—Es que me pones nerviosa... ¡Pobre sér delicado y enfermo, á quien no se puede aplicar el correctivo de una azotaina!
—Decía que la venta... Bueno: retiro la palabra. ¡Ay!... Ello es que harás muy bien en sonsacarle el gasto del coche. El otro, mascando las palabras finas con las ordinarias, tascará el freno que tú le pones con tu talento y tu autoridad. Á cambio de la representación social con que alimentas su orgullo de pavo..., no digo de pavo real, sino de pavo común, de ese que por Navidad se engorda con nueces enteras..., á cambio de la representación social, él te dará cuanto le pidas, renegando, eso sí, porque tiene la avaricia metida en los huesos y en el alma; pero cederá, como tú sepas trastearlo, y ¡vaya si sabes! Y conseguirás el abono en el Real y en la Comedia, y las reuniones y comidas en determinados días de la semana. Hartaos de riqueza, de lujo, de vanidad, de toda esa bazofia que ha venido á sustituir el regalo fino de los sentimientos puros y nobles. ¡Que os pague en lo que valéis, que no descanse en sus arcas una sola peseta de las que continuamente trae á ellas el negocio, sucio como alma de condenado! Apenas entre la santa peseta, escamoteadla vosotras, para gastarla en trapos, comistrajes, diversiones públicas y privadas, objetos artísticos, muebles de lujo. Duro en él, á ver si revienta y os quedáis dueñas de todo, que esa sería vuestra jugada.
—Rafael, ya no más—dijo la dama vibrando de cólera.—He oído tus disparates con mi santa paciencia; pero ésta se agota ya. Tú la crees inagotable; por eso abusas... Pero no lo es, no lo es. Ya no puedo acompañarte más. Pinto acabará de vestirte... (Llamando.) Pinto... chiquillo... ¿Qué haces?
Acudió al instante el lacayito, cargado de ropa que el sastre acababa de traer.
—Estaba recogiendo el traje nuevo del señorito Rafael. El sastre dice que quiere vérselo puesto.
—Pues que pase. (Á Rafael.) Ya tienes entretenimiento para un rato. Volveré á verte vestido, y como alguna prenda no esté bien, se le devuelve para que la reforme. (Al sastre.) Pase usted, Balboa... Hay que probar todo. Ya sabe usted que este caballero es muy escrupuloso y exigente para la ropa. Conserva el sentido del buen corte y del ajuste, como si pudiera apreciarlos por la vista. (Á Pinto.) Anda, ¿qué haces? Quítale el pantalón.
—Sí, Sr. Vasco Núñez de Balboa—dijo Rafael tocado otra vez de su jocosidad nerviosa.—Me basta ponerme una prenda, para conocer por el tacto, por el roce de la tela, hasta las menores imperfecciones de la hechura. Con que... á mí no me traiga usted chapucerías fiándose de mi ceguera. Venga el pantalón... Y á propósito, amigo Balboa: mi hermana y yo hablábamos ahora... ¿Se ha ido mi hermana?
—Aquí estoy, hombre... Ese pantalón me parece que va muy bien.
—No está mal. Pues decía que necesito más trapo, Sr. Balboa. Otro terno de entretiempo, un gabán como el que lleva Morentín, ¿sabe usted? y tres ó cuatro pantalones de verano, ligeros. ¿Qué dice mi señora hermana?
—¿Yo? nada.
—Me pareció que protestabas de esta pasión mía de la ropa buena y abundante... Pues te digo que algo me ha de tocar á mí del cambio de fortuna... Y te digo más: quiero un frac... ¿Que para qué lo necesito? Yo me entiendo. Necesito un frac.
—¡Jesús!
—Ya lo sabe usted, Vasco Núñez... ¿Se ha ido mi hermana?
—Aquí estoy... y está conmigo toda mi paciencia.
—Me alegro mucho. La mía se ha evaporado, llevándose otra cosa que no quiero nombrar. Y en el hueco que dejó, se ha metido un ardiente apetito de los bienes materiales... No tengo la culpa de ello, ni soy yo quien ha traído á casa esta desmoralización mansa. Maestro, el frac prontito... Y tú, hermana querida... ¿Pero se ha ido...?
