—Eres un malvado y no tienes el valor de tu crimen—dijo Rafael con voz ahogada, sin poder respirar.—Confiesa, por Dios...
—Yo te juro, te juro, Rafael—replicó el otro, suavizando la voz cuanto podía,—que has pensado, y dicho una tremenda impostura...
—Es verdad, por lo menos en la intención...
—Ni en la intención ni en nada... Cálmate. Me parece que vienen tus hermanas.
—¡Dios mío, lo veo tan claro, tan claro...!
Por grande que fué la cautela de Morentín, no pudo impedir que algún eco de la reyerta llegase al oído vigilante de Cruz, la cual acudió presurosa, y al entrar hubo de comprender, por la palidez de los rostros, y el habla balbuciente, que entre los dos cariñosos amigos había surgido alguna desavenencia, y el motivo era sin duda de verdadera gravedad, pues uno y otro, cuando disputaban de filosofía, ó de música, ó de cría caballar, no perdían su serenidad ni el acento de broma mesurada y de buen tono.
—Nada, no es nada—dijo Morentín, respondiendo al asombro y á las preguntas de la dama.—Es que éste tiene unas cosas...
—¡Es más terco este Pepito!...—murmuró Rafael en tono de niño mimoso.—¡No querer confesarme...!
—¿Qué?
—Por Dios, Cruz, no haga usted caso—replicó el amigo recobrándose en un momento, y componiendo voz, modales y rostro.—Si es una tontería... ¿Pero usted creyó que nos habíamos incomodado?
Miraba Cruz á uno y otro, sin poder adivinar con todo su talento el carácter de la disputa.
—Como si lo viera. Tanto furor por la música de Wagner, ó por las novelas de Zola.
—No era eso.
—¿Pues qué? Necesito saberlo. (Á Rafael, pasándole la mano por la cabeza y sentándole el pelo.) Si tú no me lo dices, me lo dirá Pepe.
—No, lo que es ese no ha de decírtelo...
—Figúrese usted, Cruz, que me ha llamado hipócrita, libertino, y qué sé yo qué. Pero no le guardo rencor. Me enfadé un poquito por... vamos, por nada. No se hable más del asunto.
—Yo sostengo todo lo que dije—afirmó Rafael.
—Y yo te juro, y vuelvo á jurarte una y cien veces, que no soy culpable.
—¿De qué?
—Del delito de lesa nación—repuso desahogadamente Morentín, armando la mentira con gentil travesura.—Se empeña ese en que yo soy cómplice... fíjese usted, Cruz, cómplice, nada menos, de los que han dado la razón al Quirinal contra el Vaticano, en la cuestión de competencia entre las dos embajadas. Que traigan el Diario de Las Sesiones... ¡Ah! que vaya Pinto á buscarlo á casa. Allí se verá que he suscrito el voto particular. El jefe dejó libre la cuestión, y yo, naturalmente...
—Podías haber empezado por ahí—contestó el ciego aceptando la fórmula de engaño.
—Siempre he pensado lo mismo. Vaticano for ever.
No muy satisfecha de la explicación, y el ánimo agobiado de recelos y aprensiones, retiróse la dama, y fué tras ella Morentín, confirmando lo dicho. Pero ni aun con esto se tranquilizó, y no cesaba de presagiar nuevas complicaciones y desastres.
IX
Al anochecer, encendidas las luces, Serrano Morentín buscaba junto á Fidela, en el gabinete de ésta, la compensación de la horrorosa tarde que su amigo le había dado. Bien se merecía, después de aquel martirio, el goce de un ratito de conversación con la señora de Torquemada, afable con él como con todo el mundo, mujer que poseía, entre otros encantos, el de un cierto mimo infantil ó candoroso abandono de la voluntad, que armonizaba muy bien con su delicada figura, con su rostro de porcelana descolorida y transparente.
—¿Qué me ha mandado usted aquí?—dijo desenvolviendo un paquete de libros que había recibido por la mañana.
—Pues véalo usted. Es lo único que hay por ahora. Novelas francesas y españolas. Lee usted muy á prisa, y para tenerla bien surtida, será preciso triplicar la producción del género en España y en Francia.
En efecto, su ingénita afición á las golosinas tomaba en el orden espiritual la forma de gusto de las novelas. Después de casada, sin tener ninguna ocupación en el hogar doméstico, pues su hermana y esposo la querían absolutamente holgazana, se redobló su antigua querencia de la lectura narrativa. Leía todo, lo bueno y lo malo, sin hacer distinciones muy radicales, devorando lo mismo las obras de enredo que las analíticas, pasionales ó de caracteres. Leía velozmente, á veces interpretando con fugaz mirada páginas y más páginas, sin que dejara de recoger toda la substancia de lo que contenían. Comúnmente se enteraba del desenlace antes de llegar al fin, y si este no le ofrecía en su tramitación alguna novedad, no terminaba el libro. Lo más extraño de su ardiente afición era que dividía en dos campos absolutamente distintos la vida real y la novela; es decir, que las novelas, aun las de estructura naturalista, constituían un mundo figurado, convencional, obra de los forjadores de cosas supuestas, mentirosas y fantásticas, sin que por eso dejaran de ser bonitas alguna vez, y de parecerse remotamente á la verdad. Entre las novelas que más tiraban á lo verdadero, y la verdad de la vida, veía siempre Fidela un abismo. Hablando de esto un día con Morentín, el cual, por su cultura en cierto modo profesional, oficiaba de oráculo allí donde no había quien le superase, sostuvo la dama una tesis que el oráculo celebró como idea crítica de primer orden.
—Así como en pintura—había dicho ella,—no debe haber más que retratos, y todo lo que no sea retratos es pintura secundaria, en literatura no debe haber más que Memorias, es decir, relaciones de lo que le ha pasado al que escribe. De mí sé decir que cuando veo un buen retrato de mano de maestro, me quedo extática, y cuando leo Memorias, aunque sean tan pesadas y tan llenas de fatuidad como las de Ultratumba, no sé dejar el libro de las manos.
—Muy bien. Pero dígame usted, Fidela. En música, ¿qué encuentra usted que pueda ser equivalente á los retratos y á las Memorias?
—¿En música... qué sé yo? No haga usted caso de mí, que soy una ignorante... Pues, en música..., la de los pájaros.
Aquella tarde, mejor será decir aquella noche, después que se enteró de los títulos de las novelas, y cuando Morentín le encarecía, siguiendo la moda á la sazón dominante, la obra última de un autor ruso, Fidela cortó bruscamente la perorata del joven ilustrado, interrogándole de este modo:
—Dígame, Morentín... ¿qué le parece á usted de nuestro pobre Rafael?
—Pienso, amiga mía, que sus nervios no son un modelo de subordinación, que mientras viva en esta casa, viendo, digo mal, sintiendo junto á sí á personas que...
—Basta... Es mucha manía la de mi hermano. Mi marido le trata con las mayores deferencias. No merece, no, esa antipatía, que ya toca en aborrecimiento.
—No toca, excede al mayor aborrecimiento: digamos las cosas claras.
—Pero usted, hombre de Dios, usted, que es su amigo, y tiene sobre él un cierto ascendiente, debe inculcarle...
—Si le inculco todo lo inculcable, y le sermoneo, y le regaño... y como si nada... Su marido de usted es un hombre bueno... en el fondo. ¿No es eso? Pues yo se lo digo en todos los tonos. ¡Vamos, que si D. Francisco oyera los panegíricos que yo le hago, y tuviera que pagármelos en alguna forma...! No, lo que es en moneda no pretendería yo que me los pagase...
—Ni usted lo necesita. Es usted más rico que nosotros.