—Sí; reconozco que es conveniente alimentarse; más que conveniente, necesario. ¿Ves? Ya no me río... ¿Ves? Ya como. De veras que tengo apetito... Pues... querida hermana, la alegría es una bendición de Dios. Cuando nace de nosotros mismos, es que algún ángel se aposenta en nuestro interior. Generalmente, después de una noche de insomnio, nos levantamos con un humor del diablo. ¿Por qué me pasa á mí lo contrario no habiendo pegado los ojos?... Tú no entiendes esto ni lo entenderás si yo no te lo explico. Estoy alegre porque... Antes debo decirte que paso mis madrugadas calculando las probabilidades del porvenir, entretenimiento muy divertido... ¿Ves? Ya he concluído el chocolate. Ahora venga el vaso de leche... Riquísima... Bueno, pues para calcular el porvenir, cojo yo las figuras humanas, cojo los hechos pasados, los coloco en el tablero, los hago avanzar conforme á las leyes de la lógica...
—Hijo mío, ¿quieres hacerme el favor de no marearte con esas simplezas?—dijo la dama, asustada de aquel desbarajuste cerebral.—Veo que no se te debe dejar solo, ni aun de noche. Es preciso que te acompañe siempre una persona, que en las horas de insomnio te hable, te entretenga, te cuente cuentos...
—Tonta, más que tonta. Si nadie me entretiene como yo mismo, y no hay, no puede haber cuentos más salados que los que yo me cuento á mí propio. ¿Quieres oir uno? Verás. En un reino muy distante, éranse dos pobres hormigas, hermanas... Vivían en un agujerito...
—Cállate: me incomodan tus cuentos... Será preciso que yo te acompañe de noche, aunque no duerma.
—Me ayudarías á calcular el porvenir, y cuando llegáramos al descubrimiento de verdades tan graciosas como las que yo he descubierto esta noche, nos reiríamos juntos. No, no te enfades porque me ría. Me sale de muy adentro este gozo para que pueda contenerlo. Cuando uno ríe fuerte, se saltan las lágrimas, y como yo nunca lloro, tengo en mí una cantidad de llanto que ya lo quisieran más de cuatro para un día de duelo... Deja, deja que me ría mucho, porque si no reviento.
—Basta, Rafael—dijo la dama creyendo que debía mostrar severidad.—Pareces un niño. ¿Acaso te burlas de mí?
—Debiera burlarme, pero no me burlo. Te quiero, te respeto, porque eres mi hermana, y te interesas por mí; y aunque has hecho cosas que no son de mi agrado, reconozco que no eres mala, y te compadezco... sí, no te rías tú ahora... te compadezco porque sé que Dios te ha de castigar, que has de padecer horriblemente.
—¿Yo? ¡Dios mío!—exclamó la noble dama con súbito espanto.
—Porque la lógica es lógica, y lo que tú has hecho tendrá su merecido, no en la otra vida, sino en ésta, pues no siendo bastante mala para irte al infierno, aquí, aquí has de purgar tus culpas.
—¡Ay! Tú no estás bueno. ¡Pobrecito mío!... ¡Yo culpas, yo castigada por Dios!... Ya vuelves á tu tema. La mártir, la esclava del deber, la que ha luchado como leona para defenderos de la miseria, castigada.. ¿por qué? por una buena obra. ¿Ha dicho Dios que es malo hacer el bien, y librar de la muerte á las criaturas?... ¡Bah!... Ya no te ríes... ¡Qué serio te has puesto!... Es que una razón mía basta para hacerte recobrar la tuya.