—Ahora sí... Se fué la señora—indicó tímidamente el sastre,—y me parece que un poquitín incomodada con usted.
Y era verdad que salió del cuarto la dama, no sólo por librarse de aquel suplicio, sino porque suponía, con algún fundamento, que su presencia era lo que excitaba más al desdichado joven. Allá le dejó con Pinto y el sastre todo el tiempo que duraron las probaturas y el quita y pon de ropa. Á la hora de almorzar, volvió D. Francisco de la calle, y sorprendió á su cuñada con los ojos encendidos, suspirona y triste.
—¿Qué hay, qué ocurre?—le preguntó alarmadísimo.
—Esto nos faltaba... Le aseguro á usted, amigo mío, que Dios quiere someterme á pruebas demasiado duras... Rafael está enfermo, muy enfermo.
—Pues si esta mañana se reía como un descosido.
—Precisamente... ese es el síntoma.
—¡Reirse... síntoma de enfermedad! Vaya, que cada día descubre uno cosas raras en este nuevo régimen á que ustedes me han traído. Siempre he visto que el enfermo lloraba, bien porque le dolía algo, bien por falta de respiración, ó por no poder romper por alguna parte... Pero que los enfermos se desternillen de risa, es lo único que me quedaba que ver.
—Lo mejor—indicó Fidela ocupando su asiento en la mesa, y mirando con sereno y apacible rostro á su marido,—será llamar á un médico especialista en enfermedades nerviosas... Y cuanto más pronto mejor...
—¡Especialista!—exclamó Torquemada, perdiendo repentinamente el apetito.—Es decir, un medicazo de mucha fanfarria, que después de dejar á tu hermano peor que estaba, ponga unos emolumentos que nos partan por el eje.
—No podemos consentir que tome cuerpo esa neurosis—dijo Cruz ocupando su sitio.
—¿Esa qué?... ¡Ah! ya, neurosis, paparruchosis... Mire usted, Cruz, lo que no haga mi yerno, no lo hará ningún facultativo de esos que se dan importancia desbalijando al género humano, después de llenar de cadáveres nuestros clásicos cementerios.
—No te pongas cargante, querido Tor—arguyó Fidela con dulzura.—Hay que llamar un especialista, dos especialistas, aunque sean tres.
—Con uno basta—manifestó Cruz.
—No, mejor será traer acá un rebaño de doctores—agregó D. Francisco, recobrando el apetito.—Y luego que acaben de recetar, nos iremos todos á los Asilos del Pardo.
—Es usted la misma exageración, señor mío—díjole Cruz festivamente.
—Y usted el maquiavelismo en persona, ó personificado... Y entre paréntesis, señoras mías, esa cocinera de ocho duros será la octava maravilla; pero á mí no me la da. Estos riñones me saben á quemado.
—Si están riquísimos.
—Mejor los ponía Romualda, á quién despidieron ustedes porque se peinaba en la cocina... En fin, me resigno á este orden de cosas, y transigiremos...
—Transacción—dijo Fidela, pasando la mano por el hombro de su marido.—En vez de llamar los tres especialistas...
—¿Tres nada menos? Dí más bien las tres plagas de Faraón, y la langosta médico-farmacéutica.
—Pues en vez de llamar al especialista, llevamos á Rafael á París para que le vea Charcot.
VI
—¿Y quién es ese peine?—preguntó Torquemada, cuando hubo tragado el pedazo de carne, que al oir Charcot se le atravesó sin querer pasar ni para arriba ni para abajo.
—No es peine. Es el primer sabio de Europa en enfermedades cerebrales.
—Pues yo—afirmó el tacaño, dando un golpe en la mesa con el mango del tenedor,—yo, yo le digo al primer sabio de Europa que se vaya á freir espárragos... y que si quiere enfermos ricos, que vaya á recetarle á la gran puerquísima