ¡Ah, señor! ¡He ahí una villa musical[4]!
—¿De veras?
—Ya lo verá. No obstante, esta vida errante resulta a la larga muy cansada. En