—Me he puesto serio, porque pienso ahora una cosa muy triste. Pero dejémosla... Volviendo á lo que hablábamos antes y al motivo de mi risa, tengo que advertirte que ya no me oirás vituperar á tu ilustre cuñado, no digo mío, porque mío no lo es. No pronunciaré contra él palabra ninguna ofensiva, porque como su pan, comemos su pan, y sería indigno que le insultáramos después que nos mantiene el pico. Los infames somos nosotros, yo más que tú, porque me las echaba de inflexible y de mantenedor caballeresco de la dignidad, pero al fin, ¡qué oprobio! disculpándome con mi ceguera, he concluído por aceptar del marido de mi hermana la hospitalidad, y esta bazofia que me dáis, y la llamo bazofia con perdón de la cocinera, porque sólo moralmente, ¿entiendes? moralmente, es la comida de esta casa como la sopa boba que en un caldero, del tamaño de hoy y mañana, se da á los pobres mendigos á la puerta de los conventos... Con que ya ves... No le vitupero, y cuando me reía, no me reía de él ni de sus gansadas, que tú vas corrigiendo para que no te ponga en ridículo... porque ese hombre acabará por hablar como las personas; de tal modo se aplica y atiende á tus enseñanzas; digo que no me río de él, ni tampoco de tí, sino de mí, de mí mismo... Y ahora me entra la risa otra vez: sujétame... Bueno, pues me río á mis anchas, y riéndome te aseguro que he calado el porvenir... y veo, claro como la luz del alma, única que á mí me alumbra..., veo que transigiendo, transigiendo y abandonándome á los hechos, sacerdote de la santa inercia, acabaré por conformarme con la opulencia infamante de esta vida, por hacer mangas y capirotes de la dignidad... Si esto no es cómico, altamente cómico, es que la gracia ha huído de nuestro planeta. ¡Yo conforme con esta deshonra, yo viéndoos en tanta vileza, y creyéndola no sólo irremediable, sino hasta natural y necesaria! ¡Yo vencido al fin de la costumbre y hecho á la envenenada atmósfera que respiráis vosotras! Confiésame, querida hermana, que ésto es para morirse de risa, y si conmigo no te alegras ahora será porque tu alma es insensible al humorismo, entendido en su verdadera acepción, no en la que le dió tu cuñadito el otro día, cuando se quejaba del mucho humorismo de la chimenea.»
Llegaron á su punto culminante las risotadas en esta parte de la escena, y en tal momento fué cuando Torquemada oyó desde fuera el alboroto.
V
—No se te puede tolerar que hables de esa manera—dijo la hermana mayor, disimulando la zozobra que aquel descompuesto reir iba levantando en su alma.—Nunca he visto en tí ese humor de chacota, ni esas payasadas de mal gusto, Rafael. No te conozco.
—De algún modo se había de revelar en mí la metamorfosis de toda la familia. Tú te has transformado por lo serio, yo por lo festivo. Al fin seremos todos grotescos, más grotescos que él, pues tú conseguirás retocarle y darle barniz... Pues sí, me levantaré: dame mi ropa... Digo que la sociedad concluirá por ver en él un hombre de cierto mérito, un tipo de esos que llaman serios, y en nosotros unos pobres cursis, que por hambre hacen el mamarracho.
—No sé cómo te oigo... Debiera darte azotes como á un niño mañoso... Toma, vístete; lávate con agua fría para que se te despeje la cabeza.
—Á eso voy—replicó el ciego, ya en pie y disponiéndose á refrescar su cráneo en la jofaina.—Y puesto que no tiene ya remedio, hay que aceptar los hechos consumados, y meternos hasta el cuello en la inmundicia que tu... vamos, que la fatalidad nos ha traído á casa. Ya ves que no me río, aunque ganas, no me faltan... Te hablaré seriamente, contra lo que pide lo jocoso del asunto... Y de esto dan fe las inflexiones de sátira que se notan... ¿no las has notado?... que se notan, digo, en el acento de todas las personas que han vuelto á entablar amistad con nosotros, después del paréntesis de desgracia.
—Yo no he notado eso—afirmó Cruz resueltamente;—y no hay tal sátira más que en tu descarriada imaginación.
—Es que á tí te deslumbran los destellos de esta opulencia de similor, y no ves la verdad de la opinión social. Yo, ciego, la veo mejor que tú. En fin, déjame que me fregotee un poco la cara y la cabeza, y te diré una cosa que ha de pasmarte.
—Lo mejor sería que te callaras, Rafael, y no me enloquecieras juzgando de un modo tan absurdo los hechos más naturales de la vida... Toma la toalla. Sécate bien... Ahora te sientas, y te peinaré.
—Pues quería decirte... Se me ha despejado la cabeza; pero es el caso que ahora me retoza otra vez la risa, y necesito contenerme para no estallar... Quería decirte que cuando se pierde la vergüenza, como la hemos perdido nosotros...
—¡Rafael, por amor de Dios...!
—Digo que lo mejor es perderla toda de una vez, arrancarse del alma ese estorbo, y afrontar á cara descubierta el hecho infamante... Cuando más, debe usarse en la cara el colorete de las buenas formas, una vez perdido el santo rubor que distingue las personas dignas de las que no